
POR JOSÉ MANUEL TROYANO VIEDMA, CRONISTA OFICIAL DE BEDMAR Y GARCIEZ (JAÉN)

BEDMAR (V).
Relatos:
*“Pan para mí y flores para Ella” (Aparición de la Virgen y el Niño en la era de La Salina del Barranquillo, según la información realizada por D. Nicolás Cobo Martínez, en 1996, según se lo contó su madre, cuya familia vivió durante mucho tiempo en el Cortijo de la Salina y de ahí su mote: “los Salineros”.
“Era por el mes de mayo, había muchas florecillas amarillas y rojas (yemas de huevo, zapatitos del Niño Jesús, amapolas…). Tu abuela Manuela tenía una criada viuda. Ésta tenía un niño muy pequeño, como de tres años. El niño se fue con su hermanita a la Era, a jugar. La madre los vigilaba asomándose a la ventana desde donde se divisaba la era. En uno de aquellos intervalos en que la madre hacía las faenas de la casa, el niño entró llorando al Cortijo, muy asustado, pidiendo a su madre pan y flores, para una Señora y para su Niño, que estaban en la Era de la Salina. La madre tomó un trozo de pan y corriendo se fue para la Era, llevando al niño en brazos. Madre le dijo, la mujer me ha pedido pan para su hijo y flores para ella. La madre miró por el camino y por los olivos y no vio a nadie; tampoco en la Era. La aparición si la hubo, había desaparecido. Aquella misma tarde, la madre salió a dar un paseo con el niño. Al llegar al camino de las Huertas al Pueblo, se paró a hablar con una prima que subía del Río. Estando, contándole lo que le había pasado al niño aquella mañana, éste se agarró fuertemente al mandil de la madre, dando vueltas a su alrededor y gritando muy asustado, como si pretendiera esconderse de alguien.
Aquella noche tu abuela, se subió al Pueblo y se llevó al niño. Para vigilarlo más de cerca lo acostó con ella. Y contaba que toda la noche estuvo muy agitado, con retemblaos y gritos. Amaneció en domingo, y lo arreglo con intención de llevarlo a la Iglesia para santiguarlo con agua bendita y también para contarle al Cura lo que le pasaba al pequeño. Mientras ella se peinaba y se ponía ropa de domingo, dejó al niño jugando en la cocina con un caballo de cartón. Le llamó y cómo no le contestaba miró por todos los rincones de la casa. Convencida de que no estaba dentro ni en las cámaras, ni en el corral, salió a la calle muy agitada y temblorosa. Preguntó a las vecinas si le habían visto. Ninguna le dio razón. Echó a correr calle abajo (calle de la Pililla). Al llegar a la Carretera se encontró con una vecina, la que le dijo que el niño iba por el Camino Viejo. Apretó el paso y otras mujeres, cuando la vieron tan descompuesta, le dijeron que al niño lo habían visto haciendo la Señal de la Cruz, delante de la Cruz que hay entre la calle de Las Parras y el Camino Viejo, y que le habían preguntado ¿a dónde iba? Y él les había respondido que a Misa. Tu abuela lo encontró cerca del Pilar de la Rambla, lo tomó en brazos y lo llevó a la Iglesia. El cura le dijo que se lo llevara y lo siguiera observando…
Después ya no volvió a decir nada, ni a tener sueños agitados, ni a coger flores, ni a llevar el pan, ni a nombrar a la Mujer y a su Hijo. Si alguna vez le preguntaron, siendo ya mayor, decía que nada recordaba, que se lo creía, porque se lo había oído contar muchas veces a su abuela y a su madre, que no dudaba de que fuera verdad, pero que no tenía la menor idea ni el más mínimo recuerdo”.
*El Año del Vestido Azul. (Gaviola de Aznaitín. Otoño de 1997).
“…Así fue como el año en que yo iba a cumplir doce estrené un hermoso vestido azul hecho de una sola pieza, sin combinaciones de otras telas, y moteado todo él por innumerables florecillas blancas de centro amarillo, que en el peto del vestido se desmandaban ligeramente como si no se pudieran mantener derechas encima de unas incipientes turgencias.
Y aquel verano, cuando estrené el vestido azul, cuidadosamente almidonado y arbolado sobre el viejo can-can de otros años, me sentí tan guapa que casi se me saltaron las lágrimas.
Al empezar las vacaciones, como cada verano, vinieron mis primas de Madrid a veranear a la Casona de los abuelos. Ellas eran ricas, porque su madre, hermana de la nuestra, había hecho caso a las buenas razones de mi abuela y se había casado con un ingeniero. Pero aunque nuestras madres se llevaban a matar, y aunque mi tía Adelita no se recataba en demostrar sus desaires hacia mi padre por su humor campechano y ruidoso, pero, sobre todo, por ser “un donnadie” como ella decía, las primas nos llevábamos de maravilla. Con la que mejor me llevaba y con la que compartía en los veranos alcoba y cama era con mi prima Carlota, que era un poco mayor que yo, y que se quedó como alelada la tarde que estrené el vestido azul y me dijo que parecía comprado en Madrid.
Como cada verano en cuanto nos juntamos nos pusimos a organizar nuestras vacaciones atropelladamente, aunque la abuela, como solía hacer, ya nos las tenía planificadas con todo detalle: por la mañana desayuno de huevos fritos y tostadas con ajo, sal y aceite, (¡que lujo!), en la mesa de piedra del jardín; luego estudio hasta las doce, media hora en la cocina para aprender a hacernos mujeres y, enseguida, los baños hasta la hora de comer, en aquella alberca de aguas limpísimas llenas de ovas, de ranas y de cabezones. Los pequeños y rígidos rituales de la comida nos servían para espiar los remilgos de mi tía Adelita frente a las intencionadas provocaciones de mi padre, quebrantando exageradamente las normas de las buenas maneras que trataban de imponernos. Y, sobre todo, nos servían para reírnos por lo “bajini” de las guerras de los mayores.
