POR JOSÉ MARÍA SUÁREZ GALLEGO, CRONISTA OFICIAL DE GUARROMÁN (JAÉN)
Hay veces que ante la Puerta del Destino te das cuenta de que hay cosas que no te cuadran, pero como matemático y poeta te consuela comprobar que, desde los tiempos de Pitágoras, dos catetos, una hipotenusa y un ángulo recto, han resuelto la ecuación de sus relaciones cordiales.
Tras la Puerta del Destino siempre hay una playa en la que naufragar, la Playa de los Paramecios, en la que no dejan naufragar a nadie que sepa Geometría, con mayúscula. Es cuestión de escuadra, compás, y saber nadar y guardar la ropa de quedarte desnudo ante la Nada.
Lo peor de cumplir años, y yo los cumplo en unos meses, es que cada vez se hace más persistente en ti la idea de que has cruzado ya, y al sprint, las metas volantes más decisivas del tour de tu vida.
Llega un día en el que, sin saber porqué, uno toma conciencia de que lo que hasta ahora había sido escalar el puerto que te llevó a las primeras canas, casi sin sentir y sin la necesidad de culear sobre los pedales, una vez culminado, se vuelve cuesta abajo y ruedas a la velocidad precisa en la que el miedo a sentir miedo te hace dar unos leves toques a los frenos con el disimulo y el sigilo del que nunca ha roto un plato.
La caída por esa cuesta es imparable. El sabor de la llamada del tiempo ya es ineludible. Cuando lo has probado es inevitable que cada mañana te levantes con un regusto último a ausencias irresolubles. Los sabores se aprecian o se desprecian, pero no se llega a comprenderlos jamás. Es el Destino, te dicen, pero piensas que sería una putada –no tiene otro nombre– caerte de la bicicleta vital en este preciso momento cuando ya te has enterado de hacia dónde corres.
Es cuando tomas conciencia de que es el momento de “desambiocionar”, de ser consciente de que muchas cosas que has ambicionado en la vida no han servido para hacerla más viva en ti. Llega el momento de decir que no cuando es que no, y saber no estar dónde y cuándo no vale la pena estar. El día que descubres que estás catalogado como prescindible descubres el valor que tienes para los que no lo eres. Ya me lo decía mi contertulio El Caliche: Si quieres saber quién es alguien, fíjate en cómo te trata cuándo ya no te necesita.
El vivir de cada día nos suscita a cada paso la eterna duda entre optar por la seguridad de un futuro resuelto, o elegir el riesgo y la incertidumbre de no saber si mañana amaneceremos pez, sonrisa o patada en la entrepierna. Woody Allen, en su ya legendaria encíclica en blanco y negro Manhattan, se planteaba el «además» que le pedía a la vida el hombre que había conseguido asegurarse el plato de lentejas diarias. La sociedad competitiva en la que nos derramamos cada mañana al levantamos, nos adiestra cumplidamente en el positivismo del «vale más pájaro en mano que ciento volando«, y una vez enjaulado el pájaro de nuestra seguridad, el «además» que le pedimos a la vida es que no se nos niegue la capacidad de soñar con los cien pájaros que siguen volando. ¡Ojalá veas tus sueños realizados, aunque tengas que apechugar con ellos y sus consecuencias! Es la peor maldición que he oído.
Con el tiempo todo deja de doler o de importar. He visto a lo inolvidable volverse olvido, y a lo imprescindible ser arrinconado como unos zapatos viejos. Pero, convéncete, no hay instantes vacíos. Todos hay que llenarlos de intensidad, seguro de que nada perdura más allá de la hora del desencanto.
¡Uno añora aquellos tiempos en los que sólo había un tonto oficial por pueblo, y era un pan bendito de lo buena persona que era! Ahora más que tontos sin maldad, nos sobran malos con muchas tonterías, que haberlos háylos y en cantidad, y cada vez más, de lo que doy fe como purga de mi alma, y procurando que los paramecios no se enteren para que me dejen naufragar en su playa desprovisto de todas las geometrías imposibles.
Después de que nos hayamos ido sólo quedarán los paramecios que han de devorarnos, dando fe de que nos hemos ido esperanzados de que no se olvidarán de nuestro nombre, santo y seña, por si volvemos y ya no nos recuerdan.