LA TÍA CARMEN, SU TRAGEDIA
Jun 15 2020

POR OSCAR GONZÁLEZ AZUELA, CRONISTA DE LAGOS DE MORENO, JALISCO (MÉXICO)

Carmen Azuela Rivera, una personalidad arrolladora.
Fotografía de su boda.

La personalidad de mi tía Carmen era arrolladora; recuerdo que de niño me enseñó las claves para poder hacer una reunión espiritista con la que podía sorprender a mis amigos adivinando personajes ya muertos; gran narradora de cuentos, recuerdo cuando le escuché a escondidas uno que platicaba de Jesús, quien caminaba sobre las aguas, diciendo a un incrédulo Pedro que se hundía cerca de él: -¡por las piedritas pendejo!

Tras esa simpatía había una mujer que para ese tiempo ya había sufrido lo indecible; de niño un domingo fui a ver la vida de Giuseppe Verdi con mi mamá y mis tías Paulina y Carmen; ella más que llorar daba de gritos mientras yo percibía el cruce de miradas de sus hermanas que se arrepentían de haberla llevado, y no era para menos. Luego escuché a mi madre repetir una y otra vez que seguramente vio en pantalla pasar prácticamente su vida en la que había sufrido la muerte de su esposo e hijos, quedando sumida en el dolor para el resto de sus días.

Ella fue la consentida del abuelo quien, aun en época de vacas flacas, viendo sus facultades, se esforzó para comprarle un piano. A partir de entonces, por el cuidado de sus articulaciones se le prohibió lavar, planchar, tomar un trapo o una escoba, causando el lógico celo de las hermanas. Gran conversadora, se cuenta de ella siempre estar rodeada de jóvenes a quienes fascinaba con su plática o a los que embabucaba leyéndoles la mano. Pero resulta que las hermanas fueron saliendo mientras ella se iba quedando. Finalmente, casó con un hombre culto por donde se le vea, pero enfermizo y mucho mayor que ella, a quien el abuelo tomó aversión por el daño que haría en la vida de su hija preferida, tal como sucedió.

Carmen y con su esposo Salvador.

En sus memorias que escritas como un consejo de su médico, editadas por mi tío Antonio y reeditadas por mí en 2008, establece: “Hoy, 26 de julio de 1976, comienzo a escribir la historia de mi vida. Lo hago para encontrarme a mí misma y para tener la certeza de que no todo en ella ha sido negativo”.

Las enfermedades de su esposo, Salvador Domínguez Assiayn empezaron con el mismo matrimonio: “Nuestro viaje de bodas estaba planeado para Puebla, Veracruz, Alvarado y Tlacotalpan, pero al llegar a Puebla, Salvador llevaba un dolor tan intenso, que tuvimos que ver a un médico para que le aplicara un sedante. Al llegar al hotel, le hizo el efecto, y yo me quedé sentada en una silla, al lado del lecho. Ésta fue mi noche de bodas. Seguimos hasta Veracruz, después a Alvarado. Allí nos embarcamos por el Papaloapan hasta llegar a Tlacotalpan. El viaje fue maravilloso; a las orillas del río se contemplaba la selva en toda su feracidad, y sobre nosotros volaban garzas blancas y rosadas. Al llegar a Tlacotalpan, tomamos un cuarto con vista al río; no había luz eléctrica y sólo nos alumbraba un aparato de petróleo. Salvador, extenuado por los dolores, salió para que yo no lo viera sufrir”.

Al paso del tiempo y luego de alguna mejoría del tío Salvador Domínguez, decidieron encargar su primer hijo, que nació débil, un mes antes de la fecha programada; escribe Carmen: “Mi hijito se llamaba Tomy. Un día, tenía yo que ensayar con la orquesta el concierto de Grieg; lo cambié, le di su mamila y lo dejé completamente dormido. Cuando regresé a la casa, Esperanza, que así se llamaba la nana, me dijo que el niño no había despertado. Corrí a verlo, y lo encontré muerto. La nana corrió a avisar a mi papá, que vivía a la vuelta de la casa, y cuando llegó, me encontró desmayada en el corredor. Murió un 16 de noviembre. Su pequeña caja se puso sobre mi piano de cola. P.89

En el año en que enviudó aparece Carmen con su padre el médico-novelista; atrás de él la maqueta para el monumento de don Pedro Moreno que conservo.

Pronto agravaría el estado de Salvador, consulto nuevamente sus memorias: “Estando atravesando por ese inmenso dolor, me encontré de pronto con que esperaba otro hijo.

No olvidaré nunca el momento trágico en que, en regresar de consultar al doctor, me dijo que estaba otra vez -Salvador- lleno de agua, pero que ya no era posible otra intervención. Sentí que el piso se me hundía. Veinte días después murió. Para entonces, yo ya tenía una hermosa hijita, llena de vida y alegría”.

