LA VOLUNTAD DE LA ÚLTIMA ABADESA
Jun 20 2013

LAS CARTAS DE ANTONIA PALACIO RECREAN, DE LA MANO DE ANDRES MARTÍNEZ VEGA, CRONISTA OFICIAL DE PILOÑA (ASTURIAS), LOS ÚLTIMOS DÍAS DE LAS MONJAS EN LA VEGA

Andrés Martínez Vega. / miki lópez
Andrés Martínez Vega. / miki lópez

¿Qué hubiera deseado la última abadesa de Santa María de la Vega para los terrenos en lo que se asentó su comunidad y que una real orden de 1845 le restituyó, tras la desamortización? ANDRÉS MARTÍNEZ VEGA, CRONISTA OFICIAL DE PILOÑA, historiador y subdirector del Real Instituto de Estudios Asturianos (RIDEA), no duda un instante: «El bien público». Así se manifestaba en los días de la expulsión Antonia Palacio, una asturiana de familia noble, con gran formación y sensibilidad: «Hemos sido expulsadas en nombre del bien público y en nombre de él lo aceptamos».

MARTÍNEZ VEGA, que hoy, a las siete y media de la tarde, abre las sesiones académicas del RIDEA hablando del «ocaso del Monasterio de la Vega de Oviedo a través de la actividad epistolar de su última abadesa», opina que la mejor manera de cumplir sus deseos es «conservar la Vega tal cual, porque en esa parcela podemos leer la historia de Oviedo, hay románico, barroco, naves industriales del XIX».

MARTÍNEZ VEGA dio con las cartas que Antonia Palacio dirigió al Alcalde, al Obispo y al Gobernador de la Diócesis defendiendo sus derechos sobre la Vega en los años ochenta, mientras investigaba para su tesis sobre el monasterio. Por aquel entonces prefirió dejarlas a un lado: su lectura le angustiaba, y se emocionaba con «el final dramático» de la comunidad benedictina de la Vega, los intentos de su abadesa para mantener su identidad y la lucha de aquel grupo de mujeres, apenas una decena diezmada por el cólera. La religiosa, hermana de una abadesa anterior de la Vega, Benita Palacio, accedió a su puesto con la cuestión de la expulsión abierta. Tenía sesenta y siete años, señala el historiador, y aún dirigió los destinos de la comunidad hasta cumplir los noventa.

Las pelayas son sus legítimas herederas, a juicio de MARTÍNEZ VEGA, dado que, aunque aquella comunidad creada en 1153 se extinguió con la muerte de la última monja de la Vega, Manuela Mier Castañón, el 2 de junio de 1898, algunas de las religiosas de Santa María se incorporaron a la comunidad de sus hermanas de San Pelayo.

El 30 de julio de 1854, relata el subdirector del RIDEA, el alcalde de Oviedo avisó a la abadesa de que tenía que desalojar el monasterio de Santa María de la Vega al día siguiente, a las seis de la mañana, y le comunicó que ponía a su disposición un carruaje para la mudanza. Antonia Palacio le responde «que se dan por vencidas por la fuerza y que en vez de a las seis de la mañana subirán a las once y media de la noche, y que no necesitan carro, que irán caminando».

Las monjas benedictinas asturianas son mujeres de carácter. La abadesa de San Pelayo, según el historiador, en una ocasión en la que el Alcalde le ordenó acoger a sus hermanas de la Vega, le replicó, primero, que él no era quien para darles órdenes, y después que para recibirlas dignamente había que acometer obras para las que ellas no disponían de dinero.

Para entender la resistencia de la comunidad de la Vega, matiza MARTÍNEZ VEGA, hay que saber del apego de los benedictinos a su comunidad. «Ellas tenían muy claro que no querían fundirse con San Pelayo, aunque eran hermanas muy queridas», comenta. Así que cuando ya no tuvieron más remedio que abandonar su casa se llevaron con ellas los restos mortales de la fundadora, doña Gontrodo, y de las hermanas, su archivo y sus reliquias, junto a algunas imágenes, en definitiva toda su historia. Y al morir la abadesa de la Vega, casi treinta años después de que no hubiera monjas en aquel monasterio, el Papa nombró a su sucesora. Es más, añade el subdirector del RIDEA, San Pelayo vela por la memoria de sus hermanas y mantiene los restos de su fundadora en un arca aparte, en lugar de enviarlas al osario comunitario.

Una de las tradiciones más populares de Oviedo, comenta MARTÍNEZ VEGA, es la celebración de San Blas en las pelayas, heredada de la Vega. De hecho, explica, empezó cuando una de sus monjas se atragantó con una espina de pescado y salvó la vida implorando a San Blas.

Fuente: http://www.lne.es/ – Elena Fernández-Pello

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