POR ANTONIO HERRERA CASADO, CRONISTA OFICIAL DE LA PROVINCIA DE GUADALAJARA.
Han pasado los viajeros una mañana en Trijueque. Se han asomado a sus balconadas anchas sobre el paisaje expresivo de los valles serranos. Han paseado sus calles, cuidadas y limpias, y han oido retumbar sus pasos en los muros que guardan la historia de este pueblo. Han buscado los detalles mínimos de sus construcciones viejas, porque siempre se encuentra el viajero con alguna novedad en lo ya visto. Y han buscado, y hallado, los restos de la picota que Trijueque tuvo y le dio dimensión de villa. Para otros viajeros que hagan un alto en su viaje por la carretera A-2, y quieran pasar un par de horas en este pueblo encantador y siempre sorprendente, van estas líneas que le configuran.
Algo de historia
Sobre el mismo borde septentrional de la meseta alcarreña asienta este pueblo, dando vistas al gran valle del Henares, al de Badiel que le llega por levante, y a las innúmeras barrancadas, arroyos y ondulaciones del terreno en que derrama la meseta de la Alcarria., y la sierra al frente.
En el fondo del paisaje, especialmente en los días claros del invierno, aparecen en magnífico tapiz blanco‑azulado las diversas sierras del sistema Central que cierran por el norte la provincia de Guadalajara (Peña Centenera, montes de Cogolludo, Ocejón, Alto Rey, La Bodera, etc.). El resto del término es una inmensa llanura en la que se cultiva en abundancia el cereal. Hacia el Henares, hay olivos y algunos huertos.
Perteneció Trijueque, tras la reconquista de la comarca en el siglo XI, al Común de Villa y Tierra de Hita, que se ve como al alcance de la mano desde las balconadas. Con un buen catalejo se observa el ir y venir de sus gentes, por las plazas y cuestas.
Los arzobispos toledanos tenían aquí muchas tierras y cobraban fuertes tributos, dejándoselo todo a los monjes‑canónigos de San Agustín del monasterio de San Blas de Villaviciosa, heredado por los jerónimos que luego vinieron a sustituirles. Estos monjes tuvieron también en el pueblo algunas casas principales, y numerosos aldeanos trabajaban para ellos.
Quedó Trijueque incluida como aldea del señorío de Hita, que en el siglo XIV poseyó don Iñigo López de Orozco, y a principios del XV quedó incluido en el mayorazgo de los Mendoza alcarreños, llegando al siglo XIX en manos de los duques del Infantado. Pero ya en 1503 cobró relativa independencia, a lo menos en lo jurisdiccional, pues Fernando el Católico expidió el privilegio que la hacía Villa, siendo de las pocas que comprendía el señorío mendocino de Hita.
En 1560 se construyeron unas magníficas casas en el lado norte de la Plaza para albergar el Concejo o Ayuntamiento, poniendo en su fachada, -y aún duran-, los escudos de Mendoza y del Rey tallado en piedra. Los Mendoza utilizaron esta su posesión para construir en ella un castillo, y rodear al pueblo entero con fuerte muralla que presentaba tres entradas. En este lugar tuvieron custodiada, en el siglo XV, a doña Juana *la Beltraneja+. Entre la población, numerosa, que Trijueque tuvo en la Edad Media, se puede contar con una nutrida *aljama+ hebrea.
Los Orozco, señores de Trijueque
Aunque el señorío de Trijueque quedó en manos del linaje Mendoza durante muchos siglos, (concretamente desde inicios del siglo XV hasta la constitución de Cádiz), fue en el siglo XIV que este lugar, como todo el amplio espacio serrano y alcarreño de Buitrago e Hita, estuvo en manos de los Orozco, linaje que, como los Mendoza, procedía del País Vasco, y que acudió a la corte castellana en apoyo de los monarcas, para protegerles y al mismo tiempo sacar de ellos mercedes y ventajas.
Estos Orozco, procedentes del lugar vizcaíno de tal nombre, y que aún hoy existe, -Orozco, en el partido judicial de Durango- lucieron desde el primer momento un escudo de armas que consistía en dos lobos, pasantes, puestos en palo. El apellido se encuentra escrito en muchos documentos con hache: Horozco. Y el emblema heráldico del linaje se puede representar con un solo lobo, con dos (lo más habitual) o con cuatro, a veces acompañando a una cruz central, y otras con bordura de gules cargada de aspas de oro, recordando su presencia en la toma de Baeza el día de San Andrés de 1227, acompañando a López de Haro, señor de Vizcaya. Este emblema heráldico de los Orozco se puede encontrar en muchos lugares de la provincia de Guadalajara, puesto que a lo largo del siglo XIV este linaje tuvo enormes posesiones por nuestras tierras.
Por recordar algunos: en la puerta solemne de tallada piedra del castillo de Guijosa; en la parroquia de Loranca; o en el altar del fondo de la nave del evangelio de la iglesia de Santiago, de Guadalajara capital, porque esa capilla fue fundada por los Orozco arriacenses cuando el convento de Santa Clara se creó, en aquel siglo.
Por tierras de la Alcarria conquense tuvieron también muchas posesiones, hasta el punto de que hoy se conoce como “las villas de Orozco” a las que están en torno a Villalba del Rey, en la comarca de Huete.
Desde el mismo siglo XI fueron los Orozco dueños de Hita y su comarca, pues en esa época casó Lope Iñiguez de Orozco, cortesano de Fernando III, con Juana Ruiz, heredera de los Fernández de Hita. Mientras que algunos hijos pasaron a Andalucía, otro llamado Ruy López de Orozco quedó en Castilla. Su nieto Íñigo López de Orozco, fue primer señor de Escamilla y Cogolludo, teniendo una relevancia notable en la corte de Alfonso XI y Pedro I, habiendo participado con él en la batalla del río Salado, en 1340. A su hijo, también llamado Iñigo López de Orozco, mandó matar el sanguinario rey Pedro I el Cruel, tras la batalla de Nájera, y sería su hija, Juana de Orozco, la que al casar con uno de los emergentes Mendoza, don Pero González de Mendoza, entregara a esta poderosa familia alavesa el control del valle del Henares y las somosierras.
