POR MANUEL GARCÍA CIENFUEGOS, CRONISTA OFICIAL DE MONTIJO Y LOBÓN (BADAJOZ)
Durante años, en tiempos antiguos, los hijos no imaginaban otro futuro que proseguir con el oficio de los padres, y los padres no podían aspirar más que dejar a sus herederos el camino de trabajo que deberían seguir. Las fraguas, santuarios de la época, habían ido de padres a hijos, de generación en generación. Fraguas antiguas, hermosas, llenas de polvo, calientes, ardiendo, bajo el sudor del jornal trabajado por una extensa nómina de artesanos herreros, Brugera, Macarro, Gragera, del Viejo, Fernández, Regalado…
La fragua ha sido un oficio duro. Para su ejercicio se requerían brazos ejercitados en el pegar y golpear fuerte. En aquel oficio exigente se demandaba además de fuerza y destreza, tener una probada visión para discernir la variopinta gama de colores que presentaba el hierro en su calentamiento. Sus diferentes tonalidades eran sabios indicadores que avisaban al herrero cuando el material había cogido su punto.
En aquellas fraguas, faenaron con el horno, el yunque o bigornia, que eran quienes sufrían los golpes hasta que se forjaba el hierro. La pila de agua, para enfriar y templar, el fuelle para avivar el fuego, el badil, el mazo, el marro, el macho, el caballete, las sufrideras, el puntero, los cortafríos, el punzón, la lima, la escuadra y el compás; el carbón, el torno, la piedra de afilar, el hierro, las tenazas, el martillo y unas manos. Y todo un concierto musical, en el choque del martillo con el yunque “pon, pan, pon, pan”, “pin, pin, pin”. Bajo tan acompasado ritmo sonaba con sabor a zarzuela unos versos machadianos: “Fatigas, pero no tantas, que a fuerza de muchos golpes hasta el hierro se quebranta”. Un día las fraguas dejaron de lanzar chispas por la chimenea, el dios Vulcano había echado agua sobre el carbón y se había llevado el fuelle para que nadie avivase ya el fuego. Hoy hablo con ellas desde la memoria.