POR ANTONIO HERRERA CASADO, CRONISTA OFICIAL DE LA PROVINCIA DE GUADALAJARA
La figura del dragón no precisa definición. Su palabra universal, “draco”, es entendida en todos los idiomas, y significa lo mismo siempre: esencia de “lo animal” como enemigo eterno del hombre. Los antiguos decían que era “el camino a través de todas las cosas”. Relacionado con el sentido de caos y disolución, todos los héroes clásicos y santos cristianos “vencen al dragón”. Cirlot en su “Diccionario de símbolos” le dedica varias páginas abundando en los muchos significados que sobre todo en Oriente, y en la China especialmente, tiene.
En Occidente fue siempre conocido y usado, como símbolo del mal, aunque con los siglos ese sentido fue cambiando. Decía de él San Isidoro, en sus “Etimologías”, que “El dragón es la mayor de todas las serpientes, e incluso de todos los animales que habitan la tierra” y aún añade para definirle que “está dotado de cresta, tiene la boca pequeña, y unos estrechos conductos por lo que respira y saca la lengua…”, aunque es evidente que nunca vió ninguno, porque decía de él que habitaba en Etiopía y en la India, viviendo al calor de los incendios que provoca.
La misión del dragón, en las culturas antiguas, era la de “guardar tesoros” (las manzanas de oro de las islas Hespérides, por ejemplo) y su poder letal y terrible venía de su omnipresencia, pues moraba tan pronto sobre la tierra, como en el aire, o en las aguas del mar. Con sus cola causaba tifones y tempestades. En suma, era la explicación de los sofocos y violencias de la Naturaleza.
El “Fisiólogo” (un bestiario primitivo del siglo II d. de C.) le consideraba el enemigo de los animales benéficos. Era el símbolo viviente, sobre la tierra, de las fuerzas animales del planeta, con las que debe enfrentarse el espíritu humano, para finalmente hallar el Tesoro del Bien, y la Salvación.
Fue muy utilizado como elemento decorativo en la Antigüedad, en la Edad Media europea (especialmente en el mundo anglosajón) y llega a ser figura habitual del arte románico, apareciendo en códices, esculturas de capiteles, pinturas murales… casi siempre en relación con la Bestia Apocalíptica del Evangelio de San Juan. De ese monstruo tenemos una interesante representación en la viga del coro de la iglesia alcarreña de Valdeavellano.
Pero a lo largo de los siglos le vemos evolucionar, al menos en el significado de sus manifestaciones gráficas, y alcanza a ser, en la Baja Edad Media e inicios del Renacimiento, un elemento claramente apotropaico, protector del templo en que se representa, y de los fieles que en él se refugian. Existen numerosos lugares, en la Europa occidental y área del Mediterráneo, en los que el dragón es profusamente representado pictóricamente en las bóvedas de capillas y templos. Adquiriendo un sentido protector, similar al que los hombres salvajes tienen, de espacios, emblemas, templos incluso. Emparejando ese destino de benéfica protección con el de los grifos, que pasaron de ser anmales terribles llegados del Oriente, a protectores de caminos, salones y patios, como el de los Leones en el palacio del Infantado de Guadalajara.
Dragones en Iberia
Son muchos los templos que muestran dragones pintados en las bóvedas de iglesias y palacios, en épocas que van del siglo XIV al XVI. Y de esa abundancia conviene destacar las bóvedas de la iglesia de Santa Clara la Real de Murcia o la iglesia de Santiago en Jumilla; los de Magallón y Borja en Zaragoza, y el templo de San Pere en Ripoll; también en la iglesia de San Andrés de Tabliega (Burgos) los hay, y en la iglesia de San Bartolomé, en Toledo. Muy singulares, y más próximos a nosotros, son los dragones pintados en las bóvedas de la iglesia parroquial de Robledo de Chavela, en Madrid, y en la misma comunidad en Villa del Prado, que fue señorío de los Mendoza, y cuyos escudos de armas y símbolos del marqués de Santillana y el primer duque del Infantado aparecen pintados en muros y bóvedas de su iglesia.