Esta larga parrafada sobre los Orozco viene a cuento de lo que luego vamos a ver cuando visitemos, con la paciencia que el tema merece, la arruinada iglesia de Trijueque.
Lo que hay que ver
Llegan los viajeros, primero que nada, a la ancha plaza mayor de Trijueque. Lugar memorable, y hermoso como pocos, iluminado por el sol amable de una mañana de otoño. Al fondo se alza el edificio concejil, en cuya amplia balconada se ven, tallados con minucia, los escudos del linaje Mendoza y de la monarquía hispana. Más allá, se continúa el plazal con edificios soportalados, y se sale de él por un pasadizo que se escolta de innumerables columnas, añejas y venerables. Forma todo un conjunto urbano, aunque breve, pero muy explicativo de la estructura medieval de nuestros viejos pueblos.
Algunos restos de la gran muralla que circuyó Trijueque han llegado a nuestros días. Pocos, porque sobre esa muralla se fueron construyendo viviendas a lo largo de los siglos, pero los suficientes para ver un enorme torreón de argamasa forrada de sillarejo, en la parte de poniente, frente a la iglesia. Y otra torre, hoy en el interior del pueblo, que ha sido recientemente rehabilitada, y hasta hecha visitable en su altura, gracias a una escalera metálica exterior, que quizás altera un poco su primitiva estampa.
En el camino que desciende hacia el Badiel, hay una hermosa y antigua fuente pública. Y en el extremo sur del pueblo, junto a la Autovía A-2, se ve en bello conjunto la ermita de la Soledad, de doble arco de entrada, y un Calvario de piedra. Sobre el muro de la ermita figura la altura del lugar sobre el nivel del mar: justamente mil metros.
Buscando el símbolo de villazgo, los viajeros han deambulado por el camino que va junto al borde de la meseta, dando vistas a través de hermosas balconadas, a los valles del Badiel y Henares. Al final del paseo, y hoy entre los chismes de una obra, se ve lo que queda de la picota que simbolizó el villazgo y la administración propia de justicia en Trijueque: es una gigantesca piedra caliza, cilíndrica, con basamenta lisa, e inicio de fuste estriado, acabando como a metro y medio de altura, y no conociendo nadie como fuera esa picota en su remate. Al menos, y aunque un tanto aislada y preterida, algo queda de aquella esencia histórica.
Signos esotéricos en la iglesia
Dejamos para el final la visita a la iglesia. Dedicada a la Asunción de la Virgen, el templo de Trijueque asomaba sobre el valle, en el extremo norte del pueblo. Era un gran edificio de estilo renacentista, pero rehecho sobre otro más antiguo, quizás románico, del que hoy solo quedan las maltrechas ruinas, y estas, además, abandonadas. La Guerra Civil, y más concretamente las jornadas de marzo de 1937 en que justo allí se desarrollaron las más crudas escenas de la “batalla de Guadalajara”, la dejó en ese estado y así sigue, quizás como vehemente muestra de los desastres de aquella contienda.
Se trataba de un buen ejemplar de arquitectura plateresca, de la primera mitad del siglo XVI, con portada de elegante ornamentación, e interior cubierto de bóvedas nevadas y gallonadas. Quienes la vieron antes de su destrucción dicen que era un templo hermoso y artístico como pocos. Aunque no han podido los viajeros penetrar a su interior, porque está celosamente guardado con candados y trancas, sobre los collaretes que rematan los pilares de separación de las naves, aún se ven tallas vegetales, grupos de ángeles teniendo escudos mendocinos, y otros detalles escultóricos de interés. La portada es de estilo plateresco con reminiscencias covarrubiescas. Muy propio de un templo que caía en el corazón jurisdiccional del arzobispado toledano. Columnas valientes, los rostros de Pedro y Pablo en las enjutas (a este último le afeitaron del todo la cabeza en la Guerra) y un bloque informe de alabastro consumido por los aguaceros en la hornacina superior, que representaría a la Virgen María, pero sentada.
Mirando a los altos, en oficio genuino de turistas aplicados, los viajeros se encontraron con un buen número de canecillos tallados sujetando el alero del templo, en la zona del presbiterio, que es lo más entero que queda de la iglesia, aunque también con el tejado hundido. En esos canecillos, se ven curiosas formas: una de ellas en la esquina oriental, y que acompaña a estas líneas, es bien clara: se trata del emblema heráldico de los Orozco, lo cual significa que ese templo fue construido, o mejorado, en tiempos del dominio de esa familia, y por lo tanto fechable entre los siglos XI al XIV. El templo, pues, fue románico en su primera etapa. Son dos lobos pasantes puestos en palo, no hay duda.
Luego, a lo largo de la ristra de canecillos, van apareciendo imágenes que dejan sorprendidos a los viajeros: hay una cabeza de mono, muy expresiva; una cabeza de toro, con unos grandes cuernos; y unas cabezas de clavo, muy simples. Se añaden otros símbolos, como un pico de ave, y otro conjunto de elementos indescifrables, lo que sumado hace una oferta inquietante de mensaje encriptado, que espera de los sabios analistas del Medievo su lectura. En todo caso, un motivo y acicate para subir hasta Trijueque, pasear sus calles, asomarse a los paisajes espléndidos de sus balconadas, y leer a trancas los mensajes del arte románico en las grises piedras de sus muros derruidos.