Y es que en la vida de cada uno, especialmente católico, queda la impronta del misterio eucarístico en esa fotografía, tantas veces recordada cuando, en la niñez y siguiendo la tradición del buen cristiano bautizado, recibimos por vez primera el Cuerpo de Cristo, vestidos con el traje blanco de la inocencia, y junto a ello aún guardamos el libro que en la pequeña o gran celebración de día tan señalado, se conserva con la firma y palabras de los padrinos y familiares que nos acompañaron a tan preclaro acto junto con la estampa recordatorio.
Y bien que en la vida del buen cristiano este momento representa su completa adhesión a las palabras de Jesús que recoge Juan 6, 5,55, al significar: «Yo soy el pan vivo que he descendido del cielo. Quien comiere de este pan vivirá eternamente…» Y aún aclara que «Quien coma mi carne y beba mi sangre, tiene vida eterna; y yo le resucitaré el último día». Y la iglesia celebra el gran día del Corpus Christi uno de los tres jueves que relucen más que el sol, donde se incrementa esta ceremonia sacramental en los templos y catedrales tras una catequesis a quienes, a una edad determinada reciben la Sagrada Eucaristía, el `pan y el vino convertido por el misterio de la transustanciación en la carne y la sangre de Cristo, como testamento de su última cena.