POR JOSÉ ANTONIO LINAGE CONDE, CRONISTA OFICIAL DE SEPÚLVEDA (SEGOVIA)
Se dice a veces que el Código Civil tiene a los animales por cosas, los equipara a ellas. Pero la cuestión no esta bien planteada de esta manera. Los animales y las cosas son tan distintos que no podían identificarlos los redactores de ese cuerpo legal. Lo que hicieron fue recurrir a una ficción jurídica para resolver ciertos problemas del derecho de propiedad y sus derivaciones en los casos en que los animales tenían un valor económico y en consecuencia hacían parte del patrimonio. Lo mismo hizo tácitamente el tratado de Roma al crear en 1957 la comunidad europea, aunque la actitud de ésta empezaría a cambiar sin tardar, pero con mucha lentitud.
Nuestro argumento aquí es iusprivatista, pero teniendo en cuenta tales antecedentes y la falta hasta ahora de atención a él en nuestro derecho, nos es preciso comenzar exponiendo unos fundamentos generales, con validez para todas las ramas del mismo, por más que algunas nos queden muy lejos, dada la vastedad del tema. Pensemos en los convenios internacionales sobre la pesca de la ballena.
Así las cosas, el diagnóstico de tales posturas no admite medias tintas. Iban en contra de la realidad y llevaban literalmente la contraria a la definición del Derecho Natural, o sea, el conjunto de los principios jurídicos fundados en la naturaleza del hombre, considerada en sí misma y en sus relaciones con el orden universal de las cosas. De esa realidad hacen parte esencial los animales, que son seres vivos dotados de sensibilidad y por lo tanto con capacidad de sufrimiento.
De cuando en vez se tenía ello en cuenta en nuestro derecho positivo, pues se trataba de algo tan evidente y en contacto tan continuo con los hombres y la sociedad que no podía preterirse del todo. Así hay que ver los esporádicos impulsos y desahogos de legisladores de buen corazón, como el 12 de marzo de 1924, fecha de un decreto que prohibía usar pinchos en el transporte, y salvo en las orejas y el cuello se oponía a las marcas a fuego.
En 1864 se publicó la monumental Vida de los animales, de Alfred-Edmund Brehm, el cual concluía que “el hombre es el que abre o cierra la serie de los seres vivos que nosotros llamamos animales”. El mismo alejamiento del antropocentrismo es el de Bernhard Grzimek en su enciclopedia del mismo título, aparecida en 1971, pero el progreso del conocimiento del comportamiento animal entre una y otra fecha le hizo ir más allá, al recordar que “nuestro juicio sobre los animales está inconscientemente influido y deformado por nuestros mismos instintos e impulsos, siendo la convicción de ser nosotros mismos una parte vulnerable de la naturaleza lo que puede situarnos frente a las demás criaturas de una manera mucho más humilde y cerrarnos el paso a opiniones provenientes de nuestro mundo intelectual”.
Era inevitable aceptar una mayor cercanía del hombre al animal. Para aquilatarla se han hecho estudios profundos. Es instructiva la miscelánea Ética animal de la Universidad de Comillas (2019). Se demuestra en ella que los animales son capaces de estados mentales intencionales. Se reconoce la existencia de un pensamiento animal, formado por la manipulación de representaciones mentales, la percepción, las creencias y los deseos, discutiéndose si llega a naturaleza conceptual o no. Se analizan sus capacidades cognitivas, tal el aprendizaje rápido de nuevas contingencias, llegando a la metacognición y, en cuanto a los primates, a la interacción intersubjetiva ya propia de la persona. Son novedades, pero no tanto, pues hace más de cien años el veterinario Félix Gordón Ordax, más conocido como político, había publicado en León un libro sobre la psicofisiología de los animales domésticos que nos sigue resultando asombroso, y Adolfo Posada, el jurista más influyente en la redacción de la Constitución de 1931, en su libro Literatura y problemas de sociología, defendió la existencia de reglas jurídicas en los animales que viven en colectividad, lo que obligaba a plantearse, con Herbert Spencer (La justicia, 1890; su primer capítulo se titula “Ética animal”), Romanes (Animal intelligence, 1892) y Edmund Picard (El Derecho puro, 1911) una revisión de “las proporciones de la presencia del Derecho en el vasto océano del mundo”.
Estos son los caminos del hallazgo de nuevos principios en la dogmática jurídica, pero no creemos que eso sea lo más útil en el estado actual de las cosas, y por otra parte nos vendría dado como una consecuencia si avanzamos en la buena dirección, que es la protección jurídica del animal, justificada sencillamente por su condición de ser sintiente, demandante de una normatividad amplia, hasta general, la cual por la fuerza misma de las cosas originará una densidad jurisprudencial rica y variada, y también en la práctica notarial, teniendo en cuenta la falta de antecedentes y la fecundidad del tema.
