POR JOAQUÍN CARRILLO ESPINOSA, CRONISTA OFICIAL DE ULEA (MURCIA)
Desde mediados del siglo XIX, hasta los años 1940, la vida en las cuevas era una constante entre los labradores y los pastores.
Los colonos que arrendaban las tierras generalmente de secano, obtenían el permiso de los dueños para horadar en los montículos de las fincas y, en ese hueco, acondicionaban un pequeño habitáculo que les servía de vivienda. Pero, los dueños de las fincas, les ponían una condición: Si alguna vez dejaban el arriendo de las tierras, perdían los derechos de dicha cueva que quedaría libre por si un nuevo arrendador la precisaba para vivir; solamente se podría llevar los enseres de uso personal.
Las cuevas horadadas en el corazón de los montículos aledaños a las fincas, ocasionaban multitud de problemas de salud y, sobre todo, eran muy peligrosas; debido a que, al falsearse los terrenos en las épocas muy lluviosas, corrían el riesgo de desmoronarse y dejar sepultados a sus moradores. También, al estar horadadas a base de pico, sin ninguna o escasa protección, al intentar ampliar el habitáculo, se podría venir abajo y sepultar a sus moradores, tal y como ocurrió el día 17 de diciembre de 1956 con el ciudadano uleano D. Joaquín Cascales Ayala (El AB-EL-KRIN) y tantos otros que resultaron malheridos.
En el Ayuntamiento de Ulea- que databan del año 1851, existían unas ordenanzas, en las que se permitía construir una cueva por cada 20 tahúllas de terreno y, por supuesto, con el expreso permiso del dueño de la finca.
Por regla general, la cueva tenía un solo habitáculo en el que apenas cabía una cama para el matrimonio y otra para los abuelos y los niños. Todos dormían en el mismo habitáculo y, en la mayoría de los casos, los niños dormían en el suelo y, a veces, también los mayores.
Para evitar incendios y humos, el fogón estaba en el exterior; así como el horno y el aljibe, si los había. De esa manera se evitaba la concentración de gases nocivos para la salud.
A finales del siglo XIX, cuando fallecían los padres, los niños quedaban bajo la tutela de los abuelos y, en su caso, por los hermanos mayores. Tanto a los abuelos como a los hermanos mayores que cargaban con esta responsabilidad se les llamaba «curadores».
Cuando un colono tomaba la determinación de abandonar las tierras, estaba obligado de forma reglamentaria a abandonar dicha cueva. Sin embargo, sus pertenencias podían llevárselas o traspasarlas al nuevo colono; previo pago del valor convenido. Para tal menester hacían inventario ante el Interventor y el Escribano que daban fe de los enseres y el precio en que los habían tasado.
El inventario de una cueva del paraje «Los Pelegrines», fue el siguiente:
Una cama de madera con tablado viejo
Seis tablas de madera que hacían de cama para los viejos y los niños
Un colchón viejo de paja
Una colcha usada
Dos sábanas usadas
Un colchón más pequeño, lleno de «pelfollas»
Tres camisones de lienzo
Dos pares de calzones, de hombre, usados
Tres pares de medias viejas: dos negras y una blanca
Un candelabro de pino, usado
Un cedazo
Una tabla
Una artesa
Una mesa vieja y desvencijada
Una escalera de madera de seis barrotes
Un arca vieja, vacía y sin cerradura
Dos sillas de asiento de soga
Cuatro servilletas usadas
Cuatro tablas de manteles usadas
Unas tijeras de sastre
Unas tijeras de escardar
Una sartén vieja
Dos ollas de barro
Dos candiles viejos
Un legón viejo
Un pico
Una rasera y,
Seis zarzos viejos
Es de notar que los aperos de labranza que estaban en buen uso, se los llevaron para seguir labrando en otros terrenos.
Valorados dichos enseres y, de acuerdo el comprador y vendedor, firmaron en el Ayuntamiento de Ulea el Interventor y el Escribano y, como tanto el comprador como el vendedor no sabían escribir, firmaron otros, que sí sabían, en presencia de dicho Escribano.