POR ABRAHAM MADROÑAL DURÁN, CRONISTA OFICIAL DE BELVÍS DE LA JARA (TOLEDO).
Como es bien sabido, la obra más importante de nuestra literatura surge en un momento de crisis y cambio y se ambienta en una España que va conociendo la pérdida del antiguo esplendor. En efecto, el Quijote, tal y como lo concibe Cervantes en el paso del siglo XVI al XVII, da muestra inequívoca de un país que empieza a sufrir la derrota de unos ideales que le habían llevado a ser primera potencia mundial. Sin embargo, hoy conocemos como Siglo de Oro aquellos cien años que van, aproximadamente, de 1580 a 1680, cuando España camina hacia el ocaso, por usar aquella frase de que en sus dominios nunca se ponía el sol, pero se convierte en centro irradiador de una cultura que iluminará las dos partes del mundo conocido hasta entonces.
El Quijote escoge la Mancha como protagonista geográfico y como símbolo y es prácticamente lo mismo que harán los escritores de la llamada Generación del 98 cuando prefieran a Castilla como icono también de una España nuevamente abocada al fracaso tras una guerra devastadora para el país, pero que conoce otra vez una Edad de Plata de extraordinario florecimiento cultural. Si antes citábamos a Cervantes, mencionemos ahora a Lorca como exponente máximo de lo que decimos, autor de esos dramas rurales extraordinarios, centrados ahora en su Andalucía natal.
Cervantes fija la vista en una España que conocía bien y que estaba sumida en una crisis arrastrada ya desde finales del reinado de Felipe II. La quiebra del estado, unida a pestes y enfermedades que asolaron la población (no hace falta establecer aquí el paralelo con nuestro tiempo, por lo evidente que resulta), las malas cosechas y la hambruna determinaron la despoblación del medio rural y la marcha a las grandes ciudades, donde proliferaban los menesterosos, falsos o auténticos, que intentaban ganar la vida implorando la caridad de los demás. Por si fuera poco, medidas muy controvertidas como la de la expulsión de los moriscos (1609), contra la que Cervantes clama en su segunda parte del Quijote, sobre todo desde el aspecto humano, contribuyeron a empobrecer más todavía el medio rural donde dicho colectivo tenía su asiento.
El resultado fue una situación calamitosa, que Quevedo, otro escritor relacionado con la Mancha, y en particular con la Torre de Juan Abad (Ciudad Real), resumía muy bien en una de sus cartas, de 1636: “Ni han sembrado ni pueden, ni hay pan; los más le comen de cebada y centeno; cada día traemos pobres muertos de los caminos de hambre y desnudez. La miseria es universal y ultimada”. Y sin embargo, como en cualquier momento de calamidad histórica, la cultura brillaba con luz propia. No solo Cervantes o Quevedo, también el teatro de Lope o Calderón, la poesía de Góngora y tantos otros convirtieron la cultura española en la más importante de su tiempo en el viejo continente y, por supuesto, también en el nuevo. El Quijote se leyó en el Nuevo Mundo prácticamente nada más publicarse y lo mismo se podría decir del teatro barroco y de tantas otras obras de nuestra literatura.
Así pues, nihil sob sole, que diría el clásico. La misma crisis económica, parecidas pandemias, el mismo abandono del medio rural, incluso también guerras que parecían imposibles. Si a ello añadimos nuevas plagas como las de los incendios que hemos vivido en estos últimos meses, tendremos un escenario todavía más apocalíptico que parece incidir en lo que se adivina inevitable: el abandono del campo y los pueblecitos como el que represento. Y sin embargo, también como en el caso del Quijote, en ellos reside quizá lo que conviene a una sociedad como la nuestra: la recuperación del contacto con la naturaleza, la descentralización de industrias, la no masificación de las ciudades que hacen la vida complicada, el trato humano, etc.
Un abogado ya viejo con quien una vez hablé en Toledo, cuando le dije que estudiaba Filosofía y Letras, me respondió que más filosofía sabía la gente de mi pueblo que todos los libros que pudiera leer sobre el asunto. Con el paso de los años (y han pasado más de cuarenta de aquella charla) he llegado a comprender que no le faltaba razón. Sobre filosofía de la vida nadie puede dar lecciones a mis paisanos. Conocen y disfrutan de otra manera de vivir, más humana, más solidaria y más favorecedora de la libertad individual que la que uno puede tener desenvolviéndose en el medio urbano en que parecemos abocados a subsistir. Gestionan el tiempo de otra forma, entre otras cosas porque les sobra. Es verdad que no tendrán el internet a una determinada velocidad, que el operador de telefonía móvil tal vez no llegue a todos los rincones donde habitan y otras muchas cosas; pero no es menos cierto que la vida pasa en ese medio a una velocidad más humana, que quizá permite lo que yo creo que puede ser una existencia más vivible. Menos internet y más inter nos, si se me permite el juego de palabras. Ese filósofo de pueblo que era Sancho Panza refería un cuentecillo en el cual una viuda moza, rica y principal, se había enamorado de un mozo rudo y alguien la reprendía diciéndole que podía haber escogido cualquier hombre como ella, rico y sabio, y respondía la joven con mucha desenvoltura: “Para lo que yo le quiero, tanta filosofía sabe y más que Aristóteles”. Las cosas que verdaderamente importan no saben de títulos ni de otras cuestiones que no sean el corazón.
La alabanza del medio rural cristaliza en nuestra literatura clásica en el tópico de la alabanza de aldea y el menosprecio de corte, que entre otros utiliza fray Antonio de Guevara, pasa por alabanzas de la vida retirada, como la conocida oda de fray Luis y llega hasta el ilustrado siglo XVIII, cuando los poetas como Meléndez Valdés y otros alaban la vuelta al campo, aunque -como era normal en aquel siglo- con fines utilitaristas. Pero no acaba ahí el elogio, continúa en siglos posteriores, y baste quizá mencionar Los pueblos, de Azorín, por citar otro de nuestros grandes noventayochistas, que supieron apreciar lo que suponía la vuelta a la sencillez, a la vida rutinaria pero tranquila, a la felicidad sin alharacas.
Sin duda, así lo creía también Sancho Panza, por terminar con una referencia a la obra con que empezábamos, cuando despreciaba el gobierno de su deseada ínsula (una vez experimentados sus sinsabores y amarguras) y se proponía volver a su aldea, en compañía del rucio, para disfrutar de sus vecinos o compartir la vida con su mujer e hijos. Favorecer esa vuelta en nuestros días, facilitando los medios de vida a nuestros jóvenes, haciendo atractiva la vida en el entorno rural puede ser una solución para esta sociedad posmoderna y deshumanizada que nos ha tocado vivir.
FUENTE: http://femp.femp.es/files/842-381-fichero/Carta%20Local%20n%C2%BA%20360,%20septiembre%202022.pdf