POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DE REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA)
En una verde campiña de onduladas colinas y suave brisa marina dicen los irlandeses que se encuentran las puertas del infierno. Abierta como grieta inmunda, aquellas viejas puertas de negro roquedal se ocultan en las profundidades de una turba que desconoce maldad alguna. Durante milenios, aquellos pobladores temerosos del dios que fuera solían acompañar con recelo ancestral la convivencia con una infausta puerta al averno decidida a abrirse con la mínima excusa. Así, los pobladores del actual condado de Roscommon, al noroeste del país, han venido sobreviviendo a toda la maldad que, de un modo u otro, ha venido escapando por aquella aterradora grieta, rezando para que el monstruo de hoy fuera menos aterrador que el sufrido ayer. Convertida la comarca casi en tabú, Rathcroghan, poblamiento cercano a la cueva de Oweynagat, tornose en asentamiento de la élite gobernadora de semejante sociedad anclada en la Edad de Hierro, como si la proximidad con el mal absoluto fuera más beneficiosa que la búsqueda del menor de los Paraísos.
Esta singularidad encerrada en la búsqueda del mal como garantía de un poder ancestral ha acompañado la historia humana con regularidad desconcertante, mostrándose múltiples ejemplos de consagración del estrago o señalamiento cultural de aquel lugar de acceso a un inframundo maldito. Desde la grieta de Houska y el castillo construido en su derredor para contener las fuerzas del mal al monte Osore en Japón, la humanidad ha venido localizando esas transiciones entre el bien y el mal, entre este mundo y aquel, por necesidad, nefando, con la intención, he de suponer, de fijar el límite de la bondad por encima de cualquier cosa. Darse un paseo por la ribera del lago Averno no debía de diferir mucho de asomar el hocico al Lacus Curtius, en el centro del foro romano, para sentir cómo el corazón se le congelaba a uno, a pesar de los fuegos imaginados en un candente y abrasador paraje infernal. En la vieja Hierápolis, cerca de Pammukkale, aquellos griegos tardíos, helenísticos asistentes al surgir de la gran Roma, construyeron su ciudad en torno a otra de las puertas negras, en esta ocasión llamada Puerta de Pluto, que constituía una poderosa fuerza protectora para una ciudad al límite de la civilización. No me extrañaría que, siguiendo esa misma idea, decidiera Felipe II levantar el monasterio de San Lorenzo del Escorial justo en ese paraje donde algunos asumían hallarse las puertas del infierno y no por la cercanía a la capital del reino y su ubicación en la principal vía de comunicación entre ambas partes de la meseta y a escasa distancia de su querida casa en el bosque de Valsaín.
Y, ya dentro del pinar que nos da vida a los que aquí malamente soportamos el estar alejados de su verdor, resulta sorprendente la fijación que tuvieron en el pasado los pastores de árboles con el infierno y sus múltiples accesos. Oculto entre una mata cerrada de pinos, en la oscuridad de una rocalla fracturada por demasiada lluvia y un hielo descorazonador, los habitantes del bosque han sido capaces de ver lo invisible durante siglos de trasiego al calor de una mísera ascua en noches temibles de ventisca negra. Algo que se mueve en el corazón podrido de un tejo resentido por demasiada poda; un frío hálito que rompe la loma más como suave muerte petrificada que abandona el gélido viento invernal; un chasquido tras el inmenso bolo granítico y una sombra pertinaz que, en lugar de fugarse, prevalece indisciplinada al escrutinio del atemorizado pastor: en todo ello vieron mis paisanos pasados vestigios de un mal capaz de sobrevivir a la belleza inconmensurable de un Paraíso por naturaleza bondadoso. Así, atemorizados por lo desconocido, fueron dando nombres a los arroyos y parajes al calor del frío terror que semejantes lugares les producían. Del arroyo del Infierno al Colmillo del Diablo, uno puede pasear entre la hermosa maldad que alberga este bosque infinito con la seguridad de que, dentro de tamaño horror, se esconde un espacio singular de necesaria visita.
No obstante, saliendo del cargadero de la Silla del Rey y tomando la senda de la derecha, aquella que le aleja a uno de la preciosa fuente de las Tres Varas y su repecho infernal hasta el Salto del Corzo, más allá de la fronda voluptuosa que da pie a la cuesta de los acebos, discurre entre la oscura inmundicia y el resquemor más mundano un arroyuelo infame. Asentado al fondo de una trinchera antinatural, sus aguas descienden en curva artificial de larga cuerda tangencial que los acebos tratan de ocultar. Oscuro en su discurrir, el arroyo pena encerrado entre dos paredes convergentes en su cauce hasta el punto de no dejar ver más allá del terruño que lo aprisiona. A veces suelto en su caída, otras más seco que un corazón partido, la escorrentía condenada transita por el bosque como cloaca oculta en ciudad que la repele. De vez en cuando, llevando mis pasos hasta el cruce de las caceras que habrá de empujarte hasta la Chorranca divina, suelo asomarme al lecho de aquel fangoso torrente, no sea que aprecie alguna de las Almas del Diablo con que los paisanos del bosque tildaron aquel afluente. Detenido en algún promontorio asomado a la cárcava, tan solo aprecio la negrura de un agua repleta de oscura animadversión a quiénes nada de atención dedican a una corriente otrora transparente y feliz. Mi amigo Álvaro, guarda mayor del bosque que fuera hasta su jubilación, está convencido de que aquella caída de agua artificial fue construida por presos para alimentar las necesidades hidráulicas de la magnífica fábrica de maderas que una vez tuvo Valsaín y que dejó de tener vayan ustedes a saber por qué, circunstancia aquella bien próxima a la realidad.
Yo no sé si en algún meandro de aquel arroyuelo donde pastan las almas del diablo se encuentra la puerta del infierno, si en el discurrir desinteresado de sus aguas o en la desidia y molicie que nos domina e impide recordar el origen de las cosas es donde en verdad se abre esa grieta infernal. Vivir un presente desconectado del pasado hasta el punto de ser incapaces de comprender el significado de aquello que nos rodea sí constituye en sí mismo la puerta hacia ese infierno que todos llevamos dentro y poco nos esforzamos en liberar, de modo que, expuesta toda maldad oculta, no nos quede más opción que ser honestos y justos para que el agua sea tan solo agua y los arroyos corran montaña abajo en un feliz y eternamente joven transitar.