POR ANTONIO LUIS GALIANO, CRONISTA OFICIAL DE ORIHUELA
Cuántas veces hemos empleado esta frase para conformarnos con algo inevitable, sin tener en cuenta que fue atribuida a Julio César por el historiador romano Gayo Suetonio Tranquilo, cuando aquel cruzaba el río Rubicón. Así, que situándonos en el latín clásico diríamos ‘alea iacta est’, y nos veríamos junto a las legiones romanas. Pero cuando decidimos entrar en suerte, o participar en un sorteo, tras adquirir el número correspondiente, queramos o no, dicha suerte está echada, siendo inevitable tras consumarse la rifa, que seamos agraciado o no. Sinceramente, un servidor no ha sido muy agraciado en cualquier tipo de sorteo, aunque alguna vez he visto el premio muy cerca, y solamente recuerdo de niño, en un baile infantil de disfraces en el Casino Orcelitano, en que fui la mano inocente que sacó el número para la rifa de un balón de fútbol de aquellos que iban cosidos. Entonces, coincidió que al extraer el número al que le correspondía el premio, resultó ser el mío, con lo que se creó la duda de que podía haber hecho alguna trampa. Cosa que no ocurrió. Pero, salvo esta vez, no he vuelto a verme agraciado en otra rifa.
Algo parecido debió de ocurrirle a un buen número de doncellas y mozos labradores en el sorteo de dotes y gratificaciones que llevó a cabo la Real Sociedad de Amigos del País de Valencia, en 1777. Con ello se pretendía «premiar las virtudes cristianas y civiles, y promover la aplicación al honesto trabajo». Se habían convocado ocho dotes de 1.000 reales de vellón cada una, mitad para doncellas y la otra mitad para mozos, los cuales debían reunir los requisitos de ser pobres y tener reconocida «honestidad y modestia, obediencia a sus mayores y aplicación constante al trabajo» en sus respectivas parroquias.
Para poder entrar en sorteo, dicha Real Sociedad se dirigió a los párrocos y justicias de los 560 lugares del Reino de Valencia, a fin de que los primeros de ellos, una vez recabada la información debía de poner en antecedente al alcalde, corregidor o justicia mayor. Tras lo cual propusieron tres nombres de doncellas y otros tres de mozos labradores, de tal forma que aquel que apareciera en primer lugar sería considerado como el «más benemérito».
A partir de ahí, los nombres de los nominados fueron enviados a la Real Sociedad de Amigos del País, reservándose ésta el derecho a incluir a otras personas distintas del pueblo. En el informe que se debía de enviar, se tenía que hacer constar otras circunstancia que incrementase el carácter de «benemérita» de la persona, como sería en el caso de que con su trabajo mantuviera a su padre o a su madre enfermos, o si siendo su progenitor viudo con hijos pequeños, estaba asistido por el que había sido elegido para entrar en el sorteo. Además de las dotes ofrecidas por la Real Sociedad, el arzobispo de Valencia Francisco Fabián y Fuero donó otros ocho premios del mismo importe y el Cabildo Metropolitano, 3.000 reales para el mismo concepto, haciendo lo propio la marquesa viuda de Dosaguas con la cantidad de 1.000 reales. En total se cuantificó para el sorteo un total de veinte dotes. La generosidad del prelado valenciano, fue más allá, pues además donó 6.000 reales para que fueran divididos en 60 gratificaciones de 100 reales, que no serían añadidos si el agraciado había logrado la dote.
El sorteo se verificó el 21 de abril de 1777, invitándose para este acto a todos los miembros de los tribunales y cabildos de Valencia, así como a los prelados de las comunidades religiosas, oficiales militares de las guarniciones, caballeros de la Real Maestranza y miembros de la nobleza. Asistieron cuatrocientas personas, estando dicho acto presidido por el vicedirector de la Real Sociedad, conde de Almenara, por encontrarse indispuesto el conde de Castrillo y Orgaz, titular de la misma.
Antes de llevarse a cabo el sorteo, el presbítero Domingo Morico, director del Real Seminario de Nobles, puso en antecedente de todas las gestiones llevadas a cabo, procediéndose a continuación a introducir las cédulas con los nombres en una urna para llevar a cabo la extracción de los agraciados. La nómina de participantes se confeccionó por obispados, de tal manera que entraron en el sorteo doncellas y mozos de todas las poblaciones de su demarcación. Concretamente de las parroquias de Orihuela entraron las siguientes personas: Ángela Lahorta y Orta (Catedral), Josepha Alemán y Vargas (Santas Justa y Rufina), María Josepha Cremades y Méndez (Santiago), Antonio Cabrera y Espinosa (Santiago), Fernando Mazón y Quesada (Santas Justa y Rufina) y Manuel Rodríguez Penalva (Catedral). De ellos, ninguno logró premio. Sin embargo, de otros pueblos de la Diócesis, como Rafal, Crevillente, Daya, Santa Pola y Alicante, algunos jóvenes lograron gratificaciones de 100 reales otorgados por la Real Sociedad, y Manuel Hernández Sánchez de Bigastro, obtuvo una de las dotes de mil otorgadas por la misma.
Aunque la suerte estaba echada, pocos fueron los que se beneficiaron de la Diócesis de Orihuela, ya que sólo hubo seis agraciados en un principio. Sin embargo, la esplendidez del arzobispo Fabián llegó hasta el punto de que, para que no quedara ninguna población del arzobispado sin premiar, hizo una última donación de cien reales para los que no habían sido premiados, o sea para 525 personas, lo que le supuso un total de 52.500 reales además de los que ya había ofrecido.
Así, aunque la suerte estaba echada, al final, todos contentos y con premio.
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