POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA).
En lo más recóndito de los rincones olvidados suelen esconderse las respuestas a no pocas dudas existenciales. Allí, ocultas a las miradas curiosas y, sobre todo, al inquisitorial cuestionamiento del común que no tiene tiempo de comprender al prójimo, yacen muchas de las explicaciones que no queremos dar, que no queremos recibir. Comidos por la maleza, en la oscuridad ancestral del desconocimiento forzado, aquellos parajes penan en un eterno sinvivir a la espera de que el tiempo acabe por colapsarlos o la fortuna haga que un ápice de luz devuelva ese rincón al frontal vigoroso de la existencia comprendida.
Así deben sentirse, sin duda, las ruinas existentes en el esquinazo bajo del Parque Real de San Ildefonso. Languideciendo entre tilos tiñosos, pimpollos de olmo en infancia mortal, acacias reviradas, castaños consumidos por la socarrina, minadas sus hojas por la cameraria que todo lo devora, rebollos apelotonados y enredaderas que cubren cualquier superficie, enfermas éstas de aquel miedo al vacío que poseía a los alarifes andalusíes; ocultas, digo, en una esquina de humedad palpitante y oscuridad lacerante, subsisten al eterno olvido los restos de una construcción conocida por este humilde Cronista como los Baños del Infante Francisco de Asís. Apoyados contra el muro exterior que da paso al plantel de la Faisanera, en la parte baja de los Jardines del Palacio Real de San Ildefonso, aquellos baños de construcción decimonónica cerraban el espacio ocupado por el plantel levantado durante la segunda parte del reinado de Felipe V que coronara la fuente de La Fama y el último logro bélico de un monarca carente de objetivos vitales que le alejaran de una locura sofocante. Más allá de la pista del Mallo, por debajo de la fuente de los Baños de Diana, donde el necio Acteón cayera en la absurda trampa de la arrogancia mal entendida, en algún momento del siglo XIX se levantó una pequeña construcción que albergara unos baños regios. Compuesta por tres habitaciones, siendo la central una piscina de pétreas escaleras, aquella infraestructura cumplía con la vieja tradición de los baños al servicio de los monarcas españoles, como bien certifican los construidos en el siglo XIV por Alfonso XI en los sótanos del cordobés Alcázar de los Reyes Cristianos.
Sin embargo, las noticias documentales acerca de esta olvidada infraestructura brillan por su ausencia y apenas hay referencias que nos recuerden no ya su uso, sino su misma existencia. Hace algunos meses encontré un aviso sobre su uso en un diario escrito por el Conde de Álbiz, donde se reseñaba la práctica de traer agua salada desde Santander para que los hijos de Isabel II pudieran disfrutar de baños salinos en el corazón de la Castilla montañosa. Transportado en carrales, el agua de Puerto Chico, de la hermosa y marina bahía santanderina o de los arenales del Sardinero, viajaba entre tumbo y salto carretero desde el paraíso norteño al serrano para llenar con ese lujo entre verde y azulado la piscina empedrada del bosquete cercano al Mallo. Me imagino a la infantita María Isabel y a sus hermanos Alfonsillo, Pilarín, Pacita y Meli chapoteando bajo la atenta mirada de ayas, criados y guardias, todos ellos lamentando no poder saltar allí dentro en las calurosas jornadas que suele regalar la Sierra de Guadarrama en algún que otro estío revirado.
Ahora bien, aún habiendo tenido aquella utilidad de manera indudable, aún entendiendo que lo apartado de su construcción tuvo que ver con la necesidad de preservar una estructura urbanística y un uso más que privado, para la mayoría de los pocos que conocemos aquel paraje en deconstrucción sólo ha prevalecido el supuesto uso que de los baños hizo el entonces infante Francisco de Asís, único rey consorte de la historia de España. Torturado por las coplas pueblerinas de aquel Madrid del mentidero, capaz de saber de todo y nada en el mismo asalto, Francisco de Asís hubo de convivir con una incapacidad fisiológica genética que le hacía orinar sentado y un amaneramiento innato que afiló el colmillo de una corte capaz de soportar todo tipo de corruptelas, devaneos y escarceos sexuales de reinas y reyes, pero no de asumir que hubiera un homosexual en la familia real. Machacado con apodos como Paquito Natillas o Paquito Mariquito, hubo de mantener su sexualidad en la oscuridad del desconocimiento más público, llevando su relación con Antonio Ramos Meneses a la oscuridad de los rincones olvidados. Ya fuera en el palacio de Riofrío o en los baños del Real Jardín y Parque de San Ildefonso, Alfonso y Antonio hubieron de esconderse, como tantos homosexuales de esta condenada sociedad que perdona cualquier aberración hecha en el supuesto nombre de la patria, pero que no tiene la vergüenza de aceptar al individuo tal y como es, inventándose conceptos lacerantes como condición u orientación sexual, como si la humanidad que nos domina entendiera de adjetivos calificativos, de sustantivos concretos o de adverbios determinantes; como si el amor entendiera de otra cosa que no fuera ello mismo.
Sea como fuere, porque aquel lugar quedara asociado a la homosexualidad de un hombre torturado por ser o porque, al igual que ocurriera con los bolandrines, la Casa del Cebo, el albergue de Casarás, el Palacio de Valsaín, la escalera de Juan Fernando o el Nocturnal, la monarquía española no entendiera de mantenimiento, de preservación y de patrimonio, los baños cayeron en el olvido de un esquinazo umbrío y tosco, donde la maleza acabó por ocultar la indecencia de una sociedad que establece modelos humanos que no cumple y que destruye la luz que ilumina el camino hacia nuestra felicidad. Quizás haya llegado ya el momento de llevar un poco de esperanza a todas esas piedras atormentadas por un pasado que, de desconocido, no deja de oscurecer el presente.