POR ANTONIO HERRERA CASADO, CRONISTA OFICIAL DE LA PROVINCIA DE GUADALAJARA.
Esta semana se me ocurrió que a alguien podría interesarle la evolución y actualidad del Castillo de #Guijosa, en las proximidades de #Sigüenza. Por eso escribí este artículo que he tenido la suerte de que me lo publique #NuevaAlcarria esta semana, pudiendo ser leído en esta dirección: http://www.herreracasado.com/…/lecturas-de-patrimonio…/
ARTÍCULO:
Es el de Guijosa uno de esos elementos que han conseguido sortear las embestidas de los siglos, aguantar los años malos de la ruina y el abandono, y finalmente ver cómo alguien se interesa por ellos, y renacen. Este castillo, olvidado de todos durante siglos, es hoy un espectacular muestrario de arquitectura militar medieval, perfectamente restaurado.
El otoño llama, con sus nudillos encallecidos, al portón perezoso de las memorias. Cualquiera puede tener una alegría, un amor, una angustia desazonante, un principio de delirio. Es más: por las tierras de Guadalajara, que ahora están ya otra vez desiertas, frías y amigables, ronda al pasearlas una agenda que trae en cada hoja un repente de esos que he mentado. No son sólo los quejigares, las alamedas amarillas, el petirrojo que salta de rama en rama o la escarcha del amanecer los que nos saludan. Son esos sentimientos (cada cual con los suyos, pero en tropel siempre) lo que tirita en los bolsillos.
Tras pasar Sigüenza por la carretera que se mete en la serranía que llaman Ministra, entre los eriales que llevan por Torralba hasta Medinaceli, aparece Guijosa en lo alto del valle del Henares. Seguro que habrá luz, o viento, o lluvia, pero la visita a su castillo, a su iglesia minúscula, a su portentoso castro celtibérico, tendrá en cualquier caso el valor de lo nuevo. Hay que llegar, viajero amigo, hasta Guijosa.
La silueta de un castillo medieval
He conocido el castillo de Guijosa de muchas maneras. En una fotografía que le hizo Camarillo, hacia comienzos de los años treinta, aparecía ruinoso, gris, macilento, con un grupo de mujeres tristes y revestidas de paños negros delante. En los sesenta fui a verle, todavía enhiesto aunque con desperfectos, rodeado de carros, gallinas y bastante vida, porque en esa época aún quedaban vecinos activos en el pueblo. Tenía ya, como mantiene hoy, la casa que le pegaron a su muro sur y que no ha habido forma de deshacerse de ella. La construyeron en 1938 y allí sigue, rompiendo la línea valiente de la fortaleza. Fui luego en los ochenta, en una mañana fría de lluvias y nevizna, y más tarde cuando varios muros y parte de la torre se le cayeron.
Fue el momento clave. Si se abandona un poco más, se hunde por completo. Pero se dio la afortunada circunstancia de que lo adquirió un particular que le vió, en aquel momento, no solamente las posibilidades comerciales de convertirlo en algo interesante desde el punto de vista hotelero, sino que le permitió insuflarle el dinero necesario para rehacerle y, con muy buen criterio, restaurarlo en su silueta original y primitiva.
Esa silueta espléndida de castillo llano es la que vemos, violenta y dura, sobre los movidos alcores que van escoltando al río Henares desde que acaba de nacer, un poco más arriba, en Horna. Hasta él puede llegarse desde la capital de la comarca, desde la episcopal Sigüenza, por una carretera errabunda y solitaria que deja ver la distancia opaca del alto valle del Henares. En el pueblo, silencio total. El viajero encontrará la mayoría de las puertas cerradas, los edificios soñolientos y distraídos, sumidos en otra edad remota, y presidiéndolo todo con su sombría y parda coyuntura, el ruinoso castillo, que fue levantado, en el lejano siglo XIV, por don Iñigo López de Orozco, uno de los terratenientes más poderosos que ha tenido la tierra de Guadalajara a lo largo de las pasadas centurias.
