POR CATALINA SÁNCHEZ GARCÍA Y FRANCISCO PINILLA CASTRO, CRONISTAS OFICIALES DE VILLA DEL RÍO (CÓRDOBA)
Retrospectivamente, de medio siglo para atrás, el pueblo y sus gentes ofrecían unas estampas más humildes de casas, vestidos y formas de vivir y al mismo tiempo halagüeñas, atrayentes y llenas de dulzura, las que, desde la perspectiva actual, una vez superadas las vicisitudes de los tiempos pasados, con estrecheces en todo: alimentación, vivienda, escuelas, sanidad, etc., recuerdas con cariño.
Voy a ocuparme hoy de las barberías y del perfil humano del barbero, su trabajo y su relación y convivencia con la clientela: niños, mozos y personas mayores, (sólo varones).
Normalmente ocupaba la instalación de una barbería, una sola habitación exterior de una casa con puerta a la calle, y estaban dotadas de un sencillo mobiliario: un sillón con brazos para los adultos y un sillón alto para los niños, así como unas sillas de anea para los que esperaban el turno para pelarse y una percha de árbol.
En el tabique frontal al que pelaban, se colgaba un espejo, una repisa para las colonias y un largo tablero con cajones donde se guardaba la herramienta (maquinillas de pelar de distintos grados, el 0, el 1, el 2, navajas de afeitar, trapos blancos y otros accesorios del barbero y en las otras paredes almanaques con faldilla en las que hacían publicidad mujeres atractivas ligeras de ropa anunciando algún perfume o una botella de anís de los toreros Manolete, Machaquito o Arruza,
En verano, la puerta a la calle se cubría con unas cortinas de palillos forrados de papel pintados de color engarzados con trozos de alambre, que producían un tintineo especial, “como las tablillas de san Lázaro chocando entre sí” cuando se traspasaba el umbral o se movían con el aire, y en invierno había un brasero de picón para calentar el local y el agua donde se mojaba la brocha antes de hacer la espuma de jabón, que se utilizaba en los que se iban a afeitar.
El elemento principal de este negocio es el barbero. Del conocimiento y habilidad que demostrara en el desempeño de su oficio y de la herramienta que utilizara dependía su crédito y la clientela. Los barberos tenían que adaptarse a las innovaciones que se producían en el corte de pelo y en los afeitados. Otro factor muy influyente es el carácter del maestro, de ordinario abierto, original y sincero, entrometedor y conocedor de todos los chismes locales, por lo que, por lo general, las barberías hacían también de centros socio-culturales, adonde acudían los clientes para hablar del trabajo, de las noticias locales y de actualidad, etc., allí se debatían toda clase de opiniones, tratándose y discutiéndose con más o menos acaloramientos y lógicas.
En las barberías no solamente se atendía al afeitado de las barbas, como parece deducible del nombre, también se ocupaban más principalmente del corte de pelo de la cabeza y del cuello, en lo que a lo largo del tiempo ha habido varias modalidades. Al cero, pelados al rape con flequillo, al cepillo, con cresta, con melenas, etc., y afeitados de bigote grande y espeso, o fino alargado en punta; y las barbas, enteras desde las patillas, medias a la altura del mentón, de perilla, etc.
El pelado, que tanto favorece al decoro de una persona adulta, impresiona mucho a los niños. Es corriente ver, cómo estos pequeños lloran y berrean ante un barbero, y a veces hay que sentarlos a la fuerza en un sillón alto y sosteniéndolo contarle historietas que le distraigan, mientras le cortan el pelo.
Recuerdo que a mí también me asustaba mucho ir a la barbería, las tenía por locales de suplicio. Cuando en casa mis padres me comenzaban a decir que tenía que ir a la barbería para que me cortaran el pelo porque lo tenía largo, sentía una especie de miedo y lo demoraba todo el tiempo que podía; me molestaba mucho que me cortaran el pelo y además, me sugestionaba la figura del barbero metido en una bata blanca desde el cuello hasta las rodillas donde solamente aparecían unas manos limpias con uñas recortadas que aireaban una tela blanca, que a modo de bandera pasaba sobre mi cabeza y la liaba sin piedad a mi cuello, redoblando un bordillo en el saliente de la camisa y ajustándola por la espalda hasta dejarte los brazos sin movimiento, con lo que quedabas sujeto como un loco, de esos que se ven en los manicomios, y detrás la figura del barbero abriendo y cerrando con sonido percutorio unas tijeras o una maquinilla. Siendo niño, así lo sentía y veía al barbero en el espejo que tenía enfrente, como un triunfador de blanco espectro al que tenía que soportar mientras permaneciera sentado, preparado para el sacrificio.