Por la tarde siesta. Luego, las niñas una hora con la modista para aprender “lo nuestro”, y… ¡tiempo libre hasta las nueve de la noche!
Me di cuenta enseguida de que, aquel año, mi prima Carlota estaba cambiada, como si estuviera aprendiendo a ser mayor y quisiera enseñarme a mí unas desenvolturas que ella no acababa de saberse del todo. Lo noté, antes que nada, porque puso mala cara cuando le pregunté si íbamos a ir por las tardes al Tejar. Allí era donde pasábamos las horas otros años, enfundadas en rústicos calzones de gabardina vieja, haciendo cacharricos con las pellas de barro que el Tejero nos daba cada día. A mi prima Carlota ya no le divertía lo de hacer cacharricos de barro. A mí sí que me pedía el cuerpo enfangarme en aquella greda suave y amarillenta que guardaba, de un día para otro, en el hueco del grifo de la manguera del jardín, envuelto en un pedazo de tela de saco remojado para que no se me resecara; pero, por otra parte, también me entraba un gusanillo de ilusión cuando pensaba en poder lucir mi vestido azul pavoneándome entre los muchachos del pueblo que venían a pasear por la carretera que rodeaba la Casona de los Abuelos, como pimpollos, con sus pantalones largos blancos y sus polos azules. Y sólo con pensar en mancharme con el barro mi vestido azul me dejaba sin alientos.
Aquel verano, mi prima Carlota había traído de Madrid un hermoso cazamariposas de color verde con mango de madera oscura y pulida, y cuando me lo enseñó me dijo en secreto que, con la disculpa de cazar mariposas, podíamos subir hasta la carretera y meternos entre “los chicos” como sin querer. Pero yo me sentía como las tontas corriendo detrás de ella sin nada en las manos. Mi madre se dio cuenta enseguida de por qué estaba tan mohína. Y a ella le entró un despecho cuando mi tía Adelita le dijo, como quejosa, algo de que sus propias hijas tenían que verse afrentadas por su mala cabeza…
En el Bazar del Pueblo no vendían cazamariposas. Ni me lo hubieran comprado, aunque lo hubieran vendido, -que los dineros, en mi casa, aunque no se dijera, se necesitaban para otras cosas cada día-. Tampoco mi abuela estaba por la labor de perder la ocasión de hacer que mi madre pagara su descarrío, aunque fuera a costa de la penitencia de sus propias nietas. Pero mi madre, a quien le crecían los recursos ante la desazón y siempre tenía un remedio para tapar todas las carencias que su calamitoso matrimonio le había traído, enseguida buscó la forma de que yo tuviera un cazamariposas: con un alambre y un retal de tarlatana que encontró en alguno de los canastos del cuarto de costura, y con la maña que nace de la necesidad callada, ella misma me lo hizo, retorciendo el alambre del final del aro sobre una vareta de adelfa cuidadosamente descascarillada que le puso por mango, y cuya ramplonería no pudo aminorar la alegría que me produjo tenerlo.
Así fue como mi prima Carlota, de trece años, y yo que iba a cumplir doce, acicaladas cada tarde con nuestros vestidos nuevos, empezamos a subir a la carretera con la disculpa de que íbamos a cazar mariposas. Y así fue cómo, entre carreras y persecuciones a los pobres y delicados insectos, empezamos a aprender grititos muy distintos a los de veranos anteriores, y a mirar de lejos a los muchachos del Pueblo, -“los chicos” como decía mi prima Carlota-, y luego a acercarnos a ellos corriendo, como si fuéramos persiguiendo a nuestras dulces víctimas que nos teñían los dedos de un efímero polvillo de plata y nos ayudaron a aprender cosas que a duras penas intuíamos.
Así fue como mi prima y yo empezamos primero a mirarnos disimuladamente con dos de ellos, desde lejos, y luego a hablarnos con aquellos muchachos de los que ya no recuerdo ni el nombre, pero que me hicieron sentir unas cosas por dentro que nunca anteshabía sentido, como si me azorara y me muriera de alegría y de miedo. Luego, por la noche, mi prima Carlota y yo hablábamos de ellos atropelladamente, y ella, aunque yo no lo entendía bien, me contaba por qué se escondía con su chico debajo del puente de la carretera donde nadie podía verlos; y nos entraban ganas de no sabíamos bien qué cosas.
Algunas noches, ciegas por desasosiegos rarísimos, después de cuchichear por debajo de las sábanas, nos abrazábamos una a otra… y llorábamos a borbotones hasta quedarnos dormidas sin saber muy bien qué nos estaba pasando. Creo que aquellas fueron las primeras intuiciones y devaneos que tuve sobre el amor.
Lo más importante de aquel verano es que, de pronto, con mi vestido azul lleno de margaritillas de piconela con bodoques amarillos, me empecé a sentir la más guapa del mundo delante del muchacho del que no recuerdo ya su nombre, y a desear serlo siempre… siempre… siempre… para él. Y que él, que me miraba con desaliento desde unos ojos escondidos en su cabeza agachada, me esperara siempre… siempre…, ¡siempre!, hasta que fuéramos grandes y pudiéramos hablarnos sin que nadie se nos pusiera por enmedio. Y que no nos diera miedo oírle decir a los que pasaban:
– ¡Míralos! Esos dos se están queriendo. ¡Tan jovencicos…! Ni que ella fuera a salirle a la madre. ¡Mira que poner sus ojos por debajo de su cuna! ¡Si es que los del Cortijo del Aire cada vez van degenerando más, que mira cómo están desmejorando su sangre! ¡No aprenderán…!
