POR ADELA TARIFA, CRONISTA OFICIAL DE CARBONEROS (JAÉN)
Me gusta la noche. Yo creo que eso es genético. Le pasaba a mi padre y le pasa a mi hijo. Cuando te gusta la noche, por mucho tiempo que hayas madrugado, trasnochas a la primera oportunidad. Aunque la noche que a mí me gusta no es la del bullicio ni la discoteca. Es la del silencio. La ideal para saber que no sonará el teléfono ni nadie llamará a la puerta. La perfecta para encontrarte contigo mismo y pensar. De hecho casi todas mis papeleras nacen de la noche, cuando la mente procesa lo vivido. Hoy estoy deprimida por la imagen cadavérica que vi del ex alcalde de Marbella, y ex novio de la Pantoja, saliendo de la cárcel. Esto no es propio de un país desarrollado sino de lo que somos: un pueblo controlado por el cuarto poder. Por eso los podemitas no tienen tanto interés en una vicepresidencia como en dirigir la televisión. Con ella tendrán pronto la presidencia, y todos los demás poderes, como en Venezuela.
A mí que un ser humano agonice en la cárcel por haber robado en esta España nuestra llena de mangantes, no me pone, porque es inhumano. Incluso cuando echaron fuera a aquel asesino etarra enfermo de cáncer para que pasara los últimos años tomando chiquitos en Vascongadas, pensé que mejor eso que sacarlo de trullo con los pies por delante. Aunque un abismo va de sus crímenes a los delitos de Julián Muñoz. Si se puede, lo que hay que hacer es que devuelva lo que no sé gastó en juergas. A los muertos nadie puede devolver la vida, y a sus familias nadie les devolverá la sonrisa. Eso sí que es irreparable. Pero tampoco a este patético alcalde nadie le va a devolver la salud ni las ganas de vivir. Salvo un milagro. Ha sido tan ciego que no se enteró, cuando abandonó a su “legítima” para liarse con la tonadillera, y hacer el ridículo que hacen todos los viejos verdes, que por entonces en su vida se abría la ultima puerta; la que da a una habitación confortable, si se sabe amueblar. Y si hay suerte.
Creo que todos los seres humanos al llegar al mundo entrenamos una casa con varias puertas. De la primera nos enteramos por otros; nos cuentan el día en que nacimos, cuándo dimos los primeros pasos y pronunciamos la primera palabra, y la rabieta que pillamos en la guardería. Pero esa puerta sólo es importante para los demás, porque no quedan apenas recuerdos. La siguiente sí cuenta. Es la que da a la infancia. Se tiende a idealizar esta habitación, pintándola de nubes y llenándola de juguetes, chuches y disfraces. Pero en la infancia puede haber muchos motivos para la infelicidad. Cada cual que lo piense, y vera que llevo razón. De hecho uno de los deseos más comunes de los niños es ser mayores. Así se abre la tercera puerta, la de la pubertad. Esa habitación es de las peores. No sólo cambia el cuerpo y se llena la cara de granos. Es que nadie nos entiende. Si no hay quien nos guíe y nos quiera a rabiar, esa puerta puede ser la entrada al infierno. Pero pasa. Así entrenamos en otra habitación, la de la juventud. Yo creo que es de las mejores, pero no para todo el mundo. Hay jóvenes obligados a ser mayores sin querer, por precariedad familiar; o porque en un sábado- noche los convierte en padres antes de lo que toca. Saltarse una puerta siempre es malo. Empeñarse en no salir de un cuarto cuando ya toca, una desgracia. Y trasladarse a la habitación de la madurez en plena inmadurez, un desastre. Pero se suele sobrevivir. Tras la madurez, que es una especie de carrera contra reloj, un día cualquiera se llega a la última puerta, la vejez. La que más miedo da. Aunque el miedo autentico es no tener la oportunidad de abrirla. O amueblar ese cuarto fatal, como ha hecho Julián Muñoz. Porque se puede, y se debe, ser viejo y feliz. Ese asunto es algo que los jóvenes no entiende cuando se empeñan en imaginar que sus padres y abuelos apenas tienen vida propia. Se equivocan. Porque pasados los sesenta hay mucha vida. Acaso la mejor. Vida para enamorarse, vida para seguir aprendido y enseñando; vida para las ilusiones; vida para soñar; vida para volcarse en los demás, que es lo que más alarga la vida. Y vida para la compasión hacia este pobre hombre que vi hoy en la tele, tan torpe que robaba para tener un palacio en Marbella, pero se olvidó de amueblar la habitación principal, la de la última puerta.
Dice mi papelera que la regla de oro imprescindible al abrir esa última puerta es no mirar al pasado con ira ni al futuro con miedo; y que acompañe un poco la salud. Tampoco vendría mal que los gobernantes comprendieran de una puñetera vez que no siempre la juventud es divino tesoro. Y que para equivocarse menos deben conocer más a los que han abierto la última puerta. Es que son más sabios.
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