POR JOSÉ ANTONIO MELGARES GUERRERO, CRONISTA OFICIAL DE LA REGIÓN DE MURCIA Y DE CARAVACA
En diciembre de 1971 un grupo de diez amigos, reunidos en sobremesa tras la cena doméstica en la que habitualmente se reunían los viernes, decidieron la construcción de un polideportivo donde pasar las horas de asueto con las familias y reunirse, sobre todo en verano, en torno a una piscina.
Aquellos diez socios iniciales fueron Mariano Rigabert, Manuel Ledesma, Juan Marín Fuentes, Eladio Sala, Faustino Picazo, Antonio Marín Fuentes, Pedro García-Esteller, Guillermo Elum, Manolo Marín Fuentes y Joaquín Samper quienes, en el transcurso de una distendida conversación, se lamentaron de la falta de una piscina pública en la ciudad donde paliar los rigores del verano, tras la desaparición del complejo de Las Delicias cuando en aquel lugar se erigió la Escuela de Maestría Industrial en 1967. Desde entonces, la única piscina pública de Caravaca era la que Daniel el de La Almudema había construido tras la estación de servicio de Barranda, a veinte kilómetros de la ciudad. Las gentes solían frecuentar los fines de semana las playas de Águilas y Mazarrón, pero el casco urbano carecía de un complejo deportivo con protagonismo específico de la piscina.
De seguro que aquella noche se habló de la antigua piscina de Las Cantarerías, donde los abuelos de los comensales disfrutaron del complejo denominado Ntra. Sra. De los Dolores, y se explayarían en elogios y anécdotas de Las Delicias que ellos mismos habían utilizado más cerca en el tiempo, con horario de baño diferente para hombres y mujeres, además de otras vivencias habidas en aquel lugar.
Aquella noche de diciembre se adquirió formalmente el compromiso de adquirir, por ellos mismos un terreno, aportando cada cual mil pesetas que recogió en aquel instante Guillermo Elum, eligiéndose secretario a Mariano Rigabert y presidente a Joaquín Samper, recientemente incorporado a Caravaca como Juez de Instrucción.
De inmediato comenzaron a ver terrenos. Se visitó uno cercano a Las Fuentes del Marqués y otro en el paraje de Venta de Cavila, desechándose ambos al enterarse de la existencia de otro, más próximo al casco urbano, propiedad de la familia Blázquez, residente en Valencia, que escrituraron en 240.000 pts. que aportaron a partes iguales los médicos Faustino Picazo y Manuel Ledesma, el farmacéutico Juan Marín y el juez Joaquín Samper. El terreno no tenía entrada desde la calle, lo que se solucionó adquiriendo un espacio de su propiedad a Pepe El Caracol.
El grupo inicial se constituyó como sociedad anónima, abriéndose un plazo para la incorporación de nuevos socios, hasta 150, que aportarían 10.000 pts. cada uno en calidad de acción revalorizable y vendible con el tiempo. Ni que decir tiene que dos meses más tarde, gracias a las gestiones de los primeros socios (que se comprometieron en principio a buscar 10 nuevos cada uno), el número de accionistas se había logrado con creces, por lo que las obras pudieron dar comienzo de inmediato.
Previamente, en reuniones celebradas en el Círculo Mercantil, se habían redactado y aprobado por la autoridad competente los oportunos estatutos, contándose con el beneplácito del Ayuntamiento que a la sazón presidía como alcalde José Luís Gómez Martínez, constituyéndose la junta directiva por los diez socios iniciales, siguiendo como presidente, secretario y tesorero las personas antes mencionadas y siendo el resto de ellos vocales de la misma.
Se consiguieron del Banco Hispano los prestamos necesarios de 10.000 pts a los socios, cantidad que cada cual se encargaría posteriormente de liquidar con la entidad, y se encargó el proyecto al equipo técnico del arquitecto local Luís Martínez-Carrasco Alegre, quien contó como aparejador con José María Alcázar Pastor y con el maestro de obras el Rojo Romeral y su socio el Imposible. Alfonso Hidalgo fue contratado como vigilante de la obra inicialmente, permaneciendo después como conserje, siendo el único empleado del complejo a lo largo de los primeros años de su andadura.
El 18 de julio de 1972 se inauguró oficialmente la piscina, los vestuarios y la planta baja del club social; abriéndose en el transcurso del invierno siguiente las pistas de tenis, una pista de petanca y un frontón. De la obra de carpintería se encargó el carpintero Luís Zarco, de la herrería los hermanos Sabinay de la fontanería y cristalería la empresa Orrico, aportando el mobiliario Muebles Gran Vía y los elementos de iluminación Feliciano Morenilla. Ninguno de ellos ganó dinero por su aportación, sino que la buena voluntad sustituyó a las posibles ganancias económicas. En la zona ajardinada se plantaron árboles traídos desde Granada, cuidando no repetir especies, entre los que hubo una morera invertida y hasta un cedro del Líbano.
A finales de 1972 fue preciso hacer una derrama económica entre los socios, en cantidad de 5000 pts., que fue aceptada por los mismos sin grandes problemas, superándose la posibilidad de aceptar más socios, por lo que ante la lluvia de peticiones se decidió ampliar el espacio. Se hizo una nueva piscina para los más jóvenes y se incorporó a la Sociedad el Club de Tiro Olímpico. Simultáneamente se construyó una cancha de baloncesto, pudiéndose ampliar el número de socios hasta los trescientos. Curiosamente, el buen funcionamiento de la sociedad permitió que las acciones, que inicialmente habían costado 10.000 pts, en muy poco tiempo se revalorizaran hasta las cien mil.
Cuando quienes quedan vivos de los diez fundadores se reúnen, inevitablemente se actualizan recuerdos de tantas cosas de las que ellos mismos fueron protagonistas. Como la duda inicial en la partida, que muy pronto se convirtió en euforia colectiva. La canalización de un deseo, también colectivo, en una localidad alejada geográficamente del mar, tan necesitada de un lugar de relajación y descanso, donde los más jóvenes, sobre todo, invirtiesen las largas horas diarias de las vacaciones estivales. La predicación con el ejemplo, invirtiendo prácticamente todo su tiempo libre, y muchas horas robadas al descanso y a la familia durante los primeros tiempos. La generosidad de técnicos y suministradores de material, quienes nada o muy poco ganaron en aquella obra y, sobre todo, los resultados inmediatos, primero con la respuesta solidaria y luego en la organización de competiciones de la más diversa naturaleza, en las que se obtuvieron recompensas deportivas significativas en tiro olímpico, baloncesto y natación.
Aquellos primeros diez socios recuerdan siempre a quienes ya partieron. Y también el abandono sistemático al que sometieron a sus respectivas familias y la acumulación del trabajo a la que había que hacer frente en las teóricas horas libres, todo ello en beneficio de una ilusión convertida en realidad gracias al esfuerzo y tesón que aquellos contagiaron a los demás y que sirvió de germen para la creación de otras sociedades de similar naturaleza en la propia ciudad y en la vecina Cehegín, donde surgieron respectivamente el Club Polideportivo Argos y El Club Molino Chico, aquel con las gentes que, por imposibilidad material no pudieron formar parte de La Loma y éste por las mismas razones socioeconómicas y geográficas que motivaron los de Caravaca.
Como anécdota sin trascendencia recordaré al lector que las gentes de Caravaca acabaron refiriéndose a uno y otro polideportivo en la conversación coloquial, con los nombres de Polidón y Politú, en clara alusión a las clases sociales que integraron una y otra sociedad en su origen.
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