LA POSADA DE VILA
Jul 06 2019

POR JOSÉ ANTONIO MELGARES GUERRERO, CRONISTA OFICIAL DE LA REGIÓN DE MURCIA Y CARAVACA

Durante la primavera de 1767, la Administración del rey Carlos III expulsó a los jesuitas de las tierras de España, siendo sus bienes confiscados por el Estado y vendidos a particulares por una Junta de Temporalidades que se encargó de su enajenación. El inmenso Colegio Jesuita de Caravaca fue uno de esos bienes que se quedó el Estado, y sus dependencias fueron vendidas a varios particulares, como aún se puede apreciar. La iglesia inicialmente se salvó de la venta, y quedó abierta al culto como adyutriz del Salvador, pero años después, desprovista de su ajuar religioso y desacralizada, también fue a parar a manos de particulares, los últimos Miguel Luelmo (padre), quien la vendió a Juan Navarro Torrecilla (Juanico el talabartero) y éste a Ángel Vila Llinares, en 1927, en cuya familia permaneció la propiedad hasta diciembre de 1999 en que la Comunidad Autónoma de Murcia la adquirió para usos municipales, tal como se encuentra en la actualidad.

Camión de transportes Vila.

La Posada de Vila (o de La Compañía, que de las dos formas se la denominó durante lustros por la acepción popular), se ha conocido por las últimas generaciones de caravaqueños en manos de la familia de este apellido, cuyo primer representante en Caravaca fue, como acabo de decir, Ángel Vila Llinares, oriundo de Caudete (Albacete), donde había venido al mundo en 1888 y quien llegó a Caravaca en 1926 desde Calasparra por motivos relacionados con la salud de su familia.

Con su esposa, Esperanza Ríos González (de Calasparra), y su hijo Bernardo, fijó la residencia familiar en la C. Santísimo y casa de los Pozo, donde inicialmente siguió regentando el mismo negocio de trapería, alpargatería y loza que tenía en Calasparra, hasta que decidió adquirir la Posada y ubicar allí la vivienda y el negocio, ampliado y reformado. Esperanza, simultáneamente, se hizo cargo del traspaso de la casa de comidas que allí venía funcionando en manos de Antonia Castillo, que amplió en su vertiente de alojamiento.

La Posada de Vila funcionaba en el espacio de la antigua iglesia jesuítica, incluida la sacristía y la cripta de la misma. Al fondo, en lo que había sido sacristía había cuatro habitaciones, una de ellas con cinco camas, mientras que la cocina y el comedor se encontraban a la izquierda y derecha de la entrada desde la calle, respectivamente. Aquella sin salida de humos, lo que motivó el ennegrecimiento paulatino de los muros y bóvedas. Las capillas se convirtieron en dependencias de la posada: aparcamiento de carruajes, almacén de paja para los animales y vivienda de los dueños. La cripta se utilizó como cuadra y otras dependencias como gallineros y conejeras.

Pasado el tiempo Ángel reconvirtió el negocio y se convirtió en el más importante recovero de la comarca, adquiriendo huevos y animales de granja en el campo y pueblos colindantes y vendiéndolos al mayor en los mercados de Barcelona y Valencia principalmente, con almacenes de acopio y distribución en Villanueva del Arzobispo, La Roda, Baza y Benetusser (Valencia).

Entre los clientes habituales de la Posada se recuerdan con cariño a Blázquez, a Palomares y a Margarita Alguacil, de Santiago de la Espada. A Felipe Molina y a los hijos de Felipe Martínez, de Pontones. A Juan Navarro, de Letur. A Adolfo y Felipe, del Moralejo. A José, de Almaciles. A los Cavas, de Pinilla. A Juan Navarro de la Fuente, de La Sabina. A Juan Bojines, de Nerpio y a Los Pañeros, de La Encarnación, entre otros. También hubo clientes que vivían allí, y que de allí salieron para casarse, como Honorato Guillén, de Nerpio. Isidro el del Moralejo y Julián (del cortijo de la Graya, en Yeste), quienes eran atendidos por Esperanza quien, a pesar del enorme trabajo que recaía sobre sus espaldas aún tuvo tiempo para concebir a sus dos hijas menores: María e Isabel, a quienes crió la Chacha María, quien contratada como niñera de Isabel, permaneció con la familia hasta su muerte, a los 93 años, habiendo sido considerada siempre como un miembro más de la misma.