Muchas noches, durante aquel verano, mi prima Carlota intentó explicarme lo que pasaba debajo del puente. Pero a ella le faltaban palabras y a mí me faltaba entendimiento para ponerle palabras a lo que nos estaba pasando. Y cuando las palabras nos faltaban nos apretábamos una contra otra por debajo de las sábanas y acechábamos, espantadas, el lenguaje de nuestros cuerpos, mientras yo, deseando sosegar mis propios terrores, intentaba inútilmente olvidarme de lo que me habían enseñado en la catequesis y que aquel verano empezó a convertirse en una obsesión que me atosigaba con amenazas terribles e inconcretas.
Una tarde, cuando ya se acababa el verano, mientras correteábamos detrás de una mariposa amarilla con manchas negras en las alas, empezaron a caer unos gruesos goterones de lluvia que levantaban a su alrededor círculos de polvo al chocar con el suelo reseco. Vi que mi prima y su “chico” corrían a refugiarse debajo del puente. Yo quise seguirlos, pero mi amigo me tomó de la mano y, suavemente, como sin querer, me arrastró hasta la Cueva del Gato que estaba en el cerrete de por encima de la carretera. Cuando nos refugiamos en la penumbra de aquella recacha el aire olía a electricidad y a desasosiegos. Nos sentamos en el suelo y permanecimos en silencio; yo sin querer pensar en nada, y él, con aquella mirada gacha y obstinada de siempre, fija en el peto de mi vestido. De repente me preguntó:
– ¿Cuántas hay…?
Yo no sabía a qué se refería, pero sus ojos, fijos sobre mi pecho, me azoraban hasta el límite de las lágrimas. A él también le brillaban los ojos. Entonces levantó su mano, extendió un dedo y lo dirigió lentamente hacia una de las margaritillas de piconela del peto de mi vestido azul y con una voz muy bajita y muy ronca empezó a contar:
– Una…, dos…, tres…
Así fue contando margaritas hasta la octava. Luego, siempre muy bajito, siguió señalando las florecillas mientras murmuraba como para sus adentros:
– Me quiere…, no me quiere…; me quiere…, no me quiere…
Aunque casi no me tocaba, con cada roce de su dedo yo sentía en la espalda como un calambrazo… como si me estuvieran atravesando con un alfiler. Era a la vez sugestivo y doloroso. Y en esos momentos se me vino a la cabeza lo que hacíamos mi prima Carlota y yo con las mariposas que cazábamos cuando las pinchábamos vivas sobre el fondo de las cajas de cartón después de emborracharlas metiéndoles la cabecilla en alcohol.
No sé cuánto tiempo pasamos allí. Sé que se me cortaba la respiración, que se me iban amontonando cosas por dentro. Hasta que no pude contener dos lágrimas gordas y calientes como los goterones de lluvia que nos habían empujado hasta la Cueva del Gato. Tenía que decir algo o me moriría allí mismo.
-Mañana nos vamos-, le dije en un susurro.
Él se quedó parado con el dedo en el aire y dejó de contar margaritas el tiempo justo para pasarse el dorso de la mano por sus ojos gachos y para tragarse una súbita ronquera entristecida. Luego reanudó porfiando con obstinación:
-Me quiere…, no me quiere…, me quiere…, no me quiere… Y, sin saber cómo, nos abrazamos durante unos segundos apresuradamente, con una torpeza infinita.
A la mañana siguiente mi prima Carlota se fue a Madrid con sus padres en el coche negro y reluciente de mi Tío. Cuando nos abrazamos para despedirnos tuve la sensación de que me despedía para siempre de una parte esencial de mi vida. Nosotros, mis padres, mis hermanas y yo, tomamos la camioneta de viajeros que iba a la estación del tren para regresar a nuestra casa.
Al pasar por debajo del motecillo de la Cueva del Gato lo vi allí, subido sobre un risco, agitando los brazos de una manera que me recordó el triste aleteo de nuestras mariposas agonizantes pinchadas sobre el fondo de las cajas de cartón. Creo que aquella tarde comprendí todo el dolor del cuerpo traspasado de las mariposas y su agonía solitaria.
Lo último que pude divisar antes de que la Camioneta tomase la curva de la Loma, y lo último que recuerdo de aquel muchacho, fue verlo subido sobre un risco, recortado contra el cielo anaranjado del atardecer como una silueta negra, cerrando sus brazos sobre sí mismo como si quisiera dibujar en el espacio el recuerdo de nuestro efímero abrazo de la tarde anterior.
Yo iba llorando. Estoy segura de que también él se quedó con los ojos requemados por las lágrimas. Y, en medio de aquella pena lacerante, me alegré de que no pudiera verme porque, para el viaje, me habían puestos los viejos y horribles calzones de los otros años para que no me manchara mi único vestido de aquel verano con la carbonilla del tren.
Eso fue cuando iba a cumplir doce años y dejé de ponerme por las tardes los calzones de gabardina vieja con los que antes iba al Tejar a hacer cacharricos de barro.
Fue el año del vestido azul”.
*La Animadora.(Gaviola de Aznaitín. 28/II/2004).
“Si supieras lo que me sucedió en la Verbena, cuando yo tenía diez años, no me importunarías con que baile la “España Cañí”.
Y no me vengas con eso de que una novia tiene que saberlo to’ de su novio porque las cosas no son así. Que eso es como si quisieras emparejar lo que le pertenece a un hombre y lo que le pertenece a una mujer. Cada uno en su sitio, como dice Padre. Pero pa’ que veas que soy legal, y ya que me porfías, te lo refiero.
Fue en la Feria de hace ocho años. Mientras cenábamos, mi madre se limpiaba los ojos con el revés de la mano y sorbeteaba llorosa; y mi padre consumía la sopa con malas, sin dirigirnos la vista. De pronto mi madre se vino p’a mí y me dijo, enrabieta’, como provocando:
-“Niño: no vayas a ir a la verbena de madrugá’, que no está bien visto; que allí, a esas horas, no van más que los pendones y los borrachos del pueblo; y se pnen to’s debajo del tabla’o, y empiezan a chillarle a la animadora ¡aire, aire!; y to’ pa’ que ella se regüerva y les enseñe los murlos y las bragas a los muy marranos”.
