POR ANTONIO BOTÍAS, CRONISTA OFICIAL DE MURCIA
Fueron, porque tuvieron la mala suerte de nacer en tan aciagos siglos, espléndidas escritoras que la historia silenció. Y en todas sus biografías, aparte de destacar en tan noble arte, concurre la característica de ser murcianas de nacencia. Aunque la sociedad de sus épocas pronto las olvidó. Y no con el inefable paso de los siglos, que también, sino mientras creaban literatura que daba sopas con ondas a sus coetáneos. Sin embargo, sus nombres cimentan la creación literaria en la Región y son dignas, aunque poco se estile en estas latitudes, de honra y reconocimiento. A eso vamos.
Cuentan algunos autores que Santa Florentina (535?-615?), una de los cuatro hermanos y santos cartageneros, ya se dedicaba con mucho acierto a la poesía. Pero de ella no se conserva ninguna creación. Tampoco resulta sospechoso, cuando menos, si tenemos en cuenta que hasta el siglo X no se atrevería una mujer a firmar su obra, como hizo la monja Ende, iluminadora de manuscritos en Gerona. Y muchos hasta dudan hoy de su nombre. Comprobado queda, al menos, que los hermanos de Florentina le escribirían y dedicarían libros a esta cartagenera de la que se cuenta que rigió unos cuarenta monasterios con más de mil religiosas a su cargo.
José Amador de los Ríos, en su ‘Historia crítica de la literatura española’, refiere sobre Florentina que «no ajena por cierto del comercio de las letras y de la musa sagrada, la hermosa Florentina, siguiendo las huellas de sus hermanos aspiraba a hacer entre las matronas visigodas la misma cosecha alcanzada por Leandro [su hermano] entre los próceres del reino».
Leandro llegaría a escribir que Florentina era «la primera poetisa sagrada cuyo nombre registraba la historia de las letras españolas». Hay quien considera que sus creaciones se incorporaron a los textos de Leandro. Vaya usted a saber.
Llegado el siglo XVI, otra cartagenera, Ana María de Ávila, también religiosa, adquirió protagonismo en la nómina de célebres escritoras de nuestra gran tierra. En este caso, se conservan algunos de sus textos tras ser publicados en otros libros de su hermano Nicolás. Poco más se conoce de la mujer. Alberto Colao, en su obra ‘Intelectuales en la Cartagena del siglo XVII’, destaca que «la misma oscuridad que nos la oculta nos incita a imaginarla como una delicada dama, que sería en su época la más ideal mujer cartagenera».
Mucho más documentada está la historia de Sor Juana de la Cruz, quien, tras enviudar de Gaspar Ruir, ingresó en la Tercera Orden Seráfica. Como en otros casos similares, fue su confesor quien le ordenó que escribiera la historia de su vida.
Juana nació en la pedanía murciana de Beniaján, en cuya parroquia de San Juan Bautista fue bautizada el día 17 de junio de 1587. Con 22 años se casó con un granadino y en Granada fijarían su residencia. Ambos trabajaron como enfermeros del Hospital Real. Ya viuda, en 1650, Juana tomó el cordón y hábito franciscano. Ocho años después comenzó a escribir su autobiografía. Falleció en Granada, tal y como había profetizado, un 29 de marzo de 1675 y la Iglesia Católica impulsó su proceso de beatificación, aunque jamás concluyó. Eso sí, llegaron a otorgarle el grado de venerable madre.
La gran mística
Poco antes de morir esta Juana otra vino al mundo en Murcia el 17 de febrero de 1672. Se trataba de la futura Madre Juana de la Encarnación, considerada por muchos autores la más espléndida mística murciana de todos los tiempos, casi al nivel de la célebre Santa Teresa. Casi nada.
La madre también escribiría su vida, que culminó en el convento de las Agustinas de la capital en 1712, donde el temible obispo Belluga intentó obligarla a convertirse en priora. Y ella, tras negarse de plano y ante la negativa del que después sería cardenal, apeló al mismísimo Papa para no aceptar. Estaba convencida de que había otras religiosas más preparadas.
El catálogo de milagros y prodigios que protagonizó es interminable. Entre ellos, el determinar cuándo una dolencia era de muerte, la experiencia de continuos éxtasis e incluso llegar a profetizarle al obispo, quien había ido a visitarla, ya moribunda, que pronto moriría él también y que debía prepararse. Así fue y por nadie pase.
Coetánea de las dos últimas monjas fue sor Isabel María de Santa Ana Llamas (1730-1778), natural de Ricote y fundadora del convento de la Purísima de Cieza. En aquel monasterio se conserva todavía, cosa inaudita, la única obra de su autoría, de nuevo una autobiografía. La tituló ‘Vida de Sor Isabel María’ y está datada en 1774.
Otros nombres de mujeres recogen las crónicas de aquel siglo, como recordaron en su día Juan Barceló y Ana Cárceles en el catálogo ‘Escritoras murcianas’ (1986). Entre ellas, las que participaron en una ‘Justa Poética’ convocada en Murcia en 1727 con motivo de la canonización de San Estanislao de Kostka y San Luis Gonzaga. Antonia Vila Pérez, Juana Castilla Ramírez de Arellano, Teresa de Medina Tula y Luz de Medina Tula fueron algunas de las que concurrieron al certamen. De la última, que tendría cierto éxito, se conservan algunas composiciones que le fueron premiadas.
En periódicos nacionales
De todas, en cambio, es harto complicado encontrar el rastro. Y de otras resulta imposible si tenemos en cuenta que emplearon seudónimos para ocultar su sexo. Como también algunos hombres firmaban artículos con nombres de mujeres en la prensa histórica. Y al revés, claro.
Eso hizo, aunque a veces, la novelista cartagenera Teresa Arróniz y Bosch (1827-1890), quien llegó a firmar como Gabriel de los Arcos. En su haber contó con una obra premiada por la Real Academia de la Lengua: la novela ‘María Pérez’. Quizá su mejor texto, entre los muchos folletines que le publicaron varios periódicos, sea ‘La condesa de Alba-Rosa’, otra novela costumbrista.
Menos fortuna tuvo Purificación Pérez Gayá, quien falleció con apenas 23 años, aunque legó a la historia una interesante producción de poesía, a menudo editaba en papeles periódicos. De la misma forma, en diversas publicaciones de alcance nacional, entre las que se encontraba ‘La Ilustración Española y Americana’, dio a conocer su obra Eladia Bautista Patier, muleña nacida en 1847 y que jamás abandonó su localidad natal.
Ya entrado el siglo XX, en 1904, aportaría un libro titulado ‘Poesías’. Ella sirvió de eslabón entre las muchas murcianas que se apasionaron por la literatura en los siglos anteriores y las grandes mujeres que escribirían algunas de las páginas más relucientes de la literatura pocos años más tarde.
Fuente: http://www.laverdad.es/