LAS CORONAS DE LA SEÑORA HILARIA
Mar 03 2019

POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA)

San Antonio de Padua.

Andaba el que suscribe el pasado domingo gastando vinos con mi compadre, el señor Bellette, por el Paraíso. Acompañados por su señora esposa, doña Antonia Tapias, madre adoptiva de mi querido Jeromín, me dio por preguntarle la ausencia de un María en su carné de identidad. Entiéndame, en aquellos años en que Antonia vino a este mundo en el Paraíso en el que tengo la suerte de vivir, raro era que una chica no tuviera que combinar su nombre con un María introductor. Y, como no la gusta hablar, me explicó durante dos vinitos del Bierzo todas las vicisitudes de su patronímico. Al parecer, la familia de Antonia Tapias ha tenido siempre una profunda devoción hacia el santo de Padua, a quien se le remaneció el niño Jesús mientras rezaba en su pobre y franciscana celda. Tanto admiraban a aquel joven predicador de la pobreza, que muchos de los miembros de la familia atesoraban imágenes o recuerdos del santo italiano.

Y, entre todos aquellos San Antonio de Padua, el más singular era, sin duda, el que custodiaba la abuela Hilaria en la casa de la Tejera, cerca del nacimiento de la cacera del río Cambrones, ya saben, aquel que movía el ingenio de John Dowling en la Casa del Pulimento, recientemente desgraciada por la gentuza del espray. Como tantos otros, aquel San Antonio estaba acompañado por la imagen del niño Jesús, ambos sonrientes, pero, en este caso, coronados, lo que convertía las tallas en singulares. Claro que, a decir de Antonia, tampoco es que fueran cosa de Gregorio Hernández o Alonso Cano. Las coronas en cuestión eran de ese plástico primigenio, llamado baquelita, que más parecía madera que otra cosa, lo que hacía lustrosas las imágenes y, principalmente, singulares.

El caso fue que tuvieron la desgracia, las imágenes digo, de soportar la Guerra Civil en la Tejera, allí, entre el cerro de la Atalaya, la Mala Tierra y los bosques de la Pedrona, en el límite de la Majada Mayoral. Esta zona, si bien estuvo en disputa como todo el Paraíso, quedaba un tanto a trasmano, bajo la influencia de las posiciones republicanas del Reventón. Fue llegar la ofensiva sobre Segovia de mayo de 1937, conocida como Batalla de La Granja, y la Tejera se convirtió en zona de paso de tropas hacia la vanguardia de las vías de comunicación del puente de Segovia y accesos norteños a La Granja de San Ildefonso. Percatada del peligro, la señora Hilaria optó por guardar todo lo que hubiera de valor en la casa y, a pesar de las coronas de baquelita, decidió esconder los tres ajuares confeccionados para hijas y ahijadas, dejando a la vista al pobre santo coronado.

El 30 de mayo bajaba en pleno la 31ª Batería Mixta, comandada por Francisco del Cacho Villaroig, con la intención de cortar el acceso al Real Sitio por el citado puente. Y no crean que lo hicieron con muchas ganas. Que hubo el General Walter de amenazar al Mayor del Cacho repetidas veces para que tomara la senda del combate, cuando, en realidad, éste buscaba más la de Villadiego. Y los soldados que con él bajaban no las tendrían todas consigo. Fue llegar hasta la casa de la señora Hilaria y ponerse a saquear todo lo que pudieron, no tuvieran que marchar para no volver al campamento. Mucha experiencia debían tener aquellos milicianos en buscar ajuares, ya que dieron con dos de los escondidos por la señora Hilaria. Y, como buenos republicanos, antes de marcharse, echaron mano de la corona de baquelita del Santo que, además de católico, parecía gastárselas de monárquico.

Pasados seis días de locura, muerte y miseria, la batalla se dio por finalizada, volviendo cada mochuelo a su olivo. Fue entonces que las tropas franquistas se dieron un paseo por la Tejera, no llegara a ser que se hubiera despistado algún que otro republicano amante de los vestidos de novia. Curiosamente, en un vistazo rápido, aquellos otros infantes dieron con el tercero de los ajuares de la señora Hilaria y, antes de irse, tuvieron el detalle de igualar al niño Jesús con el pobre San Antonio de Padua, arrancándole la corona de baquelita que los republicanos dejaron. Pensarían que nada de minorías: pobres o monárquicos. Sea como fuere, acabada la desgraciada Guerra, la señora Hilaria hubo de confeccionar otros equipos de boda, tratando, como el país entero, de reconstruir una sociedad profundamente herida y devastada por la miseria, la locura colectiva y el idealismo que tanto miedo da al que suscribe.

Y, aunque mi amiga no supo decirme nada sobre las coronas, me temo que, como tantas otras cosas en esta España eterna, pasada y presente, el pobre franciscano hubo de quedarse sin toca, pues los que predican pobreza no casan con coronas, sean de oro, marfil o baquelita. Si alguna vez se les ocurre probar la vereda de la transgresión, siempre aparece un bárbaro ignaro que recuerda su condición; les arranque la corona y, de paso, deja a todo quisque sin su ajuar. No olviden que esta España nuestra nunca perderá la oportunidad de arrancarnos una sonrisa para helarnos el corazón.

Fuente: http://www.eladelantado.com/

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