No había termina’o de hablar cuando mi padre se retiró de la mesa emborrica’o, arrastrando la silla, que se calló pa’trás, tiró la cuchara al suelo con munchísima rabia y, sin hacer siquiera amago de tentarle la cara a mi madre como otras veces, se fue de la casa dando un portazo, pero sin abrir la boca ni pa’ ofender. Mi madre salió corriendo hacia su alcoba tapándose la boca con el filo del mandil, dando gemí’os. Yo la oí lloriquear hasta bien entrá’ la madrugá’. Entonces, como era la Feria, y había muncha bulla por las calles, yo salí a ver qué se veía. Cuando llegué a la Verbena, como era chico, me colé sin pagar, porque yo quería verle las bragas a la Animadora. Me metí entre las perneras de los hombres hasta que llegué a la delantera. Y pa’ que no se dijera, yo empecé a chillar como ellos: -¡Aire; aire…!
Y la Animadora daba regüeltas, y se le subían las fardas hasta las ancas; y yo le vide las bragas que -te lo juro por mis muertos- eran de tela brillante y de color granate; y eso de seguro que son cosas de mujeres malas.
Y los mozicos decían: -¡Un fandanguillo, un fandanguillo!
Y yo gritaba poniendo voz de hombre: -¡Un fandanguillo; un fandanguillo!
Y ellos bufaban: ¡arsa, pilili!
Y yo gritaba: ¡arsapilili!
Así estuvieron tocando piezas, y nosotros chillándole a la Animadora tó’ lo que se nos venía a la boca; hasta que pidieron un pasodoble. Y empezaron a tocar la “España Cañí”. Y entonces, de gorpe, apareció mi padre y yo me acaché un poquillo y no me guipó. Él dio un brinco, se subió al escenario, agarró a la Animadora por el talle, tal que, si le fuera a provocar una quebrancía, empezó a atosigarla con los morros por el pescuezo, le metió la mano entre las tetas, y le dejó asomando un billete de a peseta por encima de las picunelas. Y la orquesta arremetió con más fuerza con la “España Cañí” y mi padre y la Animadora se pusieron a bailar muy pegaos, mientras los mocicos chillaban picardías y le llamaban rumboso a mi padre.
Cuando acabo la pieza los mocicos dijeron, aunque esté malamente repetirlo: ¡Tiéntale el chichi!
Yo entonces era muy chico y muy ignorante. Así que pa’ congraciarme con mi padre, le voceé también: -¡Páaapa: tiéntale el chichi! . Y lo dije creyendo que el chichi era un caracol de pelo muy bien hecho que llevaba la Animadora pega’o en la frente. Mira lo que son las cosas, que tenías que ser tú quien me sacara de la ignorancia enseñándome otros caracoles más escondi’ospa’ saber dónde está el chichi… Pero no vayas a sofocarte, que yo sé que eres como hay que ser. ¡Que pa’ eso eres mi novia y to’ lo tuyo me pertenece, por muy recóndito que sea…!
Pues como te iba diciendo: que mi padre se quedó muy quieto, mirándome malamente. Y todos los demás se tronchaban de risa, y de las carcajá’s, se les doblaban el espinazo; hasta que mi padre saltó al suelo, me dio un sostrazo que me bufó el carrillo, y me sacó de la Verbena agarra’o por la oreja, retorciéndomela a los compases de la “España Cañí” , que la orquesta atacaba nuevamente.
Mientras salíamos de la Verbena, la Animadora le puso letra a la música, mientras se agarraba las tetas con las dos manos, y chilló como cantando: -Cuando tú quieras… la-ra-lá…la-ra-la-la-la… tuyas son, la-ra-laaaá.
Y mi padre se paró en seco, s’arrodeó hacia ella y le soltó con vozarrón regocija’o: -¡Vivan las hembras aventajá’s de pensamiento y complacientes de por sí!.
Ya me lo dirás aluego en la Fonda. –Y la voz le salía como con ronquera-.
Luego me apretujó el retorcijón en la oreja, que se le había afloja’o con la palabrería, y salimos zumbando del baile.
Cuando entramos en mi casa, mi Madre, que estaba como acechándonos en la cancela con malísima cara, se encabritó cuando mi padre le dijo que a ver si aprendía a ser una buena madre y se molestaba en atarme corto p’a que no acabara siendo un perdí’o como ella. Entonces yo me distraje de sus rencillas, porque empezaron a oírse los pitos de la Banda Municipal que, con las claras del día, venía tocando la Diana Floreá calle abajo. Y, mira tú lo que son las cosas, que lo que tocaban era la “España Cañí”, a cuyo compás, mi Madre pagó conmigo su rabia, y me soltó otro sostrazo cuando fui a entrar por la puerta, mientras clamaba que era tan pendón como Padre. Pero eso lo decía dirigiéndose a él, como si yo no contara. Hasta que Padre, cansa’o de los resabios de Madre, acabó como siempre, tentándole la cara y las costillas antes de irse otra vez por donde había veni’o.
El último día de la Feria, mientras mi Padre estaba en los toros, mi Madre se puso a hurgarle en los bolsillos de la pelliza y, ¿qué dirás tu que encontró? Pues las mismísimas bragas brillantes de color granate que yo le había visto a la Animadora la noche de la Verbena. Y claro, cuando llegó mi Padre de los toros, aquello fue el acabose. Yo subí el arradiopa’ no tener que escuchar cómo se tupían. Pero Padre le metió una patá’ al arradio que se cayó al suelo echando chispas, y se le descuajaringaron las lámparas pa’ los restos. Entonces me salí al llano de la casa a escuchar la Banda Municipal, que gorvía de los toros tocando lo único que parece que saben tocar: la “España Cañí”. Con la música pensé que no que se oiría la brega dende la calle, pero yo sí que la oía y sabía que estaban calentándose los lomos, así que, aunque hice por aguantarme, se me saltaron las lágrimas, porque yo ento’avía era un chiquillo y me apocaba tanta pelea. ¡Total por unas bragas de color granate!
