POR EDUARDO JUÁREZ VALERO CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA).
Parece evidente que practicar salto de longitud en la plaza del Matadero no resulta demasiado gratificante. Cubierta de sólidos adoquines desde que Fernando Suárez de Tangil decidiera solar medio pueblo, la plaza del Matadero ha sido recurrente patio de recreo para una plétora de chiquillos. Duros y ásperos como un invierno en la sierra del Guadarrama, los adoquines del Matadero acompañaron nuestro infantil solazar. Allí hemos jugado algo parecido al fútbol o balonmano mezclado con voleibol; correcalles infinitos donde la pochaba siempre el más torpe, antes de que la estulte inclusividad supina rodeara todo lo relativo al aprendizaje; saltos monumentales sobre los costales de compañeros sufridos atrincherados en el juego del pollo… ¿O era el garbanzo?; inmovilizados por el escondite inglés para ver a qué merluzo o merluza se le ocurría mover las manos o los pies. A veces construíamos un ariete con Nacho Cuesta, que calzaba un cuarenta y cinco y perseguíamos a una masa aterrorizada de críos de segundo o tercero, divertidos porque los mayores les prestáramos atención, aunque fuera para semejante pasatiempo cainita. Otras, nos sentábamos a la sombra perpetua de las ramas de un viejo castaño que vivía a medio camino entre el patio del colegio y la plaza de marras, acunando nuestras miradas hacia chicas y chicos que turbaban y confundían sentimientos con amores eternos y pasiones incomprensibles. Apoyados contra la valla, tratábamos de comprender esos juegos con las gomas e, incluso, nos atrevíamos a sumar nuestro salto en la comba para sentir el cristalino rumor de una carcajada divina liberada por aquel ser perfecto y etéreo, gloriosa demostración de lo rotunda que puede llegar a ser la naturaleza cuando uno está enamorado.
Ahora bien, lo que no parece en ningún caso sensato es poner a una caterva de chavales a saltar la mayor distancia posible en una plaza empedrada a base de bien. Con la catástrofe como único fin posible, Don Alberto, maestro que fuera de muchas cosas insensatas, entre ellas la gimnasia, planteó una práctica deportiva en competición sobre aquel pedregal inmisericorde hace ya más de cuarenta y cinco años. La chiquillada, metida entre la competencia y el poco seso, saltó y saltó hasta que uno de aquellos críos desorientados tronzó una de sus piernas en el aterrizaje. Aquel que crujió su tibia sobre el empedrado en tremebundo y grimoso chasquido resultó ser mi hermano mayor, Don Francisco Ángel Juárez Valero. Después del gemido compartido por la audiencia y el silencio repulsivo ante la rotura del hueso que más repugnancia genera en su fractura, el disparatado maestro de ideas peregrinas seguido del griterío pavoroso de una muchedumbre entrada en pánico acabó por trasladar a mi pobre hermano fracturado sobre vayan ustedes a saber qué hasta la casa familiar de la calle José Costa, venerable docente que fuera de este Real Sitio y a quién más de uno debiera rezar cada mañana que abre la puerta de su clase. Recostado sobre la mesa del comedor familiar, mi hermano esperó la llegada del médico, a la vez que hacía oídos sordos a las explicaciones surrealistas que mi padre y madre recibían de los transportistas improvisados. Este que suscribe, pasto del pavor más estomagante y, a pesar de la prohibición materna, asomado al resquicio que la multitud dejaba entre la jamba, la puerta y el pasillo, apenas mirando por el rabillo del ojo la pierna de marras, permaneció firme ante el suceso a modo de testigo ocular, cronista improvisado de un acaso singular en una población ahíta de extravagancias, según pueden comprobar en las muchas crónicas regaladas entre estas páginas desde hace ya casi un decenio.
El caso fue que la barahúnda de quejidos y salmodia, lloros e ignorancia postulada como si se hiciera desde la cátedra más prestigiosa, tornó en silencio desde el mismo momento en que el médico, Don Luis Higuera, puso su mano sobre mi hombro para hacerse paso en la sala principal de aquel sanatorio improvisado. Alto y fino, de mirada clara y voz un tanto metálica, apenas recuerdo mucho de aquel buen hombre, más allá del perenne puro en la comisura de su boca, el pelo blanco aplastado y echado hacia atrás y un pellizco suave en la mejilla con la mano que no sujetaba ese maletín de cuero oscuro y arrugado. Como tantos médicos que aún perviven en nuestra memoria, merecedores de un recuerdo intenso y agradecido, la tranquilizadora voz acalló toda patraña. Abierto el maletín para sacar nada, requirió de ayuda para mover a mi pobre hermano fracturado y, de un modo que no pude apreciar, más allá de los gritos de aquel, colocar lo mejor posible la pierna y su rotura. Dominada la sala por el silencio que acompaña al médico que sana, se hizo un pasillo reverenciado para que el médico pudiera salir en busca de no-sé-qué. Allí, quieto contra el quicio de la puerta acristalada, vi regresar Don Luis Higuera con algo que parecía una teja sacada, he de suponer, del patio que da a la calle del Ciruelo. En un visto y no visto, la pierna quedó entablillada y mi hermano Paco, empaquetado hacia el recién estrenado hospital general de Segovia.
Si bien es cierto que, al llegar a las urgencias hospitalarias, los médicos dudaran si mi padre y la pierna rota de Paco venían de La Granja o del Medievo, el hueso había quedado perfectamente alineado, lo que liberó al campeón de salto de indeseadas operaciones, clavos quirúrgicos y demás apaños de los que nadie quisiera escuchar. Eso sí, pasados los años y visto el rumbo que la política desvergonzada toma en esta sociedad, uno no deja de agradecer la imaginación e inteligencia que debía asistir a los sanadores en el ejercicio de su más que necesaria profesión. Comprometidos con la salud del vecino, con la recuperación del dañado, del enfermo, constituye el personal sanitario el tesoro más importante que, junto con otros tantos servidores públicos, salvan nuestras vidas a diario con un empeño rara vez entendido, comprendido y felicitado.
Por lo que respecta al que suscribe, sólo deseo que, cada vez que atiendan al quejoso lamentar de una comunidad sanitaria empujada a la lucha desigual y vergonzosamente monetizada, recuerden la teja de Don Luis Higuera y la pierna de mi querido hermano, lista para gastar las leguas que se precisen en defensa de lo que nunca debería ser cuestionado.