Dragones en Guadalajara
Conviene ya finalmente decir en qué lugares de Guadalajara encontramos dragones pintados en bóvedas de templos, y su tipo, y cantidad. En la provincia de Guadalajara he encontrado tres lugares, en los que siempre estuvieron, desde el siglo XV en que fueron pintados, y modernamente recuperados y dotados de vívida repintura que nos los hace más llamativos y comprensibles.
Uno de ellos es la capilla mayor de la iglesia de San Francisco, que fue construida en la Edad Media, y siempre cuidada, y mejorada, por sus patronos, los Mendoza, la casa madre de los duques del Infantado. En ese presbiterio se constituyó de inicio el panteón mortuorio de la familia, y el cardenal Mendoza, en el último cuarto del siglo XV, mandó poner un gran retablo del que aún quedan algunas tablas por ahí guardas, o mostradas. En esa época debió decorarse la cúpula de crucería que con elegancia remata el noble espacio. Sobre los nervios de la cúpula, en un predominante color verde intenso, surgen las figuras de 128 dragones, que se representan con cortos cuerpos serpentiformes, fauces de afilados incisivos, grandes hocicos, orejas puntiagudas y ojos que expulsan llamas de fuego. De las encrucijadas salen sus cuerpos que se expanden sobre los nervios, dando un rumor continuo de vida sobre el silencio del templo.
El segundo, también en la ciudad de Guadalajara, está en la iglesia de Santiago, que fue convento de monjas de Santa Clara, y en cuya capilla que remata la nave de la epístola hay dos espacios (capilla y antecapilla) mandada construir y luego decorar por el consejero real y caballero hidalgo don Diego García de Guadalajara, según conté con detalle en un artículo de “Nueva Alcarria” el 10 de marzo de 2018. Es este el conjunto más espectacular de todos, porque ambos espacios albergan un total de 140 dragones, de colores más vívidos aún, con las claves de las bóvedas adornadas de escudos familiares. No se cansa el espectador de mirar aquel denso movimiento pictórico, que consigue aunar la viveza artística con el sentido iconográfico de la protección intensa.
Y el tercero, espectacular coronando el conjunto plateresco de sus muros y altares, en la capilla de la Concepción del claustro de la catedral de Sigüenza. Allí fue el eclesiástico y abad de Santa Coloma don Diego Serrano, quien hacia 1510 mandó decorar su recién acabada bóveda, con un total de 56 dragones, de similares características a los anteriores, surgiendo de la clave central en que destaca el escudo del Cabildo seguntino, el jarrón de azucenas, a las que los dragones multicolores parecen dar veneración incluso. La describo con detalle en mi libro “La catedral de Sigüenza” (Aache, 2016)
Todos ellos son ejemplos de decoración solemne, espectacular, muy llamativa, que desde el mismo día en que se pintaron llamaron la atención de las gentes, y recibieron el beneplácito de sus comitentes, los clérigos de Guadalajara y Sigüenza que dieron el visto bueno para su pintura, porque la explicación que de ellos daban hacía referencia a su poder benéfico, a su capacidad protectora, a la defensa de almas y fieles que cobijaban, porque su ferocidad la ejercían contra el mal externo, protegiendo el espacio que remataban.
Estas líneas son, por tanto, una invitación a que mis lectores acudan a esos tres lugares mencionados, eleven las cabezas hacia lo alto de las bóvedas referidas, y se asombren ante la multitud (son 324 contados) de dragones fieros, cabezas amenazadoras, fauces, morros y llamas con los que adornan techumbres y las dan un encanto nuevo. Como todo en arte, solo hace falta fijarse, admirar, interpretar (y finalmente proteger a través del conocimiento de las cosas).