POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA).
Dentro de cada ser humano habita un lobo. Oscuro y tenaz, paso a tranco, camina por nuestra vida traqueteando entre pinos y robles. Con ese correr de cuerpo torcido y mirada fija en el horizonte, mantiene alerta lo poco de salvaje que queda en nuestro interior. Ora despierto a la sombra del roquedal del mirador de Majalgrillo, en la umbría del paredón de la Chorranca; ora correteando en las altas llanuras de la fuente del Tío Levita, en la pradera decadente de la majada Mayoral o entre los pinos achaparrados y retorcidos que se acuestan sobre la ladera del Nevero, el lobo nunca deja de perseguir, nunca abandona la búsqueda, pues, en el fondo de su salvaje determinación subyace una férrea voluntad de acabar lo empezado.
Es quizás por ello, por lo que renegamos de nuestra naturaleza lobuna. Gregarios al servicio de la comunidad, los lobos se emplean sin descanso para que la manada sobreviva. No importan las lomas empinadas y canchales de roca hipócrita y afilada; apenas una molestia el congelador arrebato de la nieve inverniza en la yema de las pezuñas o el abrasador fuego que el sol de julio regala a las Peñas Lisas que no alcanza el Carneros a refrescar. El lobo, sin descanso, persigue el rastro de la cabra saltarina y jugosa, el correteo del jabalí cebado por las doradas bellotas de un mar de robles o la corza de lomo moteado y mirada perdida entre los avellanos silvestres que rodean el Colmillo del Diablo. Todos aquellos saben de la negrura insobornable que acecha tras la noche opaca de los tejos milenarios. Allí, entre la oscuridad lacerante que brota en las cercanías del arroyuelo de Valdeclemente y la profundidad insondable de las faldas de un millar de tejos, habita ese lobo de colmillo recto y salivado que tanto aterroriza a quien nada quiere del recóndito rincón olvidado del alma humana. Ese rincón donde sobreviven el esfuerzo compartido y la determinación por la preeminencia del grupo; donde muchos es más que uno y nadie duda en darlo todo por el bien común; ese rincón, digo, donde todos somos lobos al servicio de una alobadada madre que por todos vela y a ninguno rechaza, siempre será perseguido por el condenado lobero que a todos nos fue inculcado. Ese lobero que, presa del privilegio, socaba la unidad de la manada y, dando caza a la loba parda, deja sin sentido una existencia de natural colaboración existe detrás de cada página que leemos, en cada enseñanza doctrinal y cada dogma insuflado en beneficio de un urbanismo sociabilizado lejos del fuego intenso escondido en nuestros amarillentos ojos lobunos.
Bien claro lo tenía el marqués de Galiano, intendente de estos Sitios durante los últimos años del rey Felipe V y, más allá, en los tiempos de abandono del valle tras su muerte. Afincado el sucesor, Fernando VI, entre Madrid y otros lares, bien lejos del bosque de Valsaín y sus refulgentes pinos eternos, la intendencia dedicó sus esfuerzos a deshumanizar el bosque y explotar al máximo cada uno de sus recursos. Paso de mestas y ganados, cazadero de privilegio real, la lobera de Peñalara fue sentenciada por aquellos que entienden el privilegio como único y necesariamente defendido por todos. Contratados ya en 1756 por Galiano en nombre del rey, Pedro Buisán y su compadre, Felipe Landús, limpiaron vallejos y navas del trote inmisericorde lobuno que todos ansiamos ver cada vez que ponemos un pie en el corazón del Guadarrama. Armados de trampas imposibles, artilugios dentados de grimosa visión, Buisán y Landús dieron caza a cuantos animales, a decir de la documentación, nocivos recorrieran las sendas del bosque. Linces y garduñas, tejones, jinetas y gatos monteses; hurones de hocico alargado y zorros rabilargos de tostados brillos en la lejanía; alcotanes briosos e imponentes águilas reales, perdiceras y hasta imperiales; búhos altos de mirada penetrante y milanos reales, negros y acicalados por un millar de vuelos sostenidos al calor de la presa que fuera; todos ellos fueron presa de Landús y su adlátere, bien pagados por la corona que apagaba todo lo humano capaz de titilar en la absoluta oscuridad que acompaña la defensa del privilegio.
Y, por supuesto, lobos.
Loberos experimentados, Landús y Buisán dieron término a manadas enteras de cazadores serranos, reguladores de un biotopo que, sin ellos, hubo de precisar de la lobera humana que normalizara aquel sindiós tan frecuente en los bosques intervenidos por la estulticia al servicio de la razón. Mala peste perseguida hasta su erradicación, el bosque perdió el lamento crepuscular del lobo que llama a su manada, del quejido nocturno del que se sabe acabado y el llanto roto de nuestro ser cuando descubre que ya nada discutirá este pisar por la senda que habrá de llevarnos hasta la majada perdida en el Raso del Pino. Allí sentados, viendo cómo el frescor de una sangría que nunca deja de manar, entendemos la vida incompleta de quien recorre el porvenir a la espera de una alerta que nos haga reaccionar. Abatido el lobo y rota la manada; destruida la lobera y olvidada la lobada, nada nos queda por temer en esa noche asfixiante que acunan las ramas bajas del calocedro.
Y, sin miedo al lobo que hemos terminado por sacar de nuestro interior, como dijera Hobbes en ese Leviatán al que reza mi querido Joaquín González Herrero, el hombre acaba por ser un lobo para el hombre. Mezquino e individualista, amante del privilegio a costa de la supervivencia del grupo, nunca más manada, ya no hay loba parda que marque un norte ni cacería que nos haga sobrevivir hermanados. Presos por el cepo de Landús y Buisán, caemos en el olvido de una naturaleza salvaje e irrefrenable, una fuerza brutal que grita en nuestro interior con cada miserable rendición que asumimos; un estertor lacerante y arrebatador que habita entre las penas lloradas y las lágrimas cantadas en patético lamento descorazonador.
Seamos lobos, queridos lectores, y, mirando a los ojos entrecerrados y rastreros de ese Landús que nos atemoriza con el dentado lazo de la desmemoria, aullemos una vez más la brutal belleza nunca perdida de esa luna negra que nos abrasa el interior.