POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DE REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA)
Hace ahora casi un siglo que el alcalde de aquel Real Sitio, Cándido Robledano, se propuso limpiar el municipio de casuchas, barracas, chozos, bohíos y demás tugurios existentes en cualquiera que fuera el poblamiento administrado por la corporación por él presidida. En un alarde de lucidez social, empezó a erradicar de cualquiera que fuese el lugar las impertinentes infraviviendas en las que moraban muchos de aquellos vecinos pasados. Empezó, sin embargo, por los tinglados que las prostitutas ocupaban en la umbría de la plaza del Vidriado, justo a la vera de la fuente de la Doncella y su apestoso agua estancado en el aljibe que dormía bajo las cocinas del Hotel Europeo.
Situadas allí, aquellas infectas y degradantes casillas quedaban a medio camino de los cuarteles de la Guardia de Corps y de Infantería. Puede que el Sr. Julián Vega, dueño del colmado de ultramarinos y lujos traídos de cualquier confín del mundo conocido se quejara del ambiente turbio que el lenocinio otorgaba a ese rincón obsceno y depravado colindante con su hermoso y privilegiado comercio. También cabía la posibilidad de que curas, curantos, canónigos y abades se retorcieran en su moralidad cambiante mientras paseaban la imagen que fuera en la procesión de turno, calle arriba desde el barrio bajo, hacia la colegiata del Palacio Real.
Convencidos de aquella cruzada moralizante habría de eliminar todas las pocilgas que con tanta fruición ocupaban espacios intermedios de la vía pública reclamados casi siempre por el lado oscuro de la vida, Cándido Robledano y sus munícipes quedaron bien orgullosos de llevarse por delante los chamizos de las señoritas enamoradas, así como una buena parte de los escaparates que algunos carniceros abrían, cubiertos de costeros pútridos, en el hueco que dejaba una de las alas que enseñaba el cuartel nuevo hacia la alameda llena de castaños. Expulsada la dulce perversión de una soldadesca metida entre putiferio y asonadas varias, la política higiénica y renovadora quedó ahí, aseando más bien la escasa moralidad de unos pocos tiesos y siesos que empujando la dignidad de una buena parte de los vecinos, encerrados entre cuatro tapiales de cochambrosa madera bien calafateada y metida en mohos, musgos y humedad sempiterna.
De haberse dado un paseo por los callejones habidos a la trasera de la parroquia del barrio bajo o, más allá de la cerca, en los alijares más alejados del ocupado cuartel del Pajarón, habría visto cómo una buena parte de aquellos pobres vecinos abandonados a los ladridos de aquel perro tan fisonomista que tenía el conde de Álbiz malvivían en cabañas misérrimas carentes del más mínimo signo de urbanidad. Metidos entre humedades terribles, letrinas infectas y techumbres roñosas cubiertas de ese verdín que todo los agosta y apesta al más pintado, algunos pobres vecinos penaban durante varias vidas tratando de cumplir con ese sueño incomprensible de poseer una morada, por misérrima que aquella fuera, con tal de poder asegurar una decencia entregada a los españoles desde esos tiempos en que se estampó aquel liberalismo falaz en una sociedad que aún estaba echando los dientes.
No me cabe duda de que la ley electoral que acompañó la validación de esa constitución nacida al calor del conato revolucionario con que los sargentos acogotaron a la reina gobernadora en este Real Sitio tuvo mucho que ver con ese funesto sentimiento. En efecto, la constitución liberal de 1837 establecía un régimen censitario draconiano que sólo permitía votar a aquellos que probaran haber pagado rentas al Estado de más de doscientos reales provenientes de bienes propios, algo que ya se había vislumbrado en la tan jaleada constitución de 1812 y en el Estatuto Real de 1834, lo que convertía al propietario en un español de primera frente a miles, millones, incapaces de poseer ni el tabuco en el que se dejaba caer cada noche junto con sus familiares.
Es por ello lógico que todo españolito llegado al mundo que tan bien describiera Antonio Machado entendiera la necesidad de ser propietario o, al menos, de poder llamar casa a cualquier construcción lo bastante sólida como para albergar una humanidad tan desprotegida.
Y, si en algún lugar de este Real Sitio existió alguna vez un ejemplo palmario de infravivienda asumida por el vecino que fuera con tal de tener una casa propia, fue, sin discusión, Valsaín y, principalmente, La Pradera de Navalhorno. Levantados con la roña que desechaba el bosque en su proceso comercializador de maderas, los vecinos construían esos infames casetones en cualquiera que fuera el lugar, amparados en que aquel suelo considerado rústico y no urbanizable hasta la llegada de la democracia de 1978 y el primero de los ayuntamientos amparados por la actual constitución. Hacinados en la negrura de los casetones, cientos de vecinos, compañeras pasadas de aquel Real Sitio, padecieron una vida infame malviviendo entre cuatro paredes nunca reconocidas como propia morada.
El tiempo, que en esto es mohíno y recalcitrante, ha permitido que casi un siglo más tarde se pueda todavía identificar alguno de aquellos burdos casetones. Acostados contra la fuente de La Pradera, esa que vive coronada por un par de ménsulas del viejo palacio de Valsaín, los viejos casetones de Valsaín y Navalhorno languidecen sin que una sola mirada recaiga sobre su triste trascendencia temporal. Hoy talleres, garajes o trasteros; establos e incluso leñeras, siguen el presente descontextualizado de una sociedad que busca en la historia un argumento que certifique una elucubración y no una enseñanza perdurable. Llegados a un mañana donde casi ni un solo joven puede permitirse comprar la morada que sea; cuando hasta una diminuta habitación se pavonea como palacio en romeral; creo yo necesario rectificar un poco el tranco y que la mirada, fija en un ayer descomunal, permita ver en la negrura putrefacta de los viejos casetones de La Pradera un aviso a navegantes y políticos, paseantes ociosos y descerebrados de todo calibre.
Qué mundo habrá de ser este para que el joven envejezca en el sueño de un viejo y achacoso casetón del que sus abuelos escaparon en busca de una luz que parece haberse apagado ya entre promesas corruptas de un mañana insostenible.