POR ANTONIO HERRERA CASADO, CRONISTA OFICIAL DE LA PROVINCIA DE GUADALAJARA.
Esta semana me publica #NuevaAlcarria un artículo en el que analizo un edificio importante de nuestro patrimonio monumental, la iglesia de San Ginés, que fue de la Orden de los Dominicos. Verlo entero y leerlo en:
ARTÍCULO:
Todos los días, unos más otros menos, pasamos ante la mole caliza de la iglesia de San Ginés. Si no el más hermoso, sí uno de los más singulares y específicos símbolos de la ciudad de Guadalajara. ¿Qué hay dentro de ella? ¿Y qué nos dicen sus muros exteriores? En brevedad lo explico, porque el edificio tiene mucha más historia de la que parece.
El actual templo parroquial dedicado a San Ginés, fue primitivamente otro, tuvo un destino diferente al de hoy: era un templo conventual, la iglesia del convento de los Padres Dominicos de la Santa Cruz.
El tal monasterio lo habían puesto, gracias a la magnanimidad del más pequeño de los hijos del marqués de Santillana, don Pedro Hurtado, en 1502, los dominicos en un costado del barranco de Benalaque, en término de Cabanillas del Campo. Allí se levantó templo humilde y casa grande, para que los frailes albinegros se dedicaran al estudio de las Escrituras. Y a la hora de morir, don Pedro y luego su señora, Doña Juana [de Valencia] mandaron poner sus enterramientos hechos al modo de la época, tallados por el escultor de moda de aquellos días o en sus talleres. Para Layna, no cabe duda que en la disposición de esos enterramientos puso mano Alonso de Covarrubias, todavía joven y con dudas sobre las proporciones, mientras que las tallas de los personajes serían debidas a otro escultor, más ducho, y del que no nos ha llegado su nombre.
Pero los tiempos vinieron duros, y los frailes prefirieron poner su casa en la capital, en Guadalajara. Cumpliendo las normas, y tras discutir con los franciscanos, que ya tenían casa, y elevada entre bosques, junto a la puerta de Bejanque, estos la levantaron en los extramuros, frente a la puerta del Mercado. Llevó mucho tiempo hacerlo todo, porque no había dineros para ir deprisa. Y así a lo largo del siglo XVI y parte del siguiente se fue construyendo lo que hoy vemos, el templo y su anejo convento, que pasaría luego, siglos adelante, a ser Hospital Militar, almacén de granos y finalmente Instituto de Formación Profesional, el “Castilla” hoy. El traslado se hizo a partir de 1555.
El templo (hoy de San Ginés) es de piedra labrada procedente de Horche y la masa del edificio resulta en todo caso imponente. El exterior del edificio, que impresiona por su grandeza, ofrece su fachada orientada al norte, para presidir la plaza que tenía delante (el espacio del Mercado, hoy plaza de Santo Domingo) y se forma por dos altos machones que rematan en pequeñas espadañas para campanas, y uniéndolos un gran arco cuyo trasdós está casetonado y alberga una colección de personajes tallados, que no hace mucho (“Nueva Alcarria”, de 26 septiembre 2020) estudié e interpreté como la clásica muestra de vicios y virtudes. Ese arco divide la fachada en dos partes: la alta muestra un pequeño óculo que iluminaría el coro frailuno, acompañado de dos escudos, y en el inferior una puerta sencilla que ya mediado el siglo XX, y con diseño de Fernando Chueca Goitia, se puso en estilo toledano. En lo alto de la fachada, el observador atento puede encontrar todavía medallones tallados representando a una pareja de profetas, también un escudo de la Orden de Predicadores, y finalmente, y muy desgastados por el viento y la lluvia, dos gigantescos personajes tallados, desnudos y armados de garrotes, que representarían a sendos Hércules, o salvajes protectores de la fachada. Por no quedar descripciones contemporáneas, toda esta parafernalia iconográfica queda siempre al albur de las interpretaciones.