La culpa era de Madre por churretear en los bolsillos de Padre. Que es que te lo digo yo: que el que escucha su mal oye, y el que busca en cesto ajeno su perdición halla.
Al rato me metí pa’ adentro. Ellos seguían a lo suyo y yo estaba ensordeci’o con las voces de la casa y la música de afuera; pero, entre pití’o y pití’o de la “España Cañí”, le escuché a Madre: -Mañana mismico voy a hablar con el Cura y me deseparo de ti por perdi’o. Que una cosa es que te vayas con malas mujeres, que eso tiene un pasar, y otra que te metas en los bolsillos bragas de ese color tan indecente y con ese brillo. Que eso más que hombría es vicio. ¡Dónde se ha visto una cosa así, Dios miiiío!
Como Madre siempre ha si’o una mujer de palabra, a la mañana siguiente se fue a hablar con el Cura, y se desepararonpa’ siempre, sin nesecidad de llamar a Aboga’os de esos que se gastan ahora, que te sacan los tuétanos antes de que te salgan los papeles de legalizarte la soltería.Y aquí me tienes a mí, haciendo de hombre de la casa, tapando dos bocas con mi jornalillo, y cuidando de la honra y del avío de una casa donde, con tanta gresca, no quedó sano ni el arradiopa’ poder escuchar el Parte.
Por eso, cada vez que siento tocar la pieza de la “España Cañí” se me regüerve el cuerpo y se me ponen las orejas más encendi’as que las bragas de la Animadora. Así que no me porfíes, porque yo no pienso en bailar jamás de los jamases ese pasodoble ni aunque me dejes tentarte el chichi mientras bailamos.
Y, pa’ que lo sepas: moderneces las que quieras; que no se diga que soy un atrasa’o; que ya ves que hasta te traigo a la Verbena en lugar de venirme yo solico como hacen los antiguos. Pero, no vayas a equivocarte conmigo: que no se te pase nunca por la cabeza comprarte unas bragas de color granate, porque eso no te lo voy a consentir ni ahora ni cuando estemos casa’os; porque te inflo los morros de tanto que te quiero.
¡Que ni muerto quiero verte unas bragas de tela brillante y de color granate!
Tú hazme caso, bonica: que ésa dice que es tela de braga de coristas, y las coristas tienen que ser mujeres malas como la Animadora. No como tú que, por lo que yo te tengo visto, naide puede mentarte sin consideración y siempre has demostra’o ser decente y guardarme la honra”.
Una pregunta sin respuesta. (Relato Corto).Gaviola del Aznaitín, 27(VII/2004.
“La fiesta grande de Bedmar es el día 25 de Septiembre, cuando su Patrona, la Virgen de Cuadros, es traída a hombros de mujeres desde su Santuario hasta el Pueblo donde pasa algunos días. “La entrá de la Virgen” es una ceremonia perfectamente organizada. Desde que la Virgen corona la Cuesta de la Fuensucia y se acerca al paraje del “Almendro Gordo” empiezan a oírse los cohetes con los que se alerta a los Hermanos de San José de que se acerca la Señora. En el Almendro Gordo, -a medio km. del Pueblo- es recibida por los miembros de su Hermandad vestidos de oscuro con sus mejores galas para conducirla hasta la entrada, La Pililla (58) , (abrevadero a la misma entrada del pueblo), donde se arremolina un gentío esperando “el encuentro” de la Virgen con “su santo esposo el Señor San José”. Entonces se encienden los fanales, arrecian los cohetes, se coloca a los niños y niñas vestidos de primera comunión (59)delante de las andas de la Virgen y se emprende el camino. En la Pililla ya espera San José, con su varita de nardo y su niño en los brazos, para hacerle el recibimiento a su Excelsa Esposa.
Fue en un día 25 de Septiembre cuando el Gañán del Cortijo, al que mi Abuela había arrastrado hasta la procesión bien que, a regañadientes, dado su natural descreído y sus ventoleras libertarias, le hizo aquella pregunta sin respuesta.
Estaba mi Abuela materna dudosa entre el regocijo de verle al hombre los ojillos fijos en el encuentro de ambas imágenes y la desazón de que aquel ignorante -en quien tanto tiempo había gastado en adoctrinar- no soltase alguna de sus patochadas. Y rezaba la pobre pidiendo a la Santísima Virgen el milagro de la conversión del pecador y la apertura de sus entendederas hacia la fe de los creyentes, dirigiendo con disimulo sus ojos hacia las reacciones de su rústico alumno al que había enseñado Catecismo hasta el cansancio.
De pronto el Gañán apretó más los ojos agrandando la profundidad de sus arrugas, señaló a San José, cuya imagen ya se inclinaba peligrosamente hacia el suelo sobre los hombros de los porteadores, en señal de saludo a la Virgen y, como si en ello le fuera la vida, interrogó a mi Abuela con su vozarrón resabiado:
-Señora: ¿ve usted como ven mis ojos que el San José lleva a un chaval sobre el hombro?
-Pues claro que lo veo. Bien sabes que es el Niño Jesús, su hijo, como te tengo enseñado.