A los mayores, sentados en un sillón para afeitarse, también les impone seriedad los preparativos: la bacía con agua, el mojado del cilíndrico jabón y la brocha, la formación de la espuma como por arte de magia, y el extendido de ella en la superficie de la cara y barba, soportando pacientemente el enjabonamiento; y cuando oyen en el afilado de la navaja el chirriado sobre una correa de cuero, o cuando estiran la piel con un pellizco para ser rapado el vello y limpiado el jabón, sobre todo cuando pasa la navaja afilada por la garganta dejándola fría y suave a su paso, se sienten entonces unos rápidos escalofríos, semejantes a los que se experimentan en la voladora rusa, y un alivio cuando el maestro ha concluido la faena.
Terminado el pelado, el barbero remata su trabajo peinando al cliente y con un espejo más pequeño le muestra sobre el del frontal la parte de cuello afeitada y el resultado del corte de pelo hecho para recibir la aprobación del sacrificado, mientras que con un estilo torero sacudía los pelos del paño que después barría.
De mi niñez, recuerdo que en el pueblo estaban la barbería de Juan Molleja Elena, en la calle Alta, frente al Banco Español de Crédito, que es a donde nos mandaba mi padre a mí y a mis hermanos a que nos pelaran, porque era amigo suyo y cliente de mi taberna, adonde acudía a diario para beber vino con sus amigos.
En la Plazuela de la Cruz de los Mocitos, instaló su barbería Domingo Melendo, un joven aplicado, muy formal que adquirió gran experiencia en el oficio, y a la que acudía la juventud más adelantada en la modernidad a que le cortaran el pelo, adquiriendo en este ambiente una buena y mayor clientela entre la juventud. De mayor se casó con Teresa Matías y cambió de profesión, dedicándose primero a la hostelería y después se estableció con un comercio de alimentación.
En la esquina de la calle García Lorca, lindando a la calle Alta estaba la de Manolo Tendero Navarro en la casa que había sido anteriormente la taberna de Cazorla, allí permaneció hasta jubilarse.
En la calle de Las Aguas, Pedro Mantas “Pedrín”, un joven muy agradable y dicharachero con su clientela. Frente a la barbería estaba la taberna de Juan Miguel Moyano.
En la calle Alta, frente a la puerta de la ermita de Jesús Nazareno, estaba la de Pedro, un chaval rubio muy travieso, al que venía todos los días su madre, que tenía un zapato con un tacón gordo muy alto porque tenía una pierna más corta que la otra, a traerle el desayuno.
Agustín “Pelija sucedió en el mismo local Pedro. De Agustín guardo un recuerdo especial: Unos días antes de casarme, en mayo de 1960, fui a su barbería a pelarme. No me quiso cobrar. Dijo que era su obsequio de boda en memoria a mi padre, por los consejos que de él recibió para ser obediente y hacerse un buen hombre. Nunca olvidaré aquel detalle, y su agradecimiento a mi progenitor. Hoy en este local está la librería “Sánchez Carrillo”.
En el Puente Montoro, estaba la de José Fernández Barrera, instalada en lo que hoy es cochera de la viuda de Torres el “lotero”. Allí se reunían en tertulia una nutrida clientela de jornaleros a diario por las tardes a predecir el tiempo, hablar de las faenas rurales y contarse sus batallitas.
En la calle Nueva, la de Bitos, en lo que hoy es tapicerías Mocachi. Al igual que la madre de Pedro, Bitos tenía una pierna más corta que la otra y andaba con un zapato soportando un alto tacón. Por esta razón su futuro suegro no lo quería como yerno y le dio algunas palizas a su hija, la que, no obstante, no renunció a su amor, y al final todos fueron felices.
En la Plaza de la Constitución la de Nicanor Domínguez Ramos que más tarde abandonó la barbería y se instaló de panadero en la Colonia, donde tuvo mucho éxito.
En la calle Juan Ramón Jiménez, la del Moreno, en la casa partida de Calleja, donde se exponía la tabla de los difuntos. Este joven era muy aficionado al espectáculo y al maquillaje de los actores. En su juventud amenizó muchas representaciones teatrales y participó activamente en los clandestinos carnavales.
Corto mi reseña, encargando el estudio y comparación de las antiguas barberías con las actuales peluquerías Unisex, y el juicio, sobre la relación humana que en ambas se establece, a la inteligencia de los intrépidos lectores del artículo.