El interior es simple, grandioso en proporciones, pero soso en lo decorativo. Tiene una nave con alta bóveda sustentada por columnas adosadas que sujetan arcos fajones. Entre ellas y cobijada su entrada por arcos semicirculares, se abren capillas laterales solo iluminadas por rasgados ventanales que las dejan en penumbra. Las capillas del lado de la epístola se comunican entre sí, lo que al visitante le deja cierto sabor de haber estado en un templo de tres naves. Pero no: San Ginés solo tiene una nave, con sus capillas en los laterales.
En la cabecera del templo, dos capillas forman los brazos del crucero. Los dominicos las vendieron pronto a miembros de la aristocracia arriácense del siglo XVII. La capilla de la epístola estaba dedicada a la Virgen del Rosario, y quedó con ella en 1642 adquiriendo su patronato doña Águeda Ladrón de Guevara. En su techumbre, de escayola, vemos hoy cuatro medallones en los que lucen las imágenes de los cuatro evangelistas, cada uno con su animal identificativo. Hoy en sus muros vemos los restos que quedaron (en la quema de julio de 1936) del enterramiento gótico de doña Elvira de Quiñones, esposa del personaje enterrado en la capilla de enfrente.
La capilla del evangelio, dedicada al Ángel de la Guarda, la compró mediado el siglo XVII don Luis Álvarez Jiménez, por 250 ducados. En su techumbre mandó poner, en escayola, los escudos de su linaje, alternando los de su padre y los de su madre. Estos escudos van en las esquinas, y en los comedios, unas cartelas vanas en las que posiblemente se inscribieron o pintaron frases alusivas a los patronos. Custodiando esas cartelas, parejas de estípites a la romana, alternando varones y hembras con vestimentas clásicas. Pronto la abandonaron y a punto estuvo de hundirse en el siglo XVIII. Hoy en sus muros vemos los también calcinados y machacados restos del lujoso enterramiento de don Íñigo López de Mendoza, primer conde de Tendilla, hijo del marqués de Santillana, y que como fundador del monasterio jerónimo de Santa Ana de Tendilla, en él puso este su enterramiento, que como quedó abandonado en la exclaustración propiciada por el ministro Mendizábal en 1836, se trasladó luego, a finales del XIX, a este lugar, para preservarlo de su destrucción. Que, sin embargo, ocurriría en julio de 1936, cuando a ciertos individuos les dio por quemar iglesias, matar sacerdotes y destruir todo lo que oliera a tradicional y sacro.
Aunque de estos enterramientos (Iñigo López y Elvira de Quiñones) hoy solo queda la estructura y las figuras machacadas de los propietarios, los estudiosos que los vieron enteros, y la lógica más elemental, permiten atribuirlos a Sebastián de Almonacid, el tallista, o uno de ellos, de piezas tan relevantes del arte hispano como el enterramiento del caballero Campuzano en San Nicolás el Real, el enterramiento del racionero Pedro de Coca en Ciudad Real, o incluso el Doncel de Sigüenza en la catedral serrana.
Los dominicos de la Santa Cruz dejaron vacío este templo y su anejo convento en 1836, cuando fue decretada la Desamortización de Bienes Eclesiásticos por el ministro Mendizábal en 1836. Pasó a poder del Estado, que utilizó los edificios para fines cívicos, y el templo quedó abandonado, aunque cedido a la Iglesia para poner en él la sede de la parroquia de San Ginés, que se había quedado sin templo al ser derribado el anterior para construir en su solar el edificio de la Diputación Provincial.
No es San Ginés el mejor ni más representativo edificio patrimonial de Guadalajara, pero al menos es uno de los más vistosos, y quizás el más céntrico, porque ante él se abre hoy el plazal que recuerda el primitivo convento, la tradición centenaria del Mercado, y el símbolo de una evolución en la que los Mendoza, las órdenes religiosas y el pueblo llano ha tenido un protagonismo así cuajado, en la piedra blanca y caliza de la Alcarria.