POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA)
Resulta que el otro día tuve la suerte de compartir banco en la pradera y conversación con mi querido amigo Luis Sanjuán, que trabaja desde hace unos cuantos años, lustros diría yo, en el Centro de Montes de Valsaín. Y es que ando yo preocupado por todo este revuelo que ha montado la declaración de la sierra como Parque Nacional. Especialmente me intriga la figura que finalmente recibirá mi querido pinar de Valsaín, auténtico paraíso en la tierra. Luis me confirmó que, si bien no formará parte directamente del Parque Nacional, será un anejo de éste, espacio singular de protección especial, debido a la especial idiosincrasia de los usos tradicionales a que está sometido, incompatibles con la figura del Parque Nacional.
Un servidor, que no es nada suspicaz, se pregunta qué ocurrirá a partir de este momento con los usos tradicionales no recogidos en la letra pequeña. ¿Hasta qué punto podremos caminar libremente por los senderos del pinar? ¿Habrá zonas de exclusión, como ocurre en los Parques Nacionales de las Islas Canarias? ¿Montaremos a caballo entre los pinos? ¿Nos dejarán correr tras las mariposas? ¿Podremos seguir cogiendo setas?
Espero que esto último no corra el camino de la caza, pues, no sé qué haríamos mi querida amiga Mariángeles y el que suscribe sin poder llevarnos al coleto unos pocos hongos, setas de caña, níscalos, setas de los caballeros y tantas otras que no quiero decir ni señalar, para no atraer demasiados moscones. ¿Qué sería de mí sin las croquetas de boletus de Perico? Desde luego, me niego a renunciar al carpacio de hongos de Don Javier Herrero, en La Fragua, o a las virguerías que con ellos hace Ana, en el Hotel Roma, Zaca o, por supuesto, La Hilaria.
Y aunque siento verdadera preocupación en este aspecto, he de reconocer que, mientras me hablaba Luis sobre la protección que recibirá el pinar, no dejaba yo de pensar que, por fin, podré abandonar la desazón que me producen los maravillosos árboles que pueblan el Real Sitio. Que he visto caer tantos y tantos queridos amigos en estos años que hemos compartido, que me cuesta hablar de ellos un potosí.
Desde aquellos imponentes olmos a los que trepaba en mi niñez, en la Pradera del Hospital, al precioso castaño de indias inclinado de la Puerta del Horno. Aquellos fueron víctimas de la maldita grafiosis, que nos robó la sombra impenetrable; éste último, talado en aras del urbanismo moderno y sin corazón. Aquel que lo cortó tenía que haber visto a todos los chiquillos del Real Sitio, colgando los pies de su gruesa rama. Estoy seguro de que habría llorado como el doncel del romance del conde Olinos.
¿Quién no se acuerda del pinsapo que tumbó la tormenta de aire o del haya que sucumbió lacerando la imponente secoya? Qué decir de la hermosa obra de jardinería de las calles del Real Sitio, las acacias injertadas para cerrar sus copas en bola, o de los abetos de los jardincillos, hoy reducidos a meros floreros, sin paisanos bajo su sombra ni golfillos colgados de sus brazos. Aún me acuerdo de aquella rama del gran cedro del parterre de Andrómeda donde se sentaban las chicas y las mecíamos, mientras nuestros ojos se encontraban, sobrando las palabras y estirándose los segundos a milenios.
Y la extraña araucaria de cenador de Alfonso XIII, de aspecto marciano, o la sóphora japónica, mamut en miniatura que custodia la gran secoya, a quien siempre hemos llamado La Reina, por cierto, por mucho que se empeñen en cambiar su nombre guías oficiales y apócrifas, bajo cuyas amplias ramas descansaron los regulares del quinto tabor de Melilla al terminar la batalla de La Granja.
Del mítico ginkgo a los monumentales cedros del Líbano, felices de no estar cerca de un puerto, o las magnolias imperecederas, inspiradoras de plúmbeos esmaltes vidrieros; las hayas rojas que abrasan con su color la fuente de las ranas y aquel cedro taladrado por un rayo salvaje; del tilo medicinal de la fuente de la mimbrera al Paraguas del Mar o el desaparecido Gurugú; todos ellos fueron y son protegidos por Patrimonio Nacional, cuidados por sus maravillosos jardineros y estudiados por mi buen amigo Juan Fernando, han de servir de inspiración en esta nueva etapa del paraíso en la tierra. Que, si bien las montañas son un espectáculo y su efecto meteorológico es la esencia de nuestro maravilloso clima serrano, son los árboles que las pueblan el verdadero Parque Nacional.
El pasado domingo, con mi incansable amigo, el Sr. Bellette, recorría una pista perdida mas allá de la fuente de la Chorranca, cerca del Raso del Pino y nos dimos de bruces con un colosal pino. «Esto no es un pino, amigo», dije al Sr. Bellette, ´esto es Valsaín´.
Espero que esos cuarenta metros enhiestos entre marrón y naranja y con un plumazo de verde en todo lo alto me sigan acompañando en mi transitar por este valle glorioso de San Alifonso, como decía aquella crónica del rey justiciero, ya que de justicia es proteger este vergel. Y responsabilidad generacional.
Fuente: http://www.eladelantado.com/