Se sobrepuso a la pena, el Director de la Sinfónica Nacional le propuso un concierto en el Palacio de Bellas Artes, escribe: “Uno de los triunfos más grandes que he tenido en mi vida, fue esa mañana; el público, de pie, aplaudía clamorosamente, y yo tuve que salir muchas veces a dar las gracias. Pocos días después, recibí cartas de distinguidos músicos e intelectuales, entre ellas una del rector de la Universidad, con grandes elogios. Dichas cartas, así como tras que recibí en otros conciertos, crónicas, programas y retratos en los periódicos, las quemé hace unos años, con todo lo que fue mi vida de concertista…”.

Dedicatoria de Carmelita Domínguez: Para mi mamá Tanita y mi tío Enrique Azuela un recuerdo cariñoso del día de mi Primera Comunión. Carmen Domínguez Azuela, julio 16 de 1954. Gran aportación de mi primo Ricardo Toral Azuela, gracias!!

A mi prima Carmelita Domínguez, que era la razón completa de su vida, la describe mi tía como: “…una niña completamente feliz y de una salud envidiable. La última película que vi con ella fue la vida de Beethoven. Cómo recuerdo emocionada, que, al salir del cine, me dijo, oprimiéndome las manos: <Mamacita, ¿por qué eres pianista, si los artistas sufren tanto?> Casi no me atrevo a relatar el final de aquel ser extraordinario que fue mi hijita, que sin duda, no estaba hecha para los dolores y las bajezas de la vida.

Esa noche, estábamos viendo televisión… de pronto me dijo que tenía un mareo muy fuerte, que la ayudara a subir la escalera. Apenas tuve tiempo de recostarla en su cama. Con un presentimiento extraño, comprendí que se trataba de algo muy grave… Yo no me separaba del cuerpo de mi hija, que ya no podía hablar. De pronto vi que por todo su cuerpo se extendía una palidez de muerte… Mi prima Carmelita murió en 1958, a los once años, casi no la recuerdo, habiendo yo nacido en el 55. Escribe Carmen: “el cadáver de mi hija, quedó enterrado en la misma fosa que su padre, y en la que espero algún día me enterrarán a mí también”.

Recuerda mi tía dos eventos extraordinarios: el día de la muerte de Carmelita por la mañana, mi tía desocupaba su recámara que pintarían al día siguiente y al tratar de descolgar el Cristo de su cabecera, éste se desprendió cayendo en sus brazos; “Todavía conservo ese Cristo, y lo conservaré hasta mi muerte”, escribió.

Carmelita en brazos de su madre, una vida efímera. Abajo mi primo Jorge Toral.

A la mañana siguiente del entierro, “pedí a Dios con toda mi alma que si mi hijita se encontraba con su madrina Santa Teresita, ésta me mandara un ramo de rosas blancas como señal. Esa noche estaba rodeada de varias personas. De pronto llegó Gloria, la esposa de director de la Sinfónica. Llevaba un gran ramo de rosas blancas. Estaba muy cortada, y me dijo que ese día, al despertar, pensó que tenía que llevarme ese ramo de rosas blancas, que comprendía que era de lo más impropio, pero que había sentido que era para ella como un mandato desconocido. Guardo todavía una de esas rosas, seca y amarillenta, por el transcurso del tiempo. Que todos los sabios del mundo traten de explicarme con su lógica el desprendimiento del Cristo, que el día de su muerte se desprendió de la cruz y me cayó en las manos, y la llegada de aquellas rosas, que inexplicablemente llegaron a mí”. pp.101-102

Luego de aquel dolor, recuerda mi tía Carmen haber recibido la solidaria compañía de mi prima Carmen Toral. “Que si alguna vez lee estas líneas, sepa lo que significó su presencia, que sólo Dios puede pagarle, lo mismo que a Julita, mi hermana”.

Con apenas 52 años de edad, mi tía siguió adelante con su vida que duró muchos años más; en sus memorias escribió: “Cuando murió Carmelita, me presenté pálida y abatida, con el pelo ya casi blanco (que había empezado a blanquear desde mi viaje de bodas). Los alumnos, que me esperaban reunidos en el salón, me rodearon, y en todas las mejillas podía yo contemplar las lágrimas que brotaban de sus ojos. Yo, con voz entrecortada, les dije: . Desde entonces, ellos y la música fueron mi vida, y a ellos les debo, no ellos a mí, todo lo que aún queda de lo que fui”. pp.128-129

Carmen Azuela con algunas de sus alumnas luego de un concierto.
Las notas que coto provienen de esta edición que elaboré para la Casa de la Cultura de Lagos en 2008, con prólogo y notas de Sergio López Mena.

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