POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DE REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA)
Convive la historia con una mentira amañada en su raíz. Acompasada por el aderezamiento de la memoria, la humanidad amanece entre relatos impostados y verdades sometidas a un maquillaje infecto. Ora consumida por la falacia interesada, ora travestida en relato por intereses espúrios, la contingencia del pasado se asume como inalcanzable para aquella gente interesada en conocerla por primera vez. Los historiadores, por nuestra parte, asumimos con lamentable cotidianidad lo impensable de una historia a secas sometido su conocimiento al manejo de la fuente primaria, mientras relatamos un pasado construido sobre alguna evidencia poco cuestionable. De los archivos a las bibliotecas, a los yacimientos arqueológicos, pasando por las inmensas bibliotecas repletas de testimonios adaptados, tergiversados, manipulados y, no por desconocido, manidos en la reiteración de la falsedad, aceptamos trabajar en la edificación de una torre de tamaña levedad que un solo documento podría derribar una tradición documental firmemente cimentada. Algunos ilusos, presos del optimismo analfabeto, consideraron en su momento que el acceso pleno a la información haría de esta sociedad una en comunión idealizada con el pasado, entonces imposible de refutar por cuantos pudieran acceder a todas las bases del relato. Claro que, entendiendo que la fuente primaria ha sido siempre una media verdad, difícilmente podría llegarse a un parnaso de clara exposición histórica sin más. Frente a ellos, la historia no ha dejado de construirse en la alteración perceptiva de lo real, levantando un muro de incomprensión soportado por una plétora de fuentes básicas para el conocimiento constantemente interpretadas y disfrazadas en verdades de usar y tirar según convenga al orden manipulador del momento.
Incapaces, por tanto, de asegurar la certeza del argumento histórico, dada la cimentación alternativa que todo lo soporta, nos queda la escapatoria de intentar ir más allá, comprendiendo que la fuente primaria sobre la que sustentamos el relato histórico ha de estar, por propia naturaleza humana infecta, contaminada de media mentira, para derivar en una media verdad más o menos aceptable que habrá de consentirnos ir hasta el momento de la imposición del disfraz. A partir de ese instante, es probable que seamos capaces de adivinar, que no probar fehacientemente, lo que entendemos por historia.
En esa versión cirujana del historiador, habremos de asumir que existió un impacto negativo de la romanización y que, además de colonización, aquello se aproximó más a una invasión medida hacia los recursos económicos básicos de la península que una integración en la civilización más exitosa del momento. Los pueblos germánicos, más romanizados que bárbaros, habrían implantado una suerte de explotación de un estado fallido en declive y que los árabes y bereberes musulmanes que los englobaron tuvieron un impacto semejante al romano y mucho mayor que el de aquellos visigodos ensalzados por los constructores de naciones del siglo XIX. Estos últimos, incapaces de asentar un estado liberal sobre una realidad colectiva, tuvieron la graciosa idea de construir una identidad española anclada en un pasado donde tergiversar el escenario de un presente incierto. Esa identidad, por cierto, no deja de recordar lo importante que fueron los paisanos pasados en el Nuevo Mundo olvidando, de paso, los efectos destructivos que regalaron a las culturas preexistentes. Que uno puede ser decisivo en el futuro y catastrófico en el ayer más próximo. Supongo que todo esto lo debemos ver con cierta perspectiva, asumiendo que el presente no explica el pasado, por mucho que lo vivamos intensamente y nunca estemos lo suficientemente preparados para aceptar que el ayer nos cuestiona y el futuro nos atormenta. Así entiendo que nuestra memoria funciona, soportando un hoy borroso que huye de la realidad pasada hacia un relato construido por la plácida inocencia del que nada malo quiere consentir. Mi querido amigo, José Rodríguez me lo relataba en esos términos, recordando aquel viaje que hizo en plena infancia a París.
Como tantas otras cosas imprevisibles, José acabó embarcado en aquel viejo tren de vía improvisada porque su madre no fuera sola. Más asustado que sorprendido, mi vecino tomó una sucesión de embarques encadenados con tal de que su pobre tía Presentación pudiera recibir algo de consuelo ante su recién estrenada viudedad. Alojada en una vieja casona parisina, la tía Presen llevaba años viviendo en aquella hermosa ciudad en plena reconstrucción, ofreciendo a un mozalbete serrano el deleite que la gran ciudad acaba por imponer a todos los que por primera vez experimentamos las montañas de ladrillo y hormigón. De la mano de la Sra. Marcela, José incluyó en su vida una experiencia irrepetible, parte de su legado, esencia de una memoria rica y profusa que, por fortuna, comparte con este que suscribe entre café cortado y tortilla segoviana, ya sea en el restaurante La Fragua, Casa Rinthin o las Palomas en Valsaín.
Ahora bien, uno, que siempre trata de comprender el pasado más allá del relato impenitente que lo envuelve, hubo de comprender que la Sra. Marcela Hervás y José Rodríguez, su hijo, fueron a París hace unos sesenta años gracias a la apertura de fronteras tras la infausta guerra civil española, una vez el dictador hubo logrado el ingreso del país en Naciones Unidas, allá por 1955. He de suponer que la tía Presen acabó con su marido en París a causa del terrible exilio español que nos hizo perder generación y media, cuyo catastrófico quebranto nunca fuimos capaces de recuperar, sombra oscura de una memoria rellenada con medias verdades a tutiplén. Sin ir muy lejos, aquel mismo viaje sería pocos años más tarde repetido por centenares de miles de españoles expelidos del moribundo medio rural en proceso de mecanización y rebotados por una gran ciudad medio industrializada que apenas podía dar espacio a una ínfima proporción de pobres paletos hambrientos de progreso y libertad. Montados en trenes infamantes, llegarían por legión a una Europa ávida de mano de obra barata y prescindible, carente hasta de los papeles con timbre que casi ninguno consiguió enganchar.
Todos esos inmigrantes que habían levantado parte de los cimientos tórridos de una Europa igualmente desmemoriada, mitad exiliados del franquismo, mitad expulsados de una economía restrictiva y catastrófica en su asimetría nacional, acabarían por regresar a este país envueltos en la bruma de la media verdad, en el aturdimiento de un zagal inocente que, del mismo modo que todos los que han seguido persistiendo, ha fiado su presente al convencimiento de que en la memoria trastocada existe una verdad incuestionable.
Será, he de suponer, tarea del historiador precavido y honesto limpiar el futuro de medias verdades, pues, como bien se sabe, son las patas cortas de la mentira las que corren hacia el mañana con mayor rapidez