Entre uno y otro negocio, la Posada de Vila era un lugar de mucho movimiento y trasiego. Los arrieros del campo que traían animales y huevos de sus lugares de origen, aprovechaban para llevarse mercancías de la más diversa naturaleza, desde muebles a ataúdes, que llegaban a Caravaca a través de RENFE, y los lunes era un hervidero de gentes por la celebración del mercado semanal.

Tras la Guerra Civil la vida en la Posada comenzó a cambiar. Esperanza abandonó la restauración, y el servicio de alojamiento desapareció hacia 1945. El volumen de negocio recovero decayó tras la apertura de granjas intensivas en Barcelona, Reus y Tortosa (que comenzaron a llenar el país de las denominadas carnes blancas a precios muy competitivos) y Ángel, con buen olfato comercial reconvirtió el inicial negocio en otro de transportes. Adquirió para ello dos camiones Pegaso y después un Mercedes y un Escania, además de otros usados: dos Reos y un GMC, cambiando la actividad anterior por la de una agencia de transportes que trabajaba en dos direcciones geográficas: Granada y Valencia. Hacia Granada Transportes Vila tenía parada en Almaciles, Puebla de D. Fadrique, Huescar, Orce, Galera, Cullar, Baza, Gor y Guadix. Hacia Valencia en Calasparra, Jumilla, Yecla, Caudete, Fuente la Higuera y Játiva. El destino en Valencia se ubicaba en la C. Albacete, frente a la denominada Finca Roja.

Los camiones de Vila hacían lo que tradicional e históricamente se ha conocido como el Camino de los Valencianos, uniendo la capital del Levante con la andaluza. En ellos llegaban a la ciudad enseres y mercancías para industrias y comercios tan emblemáticos como Nevado, Los Jiménez, Diego Marín, Nieto, La Inmaculada, Chocolates Supremo y un largo etcétera en el que no hay que olvidar las industrias del cáñamo y el esparto.

Como apoyo a su padre, Bernardo trabajó en uno y otro negocio desde los 16 años, encabezando un equipo de empleados entre los que aún se recuerdan a Lázaro, Juan Corbalán, Paco Lloret, Adolfo el Flecos, Marcos Robles y Felipe Marín, quienes entraron con pantalón corto en la empresa, pasando después a la siguiente actividad, junto a chóferes como Enrique Villena, José Ansón, el Calderilla, Alfonso Garrido, Damián, Antonio el Hombrecillo y Alberto, entre otros.

Camioneta Vila.

Con el tiempo, Transportes Vila se fusionó con Transportes Navarro (que tenía la línea de Barcelona), para optimizar recursos y ampliar la cobertura geográfica, siendo absorbida la primera por la segunda con gran pesar de Ángel Vila, ya muy minado en su salud, quien falleció en 1962. Le sobrevivió su hijo Bernardo durante ocho años en que la empresa Vila se fue disolviendo como un azucarillo en las aguas empresariales de Navarro. Bernardo murió, con 47 años, en 1970 y ello supuso el final de un imperio económico basado en el trabajo, la tenacidad, la ética profesional y la cordialidad con los clientes. Recluida entre sus recuerdos y vivencias de antaño también falleció Esperanza, rodeada del cariño de los suyos, en 1983. Satisfecha por haber aportado lo mejor de sí misma a un proyecto común, en el que tanta ilusión y esfuerzo pusieron Ángel y ella misma, con la mirada puesta en el futuro de los hijos.

La Posada de Vila, escenario y cobijo de empresas que generaron trabajo a las gentes de la ciudad y distribuyeron la marca Caravaca por toda España durante gran parte del S. XX, ha vuelto a recuperar en la actualidad el silencio de antaño, cuando era templo consagrado al culto. Ahora es también santuario donde se da culto a la Cultura en sus más variados aspectos (después de haber pasado por otra fase, en la que no me detengo, en que fue cochera y donde se alojó el comercio de alimentación regentado por Isabel Vila y Manuel Montiel). Los nombres de todos ellos, los de antes y los de ahora, figuran en la gran lápida virtual del recuerdo y el afecto, dispuesta en los muros de la memoria colectiva caravaqueña.

Fuente: https://elnoroestedigital.com/

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