– ¡Ah!, Bueno está… pero, Señora: ya ve usted que la Virgen trae otro chiquillo en los brazos… y si usted me tiene enseñado que la Virgen y San José solo tuvieron un chaval, ¿dónde van estos con el cante de dos retoños luciéndolos en medio de tantísimo personal? O usted o ellos me están desfigurando lo que no es; y no es cosa de dudar de los Santos y de lo que ven mis ojos…
Mi Abuela no supo qué contestarle. Él sí supo qué añadir antes de darse el piro hacia la Taberna del Cuco: “Está bien que el Cura nos confunda; que para eso es cura y es su obligación. Pero que usted, Señora, a quien vengo sirviendo dende que nació, y de tan buen grado, me quiera chasquear y meterme en esas engañifas, me pienso yo que no está bien visto”.
Aquella noche mi Abuela nos regaló a mis hermanas y a mí el Catecismo Ripalda que tan malamente le había servido”.
*La búsqueda del último pinete, por Dª. María del Socorro Mármol Bris (Bedmar, 2018).
“Aquella mañana el alcalde había ordenado cambiar de sitio los pedazos de paisaje con los que estaba hecho el Pueblo; y luego mandó ir colocando pedazos de otros paisajes forasteros entre los pocos retales que aún quedaban de los nuestros.
Quizá fuera por eso por lo que la Antonia, hecha como estaba ya a recordar lo que andurreó en el pasado más que a ver por donde andaba, se perdió irremediablemente, sin que nadie pudiera dar razón cierta de su paradero cuando la echaron en falta.
No es que la Antonia, a primera vista, fuera ni más ni menos que cualquier vecino. Pero, por alguna sinrazón, y después de tantísimo remiendo de trasiego de criaturas, todos se barruntaban que, junto con el Roque, la Antonia era lo poco que iba quedando de la memoria de lo que fue el Pueblo muchos años atrás; y, por si un por si acaso, cuando echaron en falta a la Antonia, pensaron que no debieran dejar que se perdiera sin hacer algo, si es que aún estaban a tiempo de hacer sin deshacer pasados sin historias que contar para los más nuevos.
Cuando comenzó la búsqueda, algunos dijeron que, con las claras del día, la habían visto bajar como otras veces por la Rambla, y que iba como si no acabara de saber bien por donde iba mientras rezongaba: “¿Pero se puede saber qué calle es ésta? ¡Ni que no me conociera el camino con los años que tengo ya!” -cuentan todavía que algunos le escucharon decir algunas cosas más, mientras tentaba los nuevos árboles con los que se probó a remediar el desastre de la tala de los viejos plátanos orientales, que llevaban dándole sombra a la vida agostada de los lugareños desde que había memoria por sus calles.
Es muy posible que la Antonia se pasara toda la mañana subiendo y bajando por la Rambla, porque de ella dieron razón confusa muchos de los que todavía tenían por costumbre hacer aquel camino a pie a muy distintas horas. El primero fue el Roque, quien, aun sabiendo como sabía que el efluvio de las vacas de la Camila había desaparecido hacía ya muchos lustros del esquinazo de la Calle Alta de San Marcos, gustaba él de comenzar el día alargándose hasta aquel recodo donde Carmen, en otros tiempos, ordeñaba a su Lucera cada tarde, después de traerla Rambla abajo, con las ubres a reventar, la barriga llena de yerba y rastrojo y los ojos adormilados dispuestos al sosiego. El Roque, al igual que Carmen la Camila, había sido pastor antes de irse a Navarra, y aún después de volver al Pueblo y de ser viejo. Por entonces, antes de lo de la emigración, se permitía acercarse cada madrugada, antes de que Carmen sacase a su Lucera, para recomendarle lo que siempre le recomendaba: que procurase que la vaca comiera algo más que hierba corta y fresca para esquivar que las flatulencias acabaran por no encontrar el boquete por donde salir, e hincharan al pobre animal hasta tener que hincarle un pedazo de caña entre dos costillas para aliviarle las bufas antes de que reventara.
Además, a esa hora, la Antonia, que había comenzado a mocear sin desdenes, tenía por costumbre ir a comprar la leche; y no había mejor sitio desde donde mirarla pasar que el llano de la Camila, sin que nadie tuviera que decir nada, ni ellos tener nada que decirse si no era con los ojos.
Lo que pasa es que, ahora, en siendo ya viejos, nada les impedía hablarse, aunque ya no pudieran distinguir las cosas de las que conversar y aunque tuvieran desde tanto tiempo atrás algunas deudas de arrimo pendientes.
-A ver si te extravías, que esto ya no es lo que era -aventuró el Roque esa mañana dirigiéndose a la Antonia, al verla tan desnortá’ como nunca la había visto.
-¿Que a ver si me extravío? ¿Más…? ¡Sabrás tú por donde te andas a estas alturas cuando no lo supiste ennortar entonces, cuando teníamos tiempo para vivirnos, so carcamal sin memoria!
Al Roque le dolieron aquellas palabras como un presagio, y echó calle adelante, sin arrodearse a mirar hacia dónde enfilaba sus pasos la Antonia.
A eso de media mañana fue el hornero quien mentó los íres y venires sin norte de la Antonia, desde la Rambla hasta el Mercado de Abastos, donde, finalmente, dijo que la había visto como si bullera con alguien invisible, y tal pareciera que iba buscando, en mitad de la desolación de los escombros, aquellos puestos de cemento entre los que ella, una vez al año hasta que todo acabó, había moceado tantas veces, bailando en la verbena, con su cancán almidonado, sus mangas en sisa y la calentura de sus dieciocho años demandándole ajuntamientos casuales a ritmo de pasodoble, de los que luego tanto rezongaba el cura en el sermón de la misa mayor, en la que los manguitos sobre los brazos pecadores procuraban malamente una redención del desnudo baile nocturno.
Cuando el Municipal entró en el corralón de lo que había sido tiempo atrás el Mercado de Abastos, y mucho antes verbena anual a falta de mejor ubicación, refirió que la Antonia tenía los ojos como enlutados y los labios como echándoles responsos a los tiempos muertos.