En todo caso, hemos de asumir que Occidente no puede esquivar en este ámbito su responsabilidad ante el tribunal de la historia. El principio budista del respeto a todo ser vivo y el postulado de la compasión universal -el jainismo lo extendía a la plantas-, entre nosotros han sido privativos de algunas individualidades, y las ha habido muy alejadas de ello entre las eminentes. En Oriente hay que recordar también la mayor proximidad a esos postulados del hinduísmo, por su tesis de la índole única de la naturaleza, y del taoísmo por la integración en el Tao de todos los seres.
Ha sido en la segunda mitad del siglo pasado cuando en la actitud del hombre occidental hacia el animal se han abierto paso la reflexión y un sentimiento de las suficientes extensión e intensidad como para reclamar un cambio legal de una envergadura correlativa. Una situación en la cual, en la búsqueda de precedentes doctrinales, es fructífera la exhumación de mentalidades un tanto olvidadas, pero de actualidad en esta nueva coyuntura.
En 1915 Fernando de los Ríos Urruti publicó el libro La filosofía del Derecho en don Francisco Giner de los Ríos y su relación con el pensamiento contemporáneo, exponiendo la doctrina del mismo desde 1871 (Principios elementales del Derecho), 1873 (Principios de Derecho Natural) y 1878 (Notas a la “Enciclopedia jurídica” de Ahrens). Se preguntaba quién es sujeto de derecho en las relaciones inmanentes o transitivas en que el Derecho se desenvuelve y en el contenido de las prestaciones o servicios que le constituyen, contestándose que en la relación jurídica de sujeto a sujeto, de ser a ser, sea libre o no, animado o inanimado, existen el sujeto de los fines, condicionado, interesado, pretensor, y el sujeto de los medios, condicionante, deudor, obligado. Él opinaba que como sujeto de los fines, todo ser es sujeto jurídico, porque a esta dignidad le eleva, no la conciencia o razón, sino la finalidad que no falta a ningún ser. Distinguía las nociones de persona y de sujeto, por no necesitar éste capacidad para obligarse, sino que todo ser, en cuanto tiene necesidades cuya satisfacción dependa de la conducta de alguien, es pretensor respecto de éste de la actuación libre del mismo.
Yo no pretendo entrar aquí en el debate de si los animales son o no sujetos de derecho. Voy a limitarme a consignar las respuestas a la opinión negativa que da una tesis de Zaragoza con mucha información y haciendo hincapié en los aspectos prácticos, Los animales y su estatuto jurídico (2019), de Concepción Castro Álvarez. Advierte que el reconocimiento de derechos a los animales debe hacerse con arreglo a su naturaleza y capacidades, con lo cual queda despejada una de las objeciones, la que esgrime las diferencias de hecho entre la especie humana y las demás. La negativa a la atribución de los derechos por correlativa a la falta de deberes, no sería admisible pues se los negaría también, por ejemplo, a los recién nacidos y a los dementes, sin que valga el argumento de su titularidad potencial. Por motivos gemelos cae también el pretendido escollo de la imposibilidad de reivindicar esos derechos o reclamarlos en juicio. El tratadista de Bioética, Diego Gracia, reconocía que los animales no son agentes morales, pero sí sujetos morales, y no exclusivamente pasivos, por sus capacidades de afecto, fidelidad y otras. En cuanto a la falta de lenguaje, es algo superficial, pues lo que cuenta son las facultades de comunicarse que los animales poseen (acumular ejemplos no sería difícil, incluso sin salirse de la experiencia ordinaria; así los reclamos de las aves y los rastros de los lobos para marcar sus territorios). Lo distintivo de los hombres en este orden de cosas es la escritura, pero es evidente que su ignorancia no priva de sus derechos a los analfabetos. Jeremías Bentham, creador del utilitarismo, ya en 1789 se había preguntado: “no se trata de si los animales pueden razonar o hablar, sino de si pueden sufrir” (Introduction to the Principies of Moral and Legislation). En 1909, René Demogue, en la Revue trimestrielle de droit civil, defendió esa capacidad de los animales con el único argumento de tener facultades emocionales y sensaciones tanto agradables como dolorosas, lo mismo que los niños antes de aprender el habla (“La notion de sujet de droit”).
Ahora bien, a la hora actual, lo que interesa y está en juego es la protección jurídica del animal y la rectificación del estado de cosas precedente. La calificación teorética del estatuto resultante será una cuestión doctrinal a perfilar y discutir por los tratadistas. Al legislador no se le debe pedir que se anticipe a las competencias de éstos sino el esmero en su ineludible pragmatismo tras la formulación de un principio rector capaz de inspirar su normativa.
La falta de este principio ha dado lugar a la increíble omisión de protección a los animales salvajes al introducirse el delito de maltrato o abandono de los demás en el artículo 337 del Código Penal, con lo cual se mantiene la negativa actitud ancestral en una materia metafísicamente indivisible. Una omisión parcial más chocante y censurable que el silencio total.
