Esta semana traigo más imágenes que palabras. Porque las primeras son, a veces, más elocuentes que las segundas. Vemos formas que salpican las sombras de monumentos seguntinos, curvas y siseos que hablan de solemnidad y magia. En la capilla de los Arce, o en el crucero de la catedral de Sigüenza, los grutescos toman el mando, se hacen protagonistas. Voy a dejar que ellos nos ilustren.
El Renacimiento en España, que se desarrolla mucho después que en Italia, aporta sin embargo algunas formas (en su expresión artística) que no se conocen en la península itálica. Cuando los primeros balbuceos del nuevo estilo (llamado, curiosamente “a la antica”, a lo romano) frente al pasado gótico al que se llama “nuevo”, fraguan en el llamado “plateresco” castellano, en el que prima la suntuosidad decorativa, y algunos elementos sorprendentes, mágicos, muy ácidos frente a lo que se llevaba: los grutescos. Que venían a ser (resumiendo) como seres salidos del interior de grutas, seres pequeños, húmedos, feos e incomprensibles. Todo ello, bien amarrado en torno a curvas y roleos, daba una nueva decoración a la que se denominó “de grutescos”.
Todo el arte seguntino, catedralicio, que surge durante los episcopados de Bernardino López de Carvajal, y Fadrique de Portugal (1495 a 1532), en un momento de gran explosión constructiva y decorativa, tiene a un selecto grupo de artistas poniendo su mágica visión tallada sobre la piedra. Alonso de Covarrubias participa en un principio, aportando su genialidad, pero también sus maestros (Baeza, Sebastián de Almonacid, Juan de Talavera) y discípulos.
De tal modo que las construcciones que rodean al crucero de la “Fortis Seguntina”, y en las que se centra espiritualidad, reforma, contrarreforma y doctrina, se verán cubiertas de la nueva decoración plateresca. Son esos lugares principalmente la sacristía de Santa Librada, la Puerta del Jaspe, el altar/enterramiento de Santa Librada Mártir, el mausoleo/altar del obispo Fadrique de Portugal, y en el otro brazo la capilla de San Juan y Santa Catalina, propiedad en esos años de la familia Vázquez de Arce, con enterramientos de los abuelos y los padres, de Martín Vázquez de Arce y de su hermano, Fernando Vázquez de Arce, obispo de Canarias, principal ejecutor del conjunto.
Estos grutescos se labran sobre los más variados soportes, aunque fundamentalmente es la piedra blanca de Angón y el alabastro de Aleas los sustratos en los que surge domada esta violencia nueva y expresión del arte. La chapa recortada, el hierro domeñado de los rejeros catedralicios, con Juan el Francés a la cabeza, también recibe el ímpetu de esta fiebre decorativa. Son los frontones, los frisos, los pilares y las roscas de arcos los lugares donde mayormente se desarrollan. Pero también en la madera de retablos y contraventanas, o en el acompañamiento funerario de los sepulcros.
Los dibujos que aquí muestro (algunos de los más representativos, aunque hay muchísimos más) los tomo del libro que escribió y publicó como fruto de su tesis doctoral Margarita Fernández Gómez, en 1987, con el título “Los grutescos en la arquitectura española del Protorrenacimiento”. La evidencia de que la decoración italiana influye en la española, especialmente a través del “Codex Escuarialensis” supone que en esta obra aparezcan muchos ejemplos del nuevo estilo en los edificios que levantan los Mendoza, el linaje más culto de la época, en sus edificios de Mondéjar, Cogolludo, Guadalajara, Sigüenza, Valladolid y Granada. En nuestra ciudad y provincia, son las obras dictadas por el Cardenal Mendoza las que inician esta senda, con detalles importados por su sobrino don Íñigo López de Mendoza, que las aprendió y adoptó en su larga estancia en Roma, los años 1486-87, época en la que era ebullición de arte lo que sonaba en la ciudad del Tíber.
Os dejo, amigos lectores y lectoras amigas, con este breve catálogo visual de los grutescos en Guadalajara. ¿Cómo podríamos vivir sin estos apuntes del arte? Sobreviviendo. Y aspiramos a más. A que salten ante nuestros ojos estas figuras fuera de cánones, estas piruetas de hierro y piedra que no aclaran nada, sino que confunden, como un poema de Kavafis o una sinfonía de Schönberg.