-Ya verás, Antonia, lo bonica que va a quedar La Plaza cuando se acaben las obras -trató el Municipal de sosegarle el desconsuelo a la vieja, sin darse cuenta de que los viejos no necesitan palabras, sino paisajes reconocibles, para anclarse un poco más a la vida, y poder olvidarse de que ya no les va quedando sitio propio de referencia.
Al caer de la tarde, pasó por delante de la cafetería Aroma de Mágina, y CrisPin, el niño pintor, le chistó para recordarle que tenía un dibujo nuevo que enseñarle; pero la Antonia parecía que llevaba prisa y siguió su camino. Una chispa más adelante, muchos de los que estaban ligando en las terrazas del Mesón y del Paraíso de Mágina, envueltos en las moderneces que salían de los altavoces echándole un pulso al silencio, la vieron pasar, arrastrando los pies, y con toda la carga de los viejos recuerdos del Pueblo a cuestas, doblándole el espinazo. ¡A donde iría la Antonia a esas horas, metiéndose en las tinieblas de aquel Parque sin música! ¿Es que nadie le había dicho a aquella vieja loca que en el quiosco de La Pililla hacía ya mucho tiempo que no servía “biscúter” de cerveza y platillos de “arvellanas” como los que la Antonia seguía demandando, cerril, como quien busca en la mugre el retrato del primer novio?
¡Si es que los viejos no tienen apaño…!
Lo que es verla de vuelta, nadie la vio aquella noche. Pero la Antonia, como todos los de antes, era muy suya; y, cuando se ponía abulaná’, había que dejarla hacer a su aire si uno no quería llevarse un berrinche con lo que era capaz de echar por su boca cada vez que le entraba la ventolera de que le estaban robando su paisaje de siempre, a escondidas y pedazo a pedazo.
Cuando al día siguiente la echaron de menos, y fueron al Ayuntamiento a ver si el alcalde quería echar un bando para organizar la búsqueda de su memoria viva, lo primero que mentaron fueron “Los Pinetes”, a los que ella tanta inclinación les había tenido. ¿Y si se había caído al civanto, con la poca vista que le quedaba a la vieja, y la mucha querencia de aquellos rústicos poyos en los que, a falta de mejor y más prudente sitio donde sentarse con su mozo, tantas veces puso a orear los ardores de su juventud? Pero el regidor los sosegó recordándoles que él mismo había mandado juntar todos los pinetes, cegando los huecos, y convirtiéndolos en un solo banco corrido y enfoscado, sujeto por un sólido balate de piedra seca entreverada de ripios, de manera que aquel peligro había desaparecido por los siglos de los siglos, asemejando el lugar, tan pintoresco y raro hasta entonces, al de los tendidos de los parques de las mejores ciudades que él conocía.
Además, estaba remediado lo del peligro de los huecos. Y no es que jamás se hubiera dicho que por allí se despeñara nadie desde que había memoria; pero el progreso era el progreso, y la amenaza de las mellas entre pinete y pinete, era algo así como un acecho sin fecha; de manera que, por mucho que los viejos echaran de menos los sin par y singularísimos Pinetes del Pueblo, había llegado el momento de que alguien con ideas originales se ocupara de apañar peligros en potencia y traer nuevos aires que los igualara a los pueblos más modernos.
(Y, de paso, quitarle las telarañas a la memoria añeja. Hasta que, con el tiempo, otros vengan a borrarle la suya. Pero eso no lo saben todavía).
A la Antonia la encontró el Roque. No es que a él, por ser el más viejo, le hubiera encomendado nadie el trayecto menos dificultoso; es que él siempre fue de decidir por cuenta propia; era el que más y mejor conocía a la Antonia, y por eso, mientras las cuadrillas de la búsqueda se esturreaban por la Almendrera, por detrás del Castillo, por el Camino Viejo, por las Protegidas y hasta por las ruinas de la Fuengrande y por el Boquerón que atraviesa el pueblo, arrancando desde el rastrillo de la calle Mayor hasta sabe Dios dónde, el Roque enfiló en solitario la carretera de entonces sin vacilar ni por un momento. Salió del Pueblo por el Mundo Gráfico. No quería pasar por La Pililla para no tener que agarrarse un berrinche con ese árbol señoritingo que le han puesto al pilar en la delantera, impidiéndole al viejo pilón mostrar su brava hermosura de piedra viva sin celajes de falso postín. Fue rodeando por su izquierda el Pelotar, tratando de no recordar la desaparecida Cueva del Gato ni mirar el destartalado corralón que corona y deslustra ahora tan hermoso paraje de entonces.
Cuando pasó por los Pinetes, cerró los ojos para no tener que dolerse de su flamante inexistencia, y, mirando hacia el secarral donde tantos años antes había cabrilleado el frescor de la alberca redonda, le dedicó una emoción especial al recuerdo del “granadillo”, junto al que le había dicho a la Antonia al oído aquellas cosas picantes que tanto le hermoseaban a la moza la cara a fuerza de rubores.
A su derecha, hacia abajo, el viejo tejar del Barranquillo era ahora una urbanización dispareja y recalentada; y el Barranquillo mismo, con su eterno pino “hendido por el rayo”, un desdibujo de lo que fue y una larga tristeza siempre a punto de sucumbir.
Según avanzaba, vio a su izquierda la vieja empedradura que mal dejaba paso a un estrecho sendero, la pronunciada revuelta del antiguo Puente del Barranquillo oculto por la maleza, y salvada ahora su curvatura por un enderezamiento de alquitrán perfectamente trazado, ancho y liso.
Se metió por el desmoronado camino, casi sepultado bajo el imperio de los cardos corredores; separó el enramado de retamas a punto de florecer, evitó respirar el amargo olor de las exuberantes adelfas silvestres para evadirse del dolor de cabeza que le producían aquellas flores malignas, dejó atrás el esqueleto de un primer pinete, amparado a la sombra de un almendro que se caía de viejo, y avanzó con cautela hasta el otro lado de la curva.
