POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA).
Allí en lo alto, entre los picos serranos más agrestes, hay un lugar donde los árboles se acuestan para que las ramas broten de sus panzas en rectitud insensata. Tumbados sobre la espalda de su tronco, engordan la madera hasta enterrarla en el pedregoso suelo, mientras las raíces más insólitas parten de su pecho, alimentando así una vida inventada. En esa traza antípoda, las ramas han perdido el sentido que la vida da a cada ser dentro de aquella normalidad aburrida de raíz vertical y tronco exento. Tímidas al principio, estas acaban por desplegar su batería de acículas verdes y enhiestas, picosas y nutrientes para la lengua que ha sabido trocar la sensibilidad en delicioso y amargo deleite. A los pocos decenios, se puede comprobar que árbol y tronco, rama y raíz, acícula y corteza, han mezclado su materia, no sabiendo dónde empiezan las unas y terminan los otros.
Es posible que la altitud donde este prodigio tiene lugar haya influido en tamaña configuración de esperpento vegetal; que la pureza del oxigeno haya impelido a esos paisanos a tomar un camino errático; que la ausencia de contacto con la humanidad, con la fauna, con quien sea, haya confundido el plan que desde la nuez empujaba a esos titanes a crecer alto, cavar hondo y comer piedra. Quién sabe si la escasa concurrencia hambrienta de hoja verde y corteza tierna hizo que aquellos pimpollos olvidaran el crecer persiguiendo al sol. Igual la soledad de la cima, el frío de la sierra y el soplar de la llanura norteña acabaron por enloquecer la naturaleza inherente a madera y raigón. Lo cierto es que, no sabría decir cómo, aquellos árboles centenarios decidieron en algún momento tumbarse y crecer acostados como patricio en triclinio inmortal, convirtiendo la pradera de Majalasna en el museo de lo irreal. Y la naturaleza, que sabe y es, acompaña tamaño dislate en un entorno sacado de un paisaje inventado por Joseph Malord William Turner. Así, del mismo modo que los árboles se solazan, los roquedales brotan de la pradera como inmensas setas de brutal y desafiante granito, afilado en la distancia y masivo, descomunal y agreste en la cercanía. Sale uno del arrebol de la fuente de los acebos, donde pino y escorrentía se encogen amenazados por el murallón azulado; donde pastor, cabra, oveja y vaca majadeaban a cubierto del temporal; y se estampa con aquel paisaje ilusorio de la cuerda de Siete Picos, de pinos agotados y rocalla manante en cascada vertical. Y rodeado de aquella ilógica realidad, me vino a la cabeza esa vieja idea con que Platón nos instruía en el aprendizaje del camino hacia la verdad ubicada allá en lo alto, donde lo excelso tomaba asiento. El ser humano, por tanto, ignorante e imperfecto como la realidad que le rodeaba, debía ascender por empinado canchal hasta romper en la cresta de esa montaña en que el viejo ateniense imaginaba la perfección de lo absoluto.
El ser humano, por tanto, ignorante e imperfecto como la realidad que le rodeaba, debía ascender por empinado canchal hasta romper en la cresta de esa montaña en que el viejo ateniense imaginaba la perfección de lo absoluto
Quizás por ello y porque un servidor tiene poco de platónico y mucho de tomista, amante como soy del sensato descreimiento con que Guillermo de Ocham todo lo invalidaba, llevo una eternidad persiguiendo toda cima, pico, loma y cumbre que se precie. Empeñado en asumir la perfección, he llenado mis doloridos pulmones, veteranos de mil batallas perdidas, con el frío aliento de la montaña segoviana y madrileña que nada entiende de jurisdicciones y sí de belleza eterna y dura como el peñascal. Y, alcanzada aquella altura inmaculada de viento cortante y roca pulverizada en fina arena, lo único que he podido encontrar ha sido la belleza de una imperfección sin igual. Esta, de humana que es, me hace sentir escalofríos sólo de pensar en todos aquellos que gastan su vida en el esfuerzo de lograr esa absoluta falacia. Engañados, confundidas por un ideal ejemplarizante que empuja a la sociedad a transitar de espaldas a la naturaleza, hemos de ver cómo una y otra vez políticos hambrientos de poder que pontifican desde un púlpito putrefacto de mentira; líderes irresolutos en la búsqueda de su propia consolidación a costa de consumir cualquier idea; héroes amorales instigadores de mucho consumo y poca reflexión; y mujeres infladas por un ego descomunal que idolatra la estulticia; todos ellos, digo, nos enseñan un camino absurdo y alejado de lo que la naturaleza siempre nos ha dejado entrever: que la perfección ni es absoluta ni es una.
En consecuencia, perdidos como estamos, en lugar de escuchar la fina brisa que baja desde cerro Ventoso y se encajona en la pradera de Navalviento al arrullo del arroyo Minguete; dando la espalda al tenue rumor que la ventolera arranca de las copas aterciopeladas de pinos y serbales, retorcidos robles, oscuros tejos, acebos erráticos, saucos en flor y avellanos de dulce fragancia; encerrados en una realidad incomprensible, nos hemos dejado arrastrar más allá de la sierra, lejos de los pedregales de Siete Picos, donde la dura roca se eleva sobre la cresta de la sierra y los maravillosos árboles se tumban sobre los troncos, dejando que sus ramas ocupen un espacio de asombrosa sencillez.
Seamos, queridos lectores, como esos pinos de la pradera de Majalasna. Dejemos que nuestras entrañas decidan qué hacer, cómo vivir y que nuestras ramas sigan el camino que la naturaleza, sabia, pulcra y eterna, nos muestra lejos de cualquier ejemplo artificial; pues, en la singularidad de nuestra realidad única se halla la más absoluta de las perfecciones.