Si al parecer fue dueña de Guijosa doña Beatriz, reina de Portugal e hija de doña Mayor de Guillén, la amada de Alfonso X el Sabio; o lo fue el infante don Juan Manuel, escritor y guerrero, español por los cuatro costados, hoy no queda constancia documental de ello. La pertenencia a los Orozco queda probada por el escudo en piedra tallado sobre lo que fuera portalón de entrada al castillo. Muy desgastado por tantos inviernos cernidos sobre el cascote de arenisca, aún se ve el campo español centrado de una cruz floreteada escoltada de cuatro lobos colmados de asombro, con la bordura repleta de las cruces de San Andrés que prueban la participación de su propietario en la conquista de Baeza. Es la enseña heráldica de los Orozco, constructores de aquella monumental «casa«.
Fueron luego los marqueses y duques de Medinaceli, terratenientes de aquellos fríos páramos que cubren entrambas Castillas, quienes se instalaron señores de Guijosa, de su castillo que siempre tuvieron por «casa fuerte» y al que nunca dieron otro cometido que albergar servidores, alcaides cómodos y algún que otro caballo restableciéndose de alguna herida. Lejos de sus palacios de Sevilla o de Cogolludo, los Medinaceli no supieron de aquella posesión sino por los recados de sus propios, que les pedían dineros para arreglarlo. Sería en alguna de esas guerras terribles y reincidentes que, con diversos nombres, han enfrentado entre sí a los españoles, la que acabaría con su silueta valiente, y le dejara en la triste figura en que hoy, desde la distancia, se ofrece a los viajeros.
Para Francisco García Marquina, escritor de versos, de viajes y de epopeyas castilleras, sería este de Guijosa el castillo que escogiera para cultivarlo en una repisa de su biblioteca, como si fuera un «bonsai«. A mí me pareció un catafalco enorme, húmedo, lleno de grietas y de almenas valientes. Sin música pero con ecos múltiples. Ahogado, pero con voz propia. En perenne paradoja Guijosa se arrepiente de existir, y el alcázar que nunca fue (según los papeles) otra cosa que una «casa«, ofrece hoy a los viajeros que hasta él llegan la planta cuadrada, los torreones semicirculares adosados a las esquinas, las voladas cornisas y las almenas puntiagudas. Murallones herméticamente cerrados, y en el interior una torre también cuadrada, con entrada a la altura del primer piso. Tendría estancias, chimeneas y escaleras interiores, pero todo se hundió con el paso de los siglos, y ha quedado solo el cascarón exterior, que no es poco.
No tuvo Guijosa recinto exterior, y en torno a la fortaleza actual hubo un pequeño foso ya relleno. Dentro de él se dieron las escenas más simples de la vida rural. Nunca batalla, ni torneo, ni rapto vio el almenar de este elemento. Solamente la luz rabiosa del páramo, cuando cae justiciera, iluminando los muros, acentuando las sombras crudas de su silueta valiente. Es, sin embargo, un emblema más de esta tierra que tiene el pendón de Castilla por emblema, que sabe de cantos mozárabes, de romances merinos, de filigranas mudéjares, y que en definitiva tiene en los castillos como este de Guijosa su más viejo y cierto papel de identidad.
Propiedad del Estado, en 1973 se sacó a subasta y lo adquirió en ella el arquitecto don Luis Moreno de Cala, quien pagó (al cambio actual) 6.750 Euros por ello. Declarado BIC en 1985, cuatro años después se derrumbó el muro meridional, que los vecinos habían usado como frontón.
Los nuevos propietarios, llenos de ilusión, y al parecer de dinero, comenzaron la recuperación del edificio para convertirlo en un hotel. Se ha reconstruido completa la torre central, y se han consolidado y rehecho las torres esquineras de planta circular, con sus airosos garitones apoyados en cornisas de modillones, así como se han coronado todas las almenas en punta, como manda la tradición y el buen gusto.
Las obras iban a buen ritmo y la restauración se realizaba teniendo en cuenta la estructura original, pero la crisis económica en la que aún estamos obligó a parar las obras y actualmente el castillo se encuentra cerrado y sin ninguna actividad. Intentan venderlo, y barato, pero no hay nadie a quien interese ese conjunto de viejas piedras gloriosas. ¿Para qué lo va a querer nadie, cuando los intereses de la gente van por otros caminos?