LA PENUMBRA DEL PATIO
Dic 31 2022

POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA).

No creo que haya mayor lujo y boato que aquel escondido en la penumbra de un bello patio ajardinado. Esa sombra húmeda y dulzona de petunia regada y hortensia despechada escondida del calor por un retazo hondo de oscuridad que regala un tilo flamante; esa oscuridad iluminada por un millar de destellos rebotados en los pétalos de un rosal que, desafiante y bravucón, pende acostado de la pared entre algo de madreselva y un poco de musgo distraído; negación de la luz placentera que permite al que se cobija frío deleite en los días de verano y petrificado reactivo entre las nieves acumuladas en esas mañanas soleadas de enero. Siempre amé sentarme en la escalera vieja y desgajada al albur de un desmoronamiento cercano, pero no esperado. Allí tendido bajo la fragancia del lilo que plantara mi abuela, sintiendo el sedoso clamor de un ciruelo perdido en la valla del patio de Pierre Rapp, bien podía pasar la vida en eones por cada palpitación, que este que suscribe aún mantendría la boca abierta observando el baile de las abejas entre flores o el trasegar de los gatos por las tejas de la cerca en busca de vayan ustedes a saber qué. Rara era la vez que no acaba siendo rescatado de tan placentero ensimismamiento por el claxon de mi Sr. Padre o la reprimenda de mi madre desde aquella ventana desvencijada donde colgaba una fresquera repleta de reliquias innombrables.

Sea por aquel placer inconfesable escondido en la penumbra de un árbol retorcido; fuera por la necesidad que todo quisque merece de un espacio de género indeterminado y número singular, he venido sintiendo un placer inconfesable por los patios desde aquella niñez no resuelta de sombras abrigadas por troncos repletos de musgo y líquenes en flor. Desde la vieja e inconmensurable Segovia a las callejuelas encogidas y apesadumbradas de la bella Córdoba o la impactante ciudad eterna, pasando por ese Madrid tan maravilloso que nadie parece conocer o las paredes enlucidas de la Sevilla más trascendental, he ido paseando patios siempre que he podido, atendiendo a la enseñanza del Maestro Antonio Machado quien, curiosamente, vivió entre patios segovianos y sevillanos un siglo perdido de poesía nacida en ese crepúsculo que tanto amó. Siempre enamorado de la sencillez exclusiva que vive en el interior de aquellas casas sosas y tristonas al exterior, los patios me han hecho creer en lo mucho que hay dentro de lo que nada aparenta. Sentado en un poyete dentro del palazzo florentino Medici-Ricardi recordaba la singularidad asombrosa de un pozo pétreo entre capiteles de los Luna en el palacio de Mansilla o abigarrados en su granítico silencio voraz debajo del despacho de mi querido Joaquín González-Herrero. Al candor de los jazmines en flor del patio morisco del Alcázar de los Reyes Cristianos fui capaz de intuir un atardecer roto en bermellón anaranjado asombrado por los mirtos marciales del jardín de las damas en otro castillo, éste segoviano y más imponente aún, si cabe. De las decenas de patios escurialenses perdidos en la tristeza de la indiferencia, me llevó la desesperación de una mañana sin sol a la pulcritud barroca del patio de la fuente, en el corazón del palacio real de San Ildefonso. Sentado en aquel viejo manantial que abasteciera el cenobio que los jerónimos recibieran de la reina católica a finales del siglo XV, mirando el broncíneo reloj de sol que corona uno de sus balcones, me desesperé en el recuerdo de aquellos patios perdidos del palacio de Valsaín. Borgoñón alarde de intimidad donde una vez caminara su soledad e incomprensión la hermosa Isabel de Valois casada con el padre de su prometido; gastada la juventud en la gestación de un varón que nunca llegó y que acabó por eclipsar a dos mujeres inconmensurables, tan grandes como misérrima fuera la voluntad de quién acabó por ocupar un trono ciertamente inmerecido. Supongo que de igual manera se han de sentir los abetos descomunales del antaño luminoso patio de la Casa de los Canónigos al ver que ocupan un espacio de fría piedra labrada al servicio de una fuente que alimentara la molicie de un cabildo inventado. Empeñados en llegar a la última de las plantas de un edificio reconstruido tantas veces que el fuego perdió interés por lamer las ya consumidas vigas, los pinos de ese patio maravilloso embutido en un silencio aterrador no hacen otra cosa que rogar por una prístina flor que atecle un poco ese amargor destilado por corteza y tronco revirado hacia una luz que se empeña en rechazar cuánto de hermoso esconde la sombra del patio.

Con todo, este humilde Cronista sigue encerrado en aquel candoroso pleonasmo surgido de sol y hoja, tronco y visera. Enamorado de la sencilla quietud de un recóndito descanso, supongo que andaré por este Real Sitio tratando de buscar en lo más escondido de una sombría proyección algo de sentido a este vivir. Qué de patios y remansos anda esta sociedad más que necesitada. Perdida la voluntad de entendimiento, el anhelo de un mañana que se presente hoy, vagamos a la luz voraz de un sol que todo lo agosta sin comprender que, para poder llegar hasta el patio, no queda otra que recorrer y aprender; buscar y entender; admirar y repetir; atesorar para compartir. Entre sombras y claroscuros, tibia brisa endulzada por fragancias indescriptibles y ese suave y adormecedor candor que levanta el espíritu y hace perentoria la sonrisa; entre risas prístinas de una infancia perdida a la sombra de blancuzcos lirios, claveles reventones y silencios prolongados entumecidos por el zumbido de un millar de abejorros preñados de tanto polen que apenas dejan revolotear; justo ahí, donde la luz y la oscuridad se encuentran para deleitarse en una coyunda de mil fulgores, deberíamos detenernos ese instante decisivo que nos haga reflexionar si la penumbra de un patio en silencioso fragor habrá de ser suficiente para afrontar un mañana de luz compartida y camino común.

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