POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA).
Es la umbría del Colmenar una noche a pleno día. En su oscuridad luminosa viven seres acostumbrados a un largo penar alejados del resplandor que reflejan los mármoles centenarios, orgullosos de su despejado vivir. Llega la mañana con su alegre brillo, mas nada cambia en la vieja calle del Colmenar, donde los árboles se estiran con afán hacia esa claridad que tanto promete, pero nunca acaba por cumplir. Allí, al fondo de la calle, dejando a un lado la puerta del jardín del Potosí, la luz regatea las ramas de un plátano que afea el porte al pobre madroño que, en la lejanía, ha dejado que su espacio sea consumido por un juguetón seto de carpe. Este, asilvestrado por la solanera, lanza sus finas ramas enhiestas hacia ese esplendor que tanto añoran los raquíticos frutos del arbolillo, antes jugosos y orondos, llenos de sol.
Compitiendo con el plátano presume un roble descomunal sacado de un clima más norteño y húmedo. Su corteza resquebrajada por una sombra devoradora empuja sus brazos hacia el plátano, a quien nada parece importar la competencia. Si hasta mira de reojo las homéricas proporciones de las secuoyas que, altaneras y remilgadas, ni se molestan en lo que no rebase sus ramones centrales. Hasta aquella fina y retorcida que quebró el vendaval ha brotado del muñón para cotillear desde la altura de su décimo piso el paisanaje que reza por una brizna de luz. Los rododendros floridos de morbosos capullos, ora rosáceos, ora blancuzcos, presumen de color intenso y fragancia adormecedora en la planicie más ínfima para aquellos gigantes, seguros de que nada les habrá de importunar ni restar su cuota de luz: ya se encargarán los jardineros de palacio de que su belleza floral no deje de acompañar a cuantos paisanos se pierdan por sus atribuladas callejuelas. Todas esas ramas, copas, cortezas cuarteadas y flores rampantes, toda seta silvestre, planta rastrera, arbusto resentido y yerbajo desafiante, todos, digo, se pelean por cazar un rayo efímero que alegre su quieto vivir, su lento trasegar entre estaciones que parecen alargarse sin sentido en una naturaleza capaz de sorprender con cada regate entregado al sentido común.
Claro que, esa efervescencia vegetal, esa coyunda eterna entre los seres que crecen y la caprichosa luz del jardín bajo del Real Sitio de San Ildefonso, pierde su sentido a medida que uno se aproxima a la vieja puerta del Colmenar. Parte del diseño original que plasmara Méndez de Rao hacia 1734 en los planos más importantes del Real Parque y Jardín de San Ildefonso, la umbría ha conquistado lo que una vez fue candor y verde brillante, calle abierta y seto recortado. Justo allí, por debajo del estanque alimentado por los sobrantes del Mar, por la teja sacada del arroyo del Chorro, cerca de la trinchera cubierta de sillares graníticos que alojaran las colmenas de rica miel, donde se adivina una plazuela presidida por el mayor cedro del jardín, madre superiora de la nación libanesa que habita este Paraíso; exactamente allí, queridos lectores, ha prendido la sombra que la huida del sol ha regalado a uno de los rincones más hermosos de aquel paraje singular. Vencidos por el frío y la humedad, por la oscuridad diurna que acompaña a todo lo que decide crecer por semejante cuartel, los castaños se han acostumbrado a mirar el reflejo del sol en un horizonte al que ya no esperan llegar. Sometidos a un cotidiano penar de húmedo atardecer, han renunciado a crecer altozanos entre la hojarasca. Rodeados de la mendaz vinca de flores violetas, que te engaña con su juventud para ocupar cuanto terruño alcanza, cuanta luz escapa a un tejado de verde tejido, los castaños del Colmenar han perdido la esperanza de presumir ante secuoyas y robles, plátanos, arces y pinos negros austriacos. Revirando el tronco hacia el tapial que cierra la puerta del Molinillo de Chocolate, estos paisanos de corteza escamosa y barbas verdiblancas, ancianos ancestrales de un bosque viejo camino de la perdición, han tomado la noche como día y éste como sueño imposible que nadie habrá de conculcar.
Mas, lejos de ajarse en una muerte lenta de sombra lacerante y luz soñada, los castaños del Colmenar siguen creciendo en la umbría. Habiendo renunciado a la claridad, sometidos a un negro porvenir, azotados por la fina brisa norteña que todo destruye, aquellos supervivientes ancestrales de la primera plantación han llegado a un acuerdo con el aterciopelado musgo silvestre. Denso, profundo y alargado, acolchando las escamas que cientos de años han escrito en las espaldas de los monumentales árboles, el musgo atrabiliario cubre los lomos de los castaños como si de inmemoriales rocas se tratara. Acostumbrado a cubrir peñas frías lavadas por la lluvia, ásperas y rencorosas de tanto perder, el musgo milenario en la umbría del Colmenar se abraza a los castaños en candorosa y cómplice simbiosis, demostrando que no existe el fracaso si se colabora por el bien común. Sin ambages ni recelos, sin miedo a un futuro incierto, el musgo cubre las espaldas de los castaños del Colmenar ante el frío que, sin remisión, habrá de traer un futuro de sombrío amanecer, de gélido y deprimente mañana, confiando en que el calor de un tronco vigoroso alimentará los verdes entresijos de una sorprendente comunión.
Y, viendo aquella amistad interesada entre dos seres distintos de imposible comparación y sorprendente compromiso, uno se pregunta cómo es posible que, viviendo en una sociedad de semejantes, sea imposible compartir un futuro común, una realidad de convivencia que nos permita sobrevivir en el sombrío presente para que el frígido porvenir encierre una ínfima promesa de luz. Ensordecidos por la verborrea patética de antagonismo impostado, nuestro presente se enfanga en disputas falaces, en traicioneras algaradas de una mentira constituida al servicio de intereses espurios que nada tienen que ver con el frío que pasamos, con la claridad perdida, con la necesidad de crecer juntos para que, quizás con un poco de empeño y algo de tesón, llegue un mañana imaginado donde, abrigados por un musgo alentador, podamos mirar hacia atrás con el orgullo del objetivo cumplido en compañía, aquel donde la umbría más siniestra y devoradora nos parezca la altiva solana de Siete Picos.