POR CARLOS MORA MESA, CRONISTA OFCIAL DE GUADALMEZ (CIUDAD REAL)
El Municipio de Guadalmez no sólo es el valle y el río que le vertebra, aunque este curso fluvial, con aspiraciones de querer ser un río grande, pueda considerarse el alma y la raíz de todo nuestro devenir histórico y nuestra esencia como pueblo. Guadalmez también es monte, y sobre todo, sierra; una sierra que es camino, a veces, y otras, frontera. Y es que, desde que aquellos primeros colones, que abandonaron la protección de los muros del castillo de Aznaharón, y decidieron instalarse en el llano, a la orilla del río Guadalmez, en aquella gran llanada de las Casas de Miguel Estevan y la laguna, desde aquel mismo momento que surgió la aldea de Guadalmes a principios del siglo XV, se hizo necesario conquistar esta abrupta y misteriosa sierra, para trazar sobre ella el camino que uniría a la aldea con su villa matriz, Chillón.
La sierra dejaba de ser esa frontera infranqueable, que aislaba al valle del Guadalmez por el norte, y se convertía en itinerario para alcanzar las villas de Chillón, por Puerto Mellado, y Almadén, por el Puerto de las Cuevas y Puerto Ancho.
Y sería en ese camino, a los pies de la misma sierra, donde el agua brota clara y cristalina de las entrañas de la tierra, en La Nava, donde se levantó la ermita dedicada al patrón de las Españas, Santiago. Un edificio de piedra de planta poligonal y con cuatro columnas de ladrillo en su interior, rematado por una pequeña espadaña con campana, que custodiaba la imagen labrada en piedra del apóstol, y que al quedar derruida la ermita, fue trasladada a la parroquia de San Sebastián, según nos cuenta en 1840 Luis María Ramírez de las Casas Deza en su «Coreografía Histórico-Estadística de la provincia y obispado de Córdoba». Lo singular de su ubicación, planta y estructura, así como de su advocación, nos obligaría a no descartar que hubiera sido la misma Orden del Temple, dueña de la vecina dehesa de Piedra Santa, la impulsora de este pequeño templo serrano, rodeado de abundantes fuentes y al abrigo de centenarios alcornoques, allá por los últimos años del siglo XIII o los primeros del XIV.
La primera referencia sobre esta ermita de Santiago de la Nava nos la va a proporcionar las Relaciones Topográficas encargadas por el rey Felipe II de 1591, y la devoción que los antiguos guadalmiseños otorgaban al santo Apóstol, queda de manifiesto en un documento de abril de 1619 en que se habla de una procesión anual dedicada al señor Santiago:
«… En las tierras que nuestro Señor tiene en término del dicho Lugar los cuales dijeron que los bienes los poseen en virtud de un titulo y Escritura de censo perpetuo que dijeron de que pagan a Vuestra Excelencia Treinta mil maravedis de tributo cada año… y que algunos años le sobran doce u trece mil maravedis y estos los distribuyen en las necesidades que se producen en comun y en la procesion que se hace del señor Santiago…»[1]
En el archivo parroquial se hallan anotaciones de 1655, donde se menciona que en esa fecha la sábana de Santiago[2], así como la lengua de su campana, están en posesión de la Cofradía del Santísimo Sacramento, y en el año 1690, la misma cofradía vende por cien reales[3], al obrero de la Iglesia de Chillón, la campana de Santiago, por estar la ermita en ruinas. Es decir, que a partir de la segunda mitad del siglo XVII, la ermita de Santiago de la Nava será abandonada, su imagen trasladada a la parroquia, y su devoción irá cayendo en el olvido, aunque no el pago del «voto de Santiago», un diezmo sobre la cosecha que todos los años los vecinos de Guadalmez, abonaban a la Catedral de Santiago.
Esas ruinas han llegado hasta nuestros días, ocultas en el viejo camino abandonado de Puerto Mellado, y halladas recientemente, lo que ha motivado una propuesta para su reconstrucción y recuperación, que aún se encuentra en estudio, pero que de llegar a feliz término, devolvería a los guadalmiseños uno de los rincones más pintorescos de la población.
Será la riqueza y calidad de los manantiales que nos ofrece la sierra, los que llevaron a nuestros ancestros a elegir estas tierras montuosas para la instalación de las primeras huertas, antes de que éstas se trasladasen a mediados del siglo XX al valle, y más concretamente al paraje de Las Viñas. Así pues, durante siglos, las diferentes vegas del río se dedicaron a los cultivos cerealísticos, reservándose Las Viñas para el trabajo de las vides, y las huertas y árboles frutales fueron plantados al abrigo de la sierra y alimentados por sus manantiales.
En un documento de deslinde y amojonamiento de los términos de Capilla, Chillón y Almadén, del año 1781, ya aparecen mencionadas las huertas del Burraco, del Helechar, La Viñuela y del Contador, además de ser zona donde abundaban también las colmenas.[4] Por ello, desde siglos, las frutas, verduras y hortalizas, así como la miel, que abastecían a la aldea de Guadalmez, era en La Nava donde maduraban, a la solana, cobijadas del frío ábrego, y fortalecidas por los rayos del sol.