La primera intervención europea protectora de los animales fue la tomada por el Consejo en 1961 sobre los transportes, partiendo del postulado de “un trato humano” a los mismos. La expresión tiene un significado decisivo, el enraizamiento en la sensibilidad humana de su valoración de la sensibilidad de las demás criaturas, lejos de cualquier pugna entre los espacios de la una y la otra. Ello ha estado presente en todo el derecho europeo que siguió, como el Tratado de Maastricht de 1992 y la resolución parlamentaria de dos años después, y al fin el Tratado de Lisboa de 2009. De éste, desde luego un paso adelante, hay que destacar su timidez, al no incluir la materia entre los valores básicos de la Unión enumerados en el artículo 2º, y la amplitud negativa del artículo 13º, regulador del bienestar animal, en la acogida en términos literalmente ilimitados de los ritos religiosos y las tradiciones culturales y regionales incompatibles con él, mientras que el Tribunal de Luxemburgo se manifestó contrario a dar categoría de principio general a dicho bienestar en su sentencia de 12 de julio de 2001.
Más los que van a llevarnos a nuestros cauces civilistas son los animales de compañía. El convenio europeo de 1987 sobre éstos ha sido ratificado por España treinta años después. A la vez que se presentaba en el Congreso una proposición de ley, modificativa en el ámbito animal del Código Civil, la Ley Hipotecaria y la Ley de Enjuiciamiento Civil. A los dos años, en 2019, se ha publicado en el Boletín de las Cortes Generales el informe de la ponencia correspondiente recomendando la aceptación de algunas enmiendas. Sobre ello ha escrito en el número 72 de EL NOTARIO DEL SIGLO XXI el diputado Guillermo Díaz Gómez.
En el texto podemos distinguir tres partes, a saber: las normas generales, los animales de compañía y los destinados a una finalidad productiva. Para éstos recoge la regulación anterior, modificada en lo preciso para adecuarse al repudio de su consideración como cosas.
Los animales se definen como seres vivos dotados de sensibilidad, y se impone a sus propietarios, y especialmente a sus vendedores, el respeto de esa naturaleza y el aseguramiento de su bienestar, ratificando la prohibición penal del maltrato, el abandono, y el sacrificio sin atenerse a las normas legales.
Se regula el hallazgo de los animales perdidos, imponiendo al hallador la obligación de localizar en lo posible a su dueño y restituírselos y el derecho a hacerlos suyos al cabo de seis meses. Es muy acertado el derecho de retención que se le atribuye en el caso de recelo de ser el animal víctima de malos tratos o abandono. Es lamentable que no se haya incluido la prohibición de los premios consistentes en animales, salvo de los productivos y con las debidas cautelas, pues ello es un supuesto típico de su consideración como cosas.
El tratamiento especial de los animales de compañía responde a una realidad, por tremendamente humana, de reconocimiento inexcusable. En ellos el vínculo entre hombre y animal es tan intenso e íntimo que puede penetrar en las mayores profundidades psíquicas de la dimensión afectiva de la vida, lo cual no solamente es lícito sino valorable y acreedor a la tutela jurídica. Acorde a ello, la proposición prohíbe el pacto de extensión a ellos de la hipoteca, y les declara inembargables.
Teniendo en cuenta que animal de compañía vale tanto como de familia, es inevitable la repercusión en ellos de la ruptura de ésta. En ese orden de cosas, se atribuye naturalmente su propiedad al cónyuge que la tenía antes de casarse, pero el destino de todos ellos se regula tanto por el interés de las personas como por el bienestar del animal, con independencia de la titularidad dominical, y caso de confiarse a un cónyuge se reconoce al otro su tenencia o contacto con ellos de alguna manera, incluso repartiendo el tiempo del disfrute.
Estos preceptos implican un reconocimiento de la psicología animal, materia en la que los jueces podrán pedir el dictamen de expertos. Por ejemplo, un juez de Valladolid, a 27 de mayo de 2019, dividió la posesión anual de un perro entre los dos cónyuges por semestres. Uno de los letrados comentó que los cambios tras períodos tan largos iban a ser muy perjudiciales para el animal. Yo no entro en la materia, solo subrayo la necesidad de tenerlo en cuenta para su examen y decisión.
El anhelo humano de asegurar el bienestar de los animales, sobre todo los de compañía después de la muerte es natural y legítimo. Su satisfacción es viable con la aplicación del Código Civil. Éste podría desarrollarse con algunos preceptos específicos, pero no es necesario si no nos olvidamos de que la voluntad del testador es la ley suprema de la herencia en la medida de lo hacedero, su potestad jurídica sobre el más allá de la vida, como tituló un libro Niceto Alcalá Zamora. La vía será la imposición de ese cometido a los herederos, o incluso a un legatario, como modo o carga. Partiendo de una confianza plena en los designados, será aconsejable la previsión de medidas tendentes a la prueba de su cumplimiento, y a la sustitución del obligado en caso de imposibilidad. Oí decir una vez que como nada queda atado y bien atado hay que procurar dejarlo lo menos desatado posible. El asesoramiento del notario tendrá en la cuestión un papel decisivo, incluso potencialmente creador de derecho como en otras ocasiones ha ocurrido. A propósito de las idas y venidas del derecho al sentimiento recuerdo una conferencia del notario Faus Esteve en la Academia Matritense del Notariado sobre las separaciones matrimoniales, con el consabido rigor, pero estimulando a los compañeros a mediar para evitarlas hasta el último momento.
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