POR ANTONIO BOTÍAS, CRONISTA OFICIAL DE MURCIA
Sabe que la procesión acaba de salir porque el antiguo reloj de pared, aunque ya la vista no alcance a divisar el minutero, hace rato que anunció las ocho. Fue una campanada triste y solitaria. Pero le bastó para recordar que el primer paso de la tarde había superado la rampa de la iglesia de San Juan de Dios y que Jesús de las Mercedes, a hombros de sus anderos, caminaba otra vez por Murcia.
La televisión anunciaba guerras remotas y tertulias de desamores y lágrimas, que a él le recuerdan a María, esa María Consuelo de Afligidos que hasta cuarenta murcianas levantan hacia un cielo que comienza a oscurecerse mientras cae la tarde. Sobre el nuevo paso, por ser casi de estreno, apenas atesora ninguna vivencia. Pero sabe que camina delante del San Juan que tallara Roque López y que, entre un revuelo de túnicas blancas y rojas, tanta devoción despierta en cada esquina nazarena. La tarde pasa.
El hombre se acerca a la ventana tras vencer el miedo a la nostalgia. Pasan los nazarenos cubiertos con sus encendidos hachones. En otro tiempo no tan lejano, aunque se le antoja remoto como la salud que perdió, él participó en el mismo cortejo. Siempre fue mucho de la Dolorosa, de la Santísima Virgen del Primer Dolor. Del primero y no del último, se atrevió a pensar.
Apartó con una mano temblorosa la cortina y se acercó al cristal porque sabía que la Madre llegaba. Ya hace unos años prometió, cuando faltó su esposa y más tarde aquel hijo que era su orgullo, que jamás volvería a vestir la túnica de la Salud. Luego quiso arrepentirse y las malditas piernas le fallaron.
Un año tras otro, entre heraldos y timbales, la procesión surcó su calle. Aunque él no se atrevía siquiera a escucharlos. Hasta que una tarde, creyendo cercana la muerte, quiso admirar por última vez el cortejo de sus entretelas. Lo hizo en el instante preciso en que Ella caminaba bajo su balcón. Sus miradas se encontraron.
El abuelo rompió a llorar. Como también ayer haría lo mismo al volver a encontrarla tras el cristal. Pero en aquella primera ocasión fue una experiencia más profunda. Los nietos más pequeños se alarmaron de que el viejo nazareno, el hombre severo que tanto les reñía, llorara sin consuelo. Por eso uno de ellos, el más valiente de todos, le preguntó qué le sucedía. Y el anciano, luminosa su mortecina mirada tras recobrar la esperanza, solo atinó a balbucear: «Ha venido a verme».
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