POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA).
Tiene algo la fotografía que no acaba de convencerme. Especialmente si es antigua, resulta ser fruto de la improvisación, del momento más accidental. Las personas retratadas aparecen en forzada pose de difícil interpretación, más allá de la circunstancia que motivó la instantánea y, a veces, ni eso. Estirados, erguidos ante el trance, esconden todo aquello que, en retrato pausado ante un ojo crítico dotado de pinceles, resultaría difícil de ocultar. Como ocurre con el terso calicó que asoma bajo un delicado sofá Luis XV, es necesario romper la cubierta que todo lo enmascara para poder llegar a la esencia de lo apenas raspado por un objetivo unido a la negra película emulsionada que nada quiere saber de la luz. Que, siendo fuentes primarias para la historia, uno debe esforzarse al máximo en sacar cuanto pueda de aquellas.
Sin ir más lejos, llevo unos días prestando atención a una fotografía de aleatorio origen tomada en el bosque de Riofrío durante una de aquellas jornadas en las que Alfonso XIII trataba los asuntos del reino entre escopetazos, ágapes y ese solaz devenir hacia el desinterés por todo lo que no tuviera la trascendencia que lo llevara a protagonizar la historia. En corrillo ameno y diletante, próximos a una de las vocerías existentes entre encinas reviradas y robles aplastados por la sombra de la sierra de Quintanar, el rey, de espaldas al objetivo, aparece acompañado por los duques de Gor y Arévalo, charlando distendidamente con Basilio Avial a la vez que el conde de Álbiz pega el oído como quien no quiere la cosa. A unos pasos de la retaguardia del monarca se aprecia a Antonio Maura y su blanca barba de infinito filo en pose militar, acostando un tremendo escopetón sobre el hombro derecho. Ajeno por completo al disparo del fotógrafo, Maura atendía en sorprendente concentración a los tejemanejes de Alfonso XIII y Mauricio Álvarez de las Asturias. Y, aún estando de perfil, consigue este humilde Cronista apreciar cierta mueca próxima a la sonrisa en la jeta del entonces dimisionario presidente del consejo de ministros.
En efecto, pocos meses antes, Antonio Maura había cedido en el cargo tras el enésimo conflicto político asociado al ejército, enfermo ya de esa tendencia africanista cada vez más próxima al ejercicio de la política y de la preservación del orden social que a la defensa de los intereses de la sociedad que le daba sentido. Así, tras ceder a Eugenio Montero de los Ríos la presidencia, Maura había pasado a ese segundo plano tan español que permite segar las mieses desde la distancia, viendo cómo los demás se iban agostando al sol de un rey que acababa con todo lo alumbrado.
En el momento de aquella foto, a principios de junio de 1906, Maura descansaba en el Real Sitio junto al rey que le había dimitido. Divertido y asaz amable entre aristocracia monárquica y burguesía madrileña, mientras el gobierno de Montero de los Ríos se había consumido por el ataque controlado de militares a la revista satírica Cu-Cut, cuna del catalanismo de Cambó y Prat de la Riba, el viejo presidente atendía a la felicidad inherente a la despreocupación del privilegiado, esperando a que Segismundo Moret, recién nombrado presidente, se consumiera en el mismo fuego irredento que acabaría por carbonizar aquella monarquía ahíta de privilegio, corrupta hasta las entretelas. Si bien Maura volvería a presidir el consejo de ministros otras cuatro veces marchitando el poco crédito que le quedaba al régimen de la Restauración ante el avance de los corporativismos autoritarios, la irrupción del comunismo soviético y la desgraciada consumación de la llegada del fascismo; es difícil creer, les aseguro, que volviera a disfrutar del privilegio implícito al trasiego entre corzo y venado en el incomparable bosque del palacio de Riofrío.
Y es que, en esto del privilegio, queridos lectores, los liberales patrios han acabado por consumir todo proyecto político que pudiera alumbrar algo de esperanza en su liderazgo. Afincados en la defensa de aquello, en la protección constante de la preeminencia privilegiada, liberales burgueses y conservadores de toda condición han luchado no por adecuar la sociedad a un devenir próspero donde el beneficio común fuera el objetivo esencial. Aterrados por la constitución de una sociedad de clases que clamaba por el derribo de los privilegios, enrocados contra la consunción de cualquiera que fuese el tipo de socialismo, abortaron el cambio por insustancial que pareciera, no fuera a sobrevenir en piedra angular de la quimérica revolución española.
El propio Maura, convencido de lo perentorio de la situación, abogó por la defensa de un cambio institucional que ahogara cualquier ruptura originada en la base de la sociedad. Ejemplo del fracasado reformismo español, Maura, como años más tarde ocurriría con José Canalejas, Eduardo Dato e, incluso, con Manuel Azaña y su krausismo aleccionador, vio en la transformación de la sociedad un enemigo mayor que el contenido en la preservación del privilegio. Ya fuera el de la burguesía domeñadora del derecho al trabajo, de la iglesia católica educadora de súbditos, del político sinvergüenza acucharado al escaño, del nacionalista defensor de pueblerinos y trasnochados fueros; la conservación de una estructura social corrupta y terminal por el sólo hecho de conservar ha sido una máxima política de difícil comprensión para aquellos que, mirando la historia en perspectiva caballera, intentamos escapar de un punto de fuga que todo lo distorsione.
Y es en ese punto de fuga donde todo se concentra y confunde, en el que lo mismo da ser socialista que liberal, defensor de la revolución que partidario de una sociedad jerarquizada y compuesta por privilegios inamovibles, puesto que todo acaba por mezclarse y nada queda establecido; es allí, digo, que entiendo perdida la mirada displicente de Antonio Maura en la vieja fotografía de Riofrío que un día disparara la cámara del conde de Álbiz, quién sabe si seguro de la irrelevancia que todo pensar político acaba por tener en este Santo País.