Pero las entrañas de la sierra de Guadalmez no sólo han sido generosas en agua, también lo han sido en plomo, cinc y plata. Con la industrialización de Europa a lo largo del siglo XIX, en España volvió a resurgir una fiebre por la extracción de sus riquezas minerales que no se conocía desde la época de la dominación romana, y Guadalmez no fue ajeno a ello. Hasta este rincón olvidado entre Andalucía, Extremadura y Castilla La Nueva, llegaron ingenieros y operarios para horadar en su vientre los túneles que les permitieran hacerse con los tesoros que durante siglos estuvieron bajo la custodia de los «morgos». Las minas de Santa Catalina, en los Rehundieros, fueron las primeras, y según nos cuenta Inocente Hervás y Buendía, en 1887 ya existían nueve casas de mineros y una población de 17 habitantes.[5]
En estas minas se construyó un pozo principal de 125 metros y tres auxiliares, uno de ellos excavado junto a una pared rocosa, para el aprovechamiento de un filón de 200 metros de galena y esfalerita, minerales a los que acompañaban la pirita, calcopirita, bournonita, malaquita, piromorfita, siderita, cuarzo y óxidos de hierro.
A comienzos del siglo XX, estas minas de Santa Catalina, conocidas como Las Minas de Romero, van a experimentar un auge en su explotación, surgiendo nuevos pozos a su alrededor, como serán las minas de Bombita, registradas con el nº 6211, Rafaelita (6235), El Bombero (6212) y Solana de los Rehundieros, abandonándose los trabajos en todas ellas a lo largo de los años 30 del citado siglo, cuando la rentabilidad el mineral no compense los gastos de su extracción.
La mina Bombita fue registrada a principios del siglo XX a nombre del ingeniero Severiano Sánchez, aunque en el año 1909 pasó a ser propiedad de la sociedad murciana La Taurina Cartagenera, cuyo principal accionista era Hilarión Aguirre, propietario también de las minas El Bombero y Rafaelita. Para aprovechar el filón de plomo y cinc de la mina Bombita se excavó un pozo vertical de cinco plantas, y en la última, situada a 150 metros se llegó a profundizar hasta los 235 metros, abriéndose dos traviesas que cortaran el filón. Este pozo llegó a proporcionar hasta 4 kilos de plata por cada tonelada métrica. Al igual que en Santa Catalina, los minerales presentes en esta mina eran la esfalerita, galena, pirita, bournonita, piromorfita, calcopirita, siderita, malaquita, cuarzo y óxidos de hierro.
En la mina El Bombero se perforaron dos pozos, a los que se les puso el nombre de Manolo y Justina, pero fueron abandonados los trabajos al poco tiempo, por la escasez del mineral, y en la mina Rafaelita se llegó a construir un pozo de 50 metros, con pequeñas galerías, sin llegar a obtener mineral alguno.
Aunque abandonadas en los años 30, como se ha mencionado con anterioridad, en 1951 se llevaron a cabo trabajos de relavado de escombreras, que llegaron a cuantificar el volumen de escombros sacados de las minas de Santa Catalina en 8.300 metros cúbicos, y los de Bombita en 14.000 metros cúbicos.
En la actualidad, únicamente el núcleo urbano de Guadalmez es el que concentra el cien por cien de la población municipal, pero hasta la emigración de los años 60, parte de esa población estuvo diseminada en casas de campo, y sobre todo, a orillas de la sierra, en huertas y minas, que jugaron con ser pueblo, contando con «cantina», y puesto de la Guardia Civil, así como un pequeño consultorio al que se desplazaba el médico titular de Guadalmez determinados días a la semana. También la sierra fue tierra de «maquis» durante los años 40. Aquí encontraron refugio y sustento varias partidas de milicianos «echados al monte» tras la Guerra Civil, y de aquello aún se cuentan innumerables historias y anécdotas. Guadalmez es su valle y su río, pero también es su sierra, una sierra que atesora una gran riqueza vegetal y faunística, además de espectaculares.
NOTAS:
[1] Archivo General de Andalucía. Sección Comares (Marquesado). Legajo 23. Pieza 29
[2] Archivo Parroquial de Guadalmez. Libro de Cuentas de la Cofradía del Santísimo Sacramento.
[3] Archivo Parroquial de Guadalmez. Libro de Cuentas de la Fábrica de la Iglesia.
[4] Sección Nobleza del Archivo Nacional, OSUNA, C.363,D.62-63
[5] HERVÁS Y BUENDÍA, Inocente:»Diccionario Histórico, Geográfico, Biográfico y Bibliográfico de la provincia de Ciudad Real». 2ª edición. Ciudad Real 1887.
Fuente: http://www.ciudadrealdigital.es/