POR EDUARDO JUAREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DE LA GRANJA DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA)
Hay en la pérdida una sensación de desamparo que difícilmente se puede recuperar. Convencidos de que aquello que nos sustenta nunca habrá de faltarnos, la desaparición del faro que nos guía se transforma en una catástrofe de proporciones homéricas. Sea por la necesidad que de ancla en el presente necesitamos; por la belleza que el consejo apropiado y consecuente nos regala; por el regalo que la sabiduría del otro constituye en nuestro presente ignorante; sea por lo que sea, aquel que bien se conoce, según recomendaran Sócrates y mi sabio y querido amigo, Antonio Fornés, ese que escribe estas líneas y las lee desde cualquier lugar del cosmos, ese, digo, entiende que sin un Maestro no se pueden surcar las olas en la mar.
Prendido en el caminar a la espera de una confirmación más sabia, he venido transitando por esta vida a lomos del conocimiento experimentado de una plétora bendita entregada a convencerme de lo mucho que no sé y lo poco que cuesta comprenderlo. Enseñado a cada paso dado, he recorrido distancias siderales empeñado en comprender aquello que mi Maestro ha decidido mostrarme. Desde las largas mañanas sentado en una mesa diminuta del viejo colegio de San Ildefonso donde la sonrisa de doña Fuencisla, el anillo segoviano de doña Rosario y la dulzura de Doña Celes me indicaban el trasiego de la ignorancia hacia un futuro alentador, he gastado millones de suelas imaginarias en la persecución de un conocimiento que me hiciera alcanzar semejante sabiduría. Cientos de profesoras, maestros y educadores han venido brillando en mi recuerdo a cada frase recordada, como si las clases de Ángel Luis Zapatero o de Uldarico, de Blanca Peces, Palma Martínez-Burgos, de Luis Encinas o el profesor Estaire hubieran de repetirse una y otra vez en mi mente atribulada de un presente que nunca logro entender por completo.
Esos paseos entre claustros románicos a la sombra de don Antonio Ruiz Hernando y su peripatético saber me empujaron a los exabruptos de Francisco Moxó, al terrenal escepticismo de Manolo Ladero Quesada, a la consabida infalibilidad pensante del gran Juan Pereira Sieso o a la verbigracia iluminada y oportuna de lector de lo imposible, el Maestro José Miguel López Villalba. Más allá del profundo conocimiento, de la esperanza en un saber ecuánime y concentrado en el hoy y el quizás, hallé los pasos perdidos del Maestro Ángel Herrerín y del Sr. Bellette, siempre empeñados en hacerme ver que no veo lo que debería ser visto, sino aquello que, habiendo llegado a ser imaginado, podría ser intuido con alguna que otra duda razonable.
Es por todo ello por lo que, llegado el inevitable momento de la pérdida, uno pueda sentirse náufrago en un mar inmenso de indecisión. Que en el desgaste del Maestro hay poca reflexión y mucho dolor sin respuesta. He tenido, como todo aquel que esto llegue a leer, la desgracia de experimentar aquello de forma repetida, sintiendo que esa pregunta quedará sin respuesta por siempre jamás. Aún me duele la temprana partida de Juan Avilés y de algún otro querido Maestro que, renunciando en vida, ha muerto a la enseñanza de quien estas líneas suscribe. Con todo, cada Maestro que se va, en las circunstancias que correspondan, se lleva esa sabiduría de la que uno es incapaz de agotar la sed.
El último en cerrar el libro ha sido mi querido Santiago García Echevarría. Maestro de tantas cosas, me resulta cuando menos osado intentar resumir la profundidad de su magisterio en términos escritos. Supongo que cualquier lector podrá acceder al recurso que sea para recuperar un resumen de su ingente legado, siempre con la economía en el eje de la discusión. Sacará aquel que busque conclusiones de la internacionalidad de su formación y transferencia y del esfuerzo continuado durante una vida a todas luces corta luchando por expandir tanto conocimiento como experiencia, sabiduría como colaboración y trabajo compartido por una Europa a la que tanto amó. Habrá colegas universitarios de abolengo académico sin par que lloren su pérdida, así como grandes instituciones europeas, ministros y decisores de todo tipo.
Este humilde Cronista, por su parte, mucho más allá del esfuerzo académico, docente, investigador y divulgador, habrá perdido para siempre la sonrisa taimada vestida de mirada a media gafa con que vino recibiendo mis balbuceos ininteligibles. Sometido a una experiencia de conocimiento global, el Maestro Santiago García Echevarría supo contestar aquello que precisaba un servidor en el momento más necesario para que la ignorancia que me persigue pudiera ser sacada de contexto. Ya fuera en la umbría de los jardines del rey en La Granja de San Ildefonso o sentado en la camilla que mi abuela María tenía en su vieja casa; acomodado en aquellos sillones verdes que tanto gustaran a mi Sr. Padre para leer lo que tocara o bajo esa cabeza disecada de un pobre venado caído en desgracia por los campos castellanos que brotaba del salón de la casa en el número tres de la calle José Costa, el Maestro Santiago García Echevarría supo regalarme la palabra apropiada y el juicio justo a todo lo que en algún momento de nuestra breve vida compartida provocó la desazón de este simple alumno perenne.
Supongo que, tarde o temprano, acabaré por despedir a otros muchos Maestros, mentes privilegiadas que por acaso se cruzaron en mi lento caminar. Supongo que deberé resumir la pérdida en una alegría hacia el pasado, ese mismo que pude compartir con tamaña y silenciosa grandeza. Supongo que, en definitiva, deberé acostumbrarme a cerrar ese libro que aún esperaba con más páginas escritas y ningún epígrafe inconcluso. El Maestro Santiago García Echevarría se ha ido y con él me llega el recuerdo de otros tantos capítulos inconclusos de mi vida. También sé, sin dudarlo, que otros vendrán a cerrar esas páginas en blanco con otra caligrafía más o menos esforzada, pero seguro que definida hasta el punto de cerrar toda la caja de escritura tan bien diseñada por Diego Navarro o Fermín de los Reyes. Seguro estoy de que veré en Mariángeles García Echevarría, como siempre he venido haciendo, por otra parte, la extensión de una sabiduría fraternal que nunca dejó de mostrarme lo que dentro de mí vive y comparto con todos aquellos, ellos y ellas, Maestros en esto del vivir, capaz de hacerme seguir un camino del que estoy seguro no habré de apartarme nunca más.
FUENTE: https://www.eladelantado.com/opinion/tribuna/la-perdida-del-maestro/?fbclid=IwAR1phpQ0nISqisKWWArX7MON7_oRU3ONPTKclU1BCaPoK5e7tay0K-CxHwI. El ADELANTADO DE SEGOVIA