POR MANUEL GARCÍA CIENFUEGOS, CRONISTA OFICIAL DE MONTIJO (BADAJOZ)
A veces andamos un poco perdidos sobre qué escribir. He recurrido en este viejo, antiguo y digno oficio a enhebrar la aguja que cosía los quehaceres de aquellos días del mes de agosto de la edad de mi infancia, quienes me han devuelto la memoria y su nostalgia. De aquellas mañanas donde la fragancia de la colonia jugaba con nosotros produciéndonos gratificantes cosquilleos en la nariz. De aquellos días en los que el aroma del ambiente flotaba en el aire tamizando la luz de la tarde. De aquellas noches de agosto que remansaban sosiego a través de la huella que iba dejando el tiempo. Ahora confirmo que el paso de las generaciones siempre segrega melancolía de lo vivido.
Aquellas noches suscitaban una fresca brisa aliviadora. Bastaba regar con agua del pozo el patio de la casa para que reinara en el ambiente un frescor que dulcificaba la huella tórrida e infame que había dejado el crepúsculo en su encogida. Y era el pozo, fuente inagotable, el que también nos socorría refrigerando y tonificando nuestros estómagos. Tan sólo era suficiente aquel menú nocturno que tanto nos gustaba: tortilla de patatas, tocino de veta fresco y un tomate partido al medio aderezado con sal.
Cuando la tarde había sido vencida, el cubo introducido en las aguas subterráneas enfriaba los tomates criados en la huerta. Hoy sigo defendiendo que no hay quien iguale a tan ilustre, venerable y fervoroso fruto, capaz de detener el tiempo en una noche de verano. La cena se veía animada por la tertulia, cruzada de vez en cuando por el sonido de la trompetilla de un sátrapa, libertino y sagaz mosquito sangrador que pretendía en sus aterrizajes hacer, nunca mejor dicho, su agosto absorbiéndonos la sangre. ¡Cómo chupaba el jodido! Cuando terminábamos nos refrescábamos, y ligeros de ropa contemplábamos, tras quedar el patio a oscuras, la grandiosidad de la bóveda nocturna que nos vigilaba.
Desde los altos andamios de las estrellas, cientos, miles, millones de ellas nos hacían cómplices guiños. ¿Cuánto tiempo tendrían que permanecer con un ojo cerrado para que su provocador destello llegase hasta nosotros? De pronto, ¡Oh, maravilla de las maravillas! una, después otra y otra; y luego muchas más, y más. Eran las “Lágrimas de San Lorenzo” que con sus ráfagas fugaces traspasaban aquel cielo raso, limpio y hermoso. Trazos, brillo radiante y lágrimas luminosas. Era cuasi una lluvia, un chaparrón que no cesaba, una bella sinfonía. Ahora otra, y aquella, y ésta… Mi madre azuzaba, llegado aquel momento, aún más su talento e inventiva contándome un relato excepcional, una historia que ha permanecido imborrable: “Son las lágrimas que vertió San Lorenzo cuando fue quemado en la hoguera, concretamente sobre una parrilla”.
Su voz baja y la oscuridad del patio me metieron, en aquel instante, más miedo que si llegara el tío “Sacamantecas”. Parecía que mi carne se derretía en la tremenda y terrorífica barbacoa de San Lorenzo, agujerada y traspasada por los tenedores de sus verdugos en el oficio del vuelta y vuelta. A su vez, los oídos se me llenaban de los alaridos de quien sufría tan terrible suplicio. A aquella historia se unían otras que hacía unos días me había contado de platillos volantes, extraterrestres, ovnis y voces extrañas ¡Vaya una nochecita de agosto!
Después supe que eran las Perséidas, lluvia de meteoros en la constelación de Perseo, cuyo responsable directo es el cometa 109P/Swift-Tuttle, descubierto el 19 de julio de 1862. Durante años hemos ejercido, junto a familia y amigos el rito al culto de salir de casa bajo la escusa de ver las Lágrimas de San Lorenzo. Y tras larga espera, ¡Oh, desilusión! ni lágrimas, ni llantos, ni estrellas, ni San Lorenzo, ni nada; sólo la altivez de unas cardonchas. Pero sí el consuelo de una cena, una nevera y una tumbona, motivo real de aquella ceremonia de una noche en la que íbamos a ver llorar a las estrellas.
Fuente: http://cronicasdeunpueblo.es/