Allí estaba ella, sentada en el suelo, las piernas extendidas dejando ver de lejos las desgastadas suelas de sus alpargatas de estameña; con la espalda apoyada en la irregular superficie del último pinete indultado por el olvido de los municipales afanes modernistas. A fin de cuentas, ¡quién se acordaba ya de esa curva abandonada a su suerte después de enderezarla con la carretera nueva!
¡Ella, la de toda la vida, su Antonia, con la cabeza inclinada apenas sobre un hombro, y las manos cruzadas en el regazo sosteniendo una ramilla rediviva de tomillo aceitunero!Como él sabía de antemano, la Antonia no podía estar en otro sitio que allí, en ese último pinete, de los tres que se habían salvado de las inevitables memorias de las moderneces municipales, que tanto peligro decían que remediaban, aunque nunca se hubiera sabido de ninguna desgracia.
Bueno, a decir verdad, una vez la Sebas se cayó saltando pinetes. Pero ni siquiera se desolló las rodillas.
¡Ay, la Antonia, y su propensión a recuperar lo perdido, de enmendar lo irremediable y de cumplir con la palabra empeñada…!
“A fin de cuentas -musitó- ¡qué sabe la juventud de ahora de lo que representan los viejos paisajes para quienes ya no nos queda otra cosa que recordar! ¡Si lo supieran…!”.
Sin pensárselo dos veces, se sentó a su lado sobre un pañuelo que sacó del bolsillo y extendió en el suelo. Apoyó su espalda contra el pinete, le pasó su brazo ajado y quebradizo por los hombros y la atrajo hacia él, sin que aquel cuerpo, ya vacante de alma, ofreciera una última resistencia al abrazo adeudado y siempre pospuesto.
Besarla no iba a besarla. Ya no hacía falta. Pensándolo bien, ellos se habían estado besando toda la vida, aunque solo fuera desde lejos, y de deseo o de intención.
Se besaron con los ojos muchas veces, debajo de los álamos de la Rambla, cuando ella iba con su lechera a casa de la Camila…; hasta que alguien pensó que aquellas frondas centenarias de la Rambla, que tantas cosas ocultas sabían, pudieran traer rincones maleantes y malos pensamientos para las nuevas generaciones.
Y los talaron.
Se besaron con el aliento, mientras enroscaban los brazos enfebrecidos en la verbena de la feria, que cada año se ponía en el ruinoso Mercado de Abastos; hasta que a la verbena le encontraron mejor y más anchuroso acomodo en el corralón que quedó cuando demolieron la insalubre indignidad de la vieja “Casa-cuartel de la Guardia Civil”, y el Mercado ya no servía ni para mercado ni para verbena.
Ni para recordar.
Se besaron con el tiento de los labios bebiendo del mismo gollete de un botellín compartido, un “biscúter” consumido a medias; sentados en la penumbra de las sillas de enea del ausente Quiosco de la Pililla, en aquellas noches de canícula en que, entre el único ruido de los susurros sin tráfico ni altavoces, se escuchaba el rebuzno de algún rucio en celo y el gorgoteo de los dos caños del pilar de La Pililla hablándose entre ellos de sus cosas.
Se besaron a saltos, de pinete en pinete, en la intimidad de aquellos sólidos espacios discontinuos por los que se cayó la Sebas, pensados para el asiento de dos, sin acabar de despeñarse ellos por el civanto del deseo, aunque todo fuera desazón de sangre hirviéndoles dentro del perol de unos cuerpos en sazón dispuestos a lo que fuera en la estrechez de un pinete sin enlucir, mostrándole sus vergüenzas de piedra vista a quienes quisieran verlas.
E hicieron de uno de los Pinetes un banco corrido, como el de los cuarteles, para hacerle la guardia a las noches de verano.
Una noche, justamente la del día antes de irse él a Navarra, a lo de los espárragos, para no volver nunca en condiciones de cumplir lo que se prometieron, el Roque y la Antonia se arriesgaron a ir carretera adelante, algo más lejos que lo que las buenas costumbres ordenaban, y se besaron de verdad y en carne viva sentados en ese último pinete del puente de la curva del Barranquillo, donde ahora perseveraba inmóvil la mujer, y al que ella había ido a buscar su inmortal recuerdo; aquel que a él nunca se le borró de la memoria, ni siquiera cuando, harto de no poder encontrar los dineros precisos para el camino de vuelta, se casó con la otra, mientras recordaba, palabra por palabra, la voz algo ronca de la noche del beso:
-No quisiera yo morirme en otro sitio que no fuera en este pinete. Eso sí: después de otro beso tuyo como el que me acabas de dar.
-¡Así sea!, -había respondido él entonces como si pronunciara un conjuro. ¡Para qué iba a besarla!
Había sido ella la que se había muerto sin consideración, y sin darle ocasión a que le diera el beso que se tenían apalabrado.
Claro que a él aún le quedaba por cumplir con la palabra empeñada. Y él era un hombre de palabra.
Lo mejor sería seguirla a donde quiera que se hubiera ido, antes de que llegaran las cuadrillas de la búsqueda. Los encontraron más tarde. Pero nadie de la cuadrilla mentó la existencia de los últimos pinetes; no fuera a ser que a alguien le diera por…” (60).
NOTAS: 58.La autora habrá querido decir “Peñón de San José”. 59. Debería decir vestidos con trajes de faralaes o de gitana o de sevillana”. 60. En “CasaChina”. En un 29/VI/2018. Dedicado a mi hermana, Conchi Mármol Bris, que me dijo dónde quedaba aún un último pinete en la Carretera de Bedmar a Jódar. Fue publicado en el Boletín de Estudios Bedmarenses. Año IV. Nº 4 (Bedmar, 1/V/2018-31/III/2019). Pp. 421-424.
FUENTE: J.M.T.V.
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