POR EDUARDO JUÁREZ, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA)
Mucho tiempo hace que llevo reflexionando acerca de este asunto. De lo que prevalece y permanece en los edificios que han vivido la historia o que, dicho de otra manera, el poso remanente de la Historia que ha transcurrido por su interior. ¿Qué queda de aquellas personas que lo habitaron, cuya vida transcurrió entre sus paredes? ¿Se puede percibir algo dentro de un espacio común a tres siglos de pasado?
Esa reflexión le hacía saber a mi querido amigo, Alberto Zerbini, paseando por el Parador de Turismo del Real Sitio. Desde luego, sería increíble poder sentir algo, algún destello, de todo lo acumulado en aquel edificio durante los casi trescientos años de historia que atesora. Me encantaría poder sentarme en uno de sus acondicionados patios y revivir como espectador omnisciente las correrías de los dos infantes que dieron sentido a su construcción. Si he de serles sincero, de tener algún tipo de interacción, que fuera con el infante Gabriel. Joven, listo y virtuoso, era el ojito derecho de su Señor Padre, el rey Carlos III. A decir de algunos de los especialistas en tal infante, parece ser que el monarca le hubiera deseado como primogénito y no al estulto del Príncipe de Asturias, Carlos de Borbón, por mucho que celebrase sus esponsales en el Jardín del Rey. Ya se sabe que una decisión inteligente no te exonera de una vida de estupidez.
Para desgracia de Carlos III, el infante Gabriel falleció a los treinta y seis años, empujándole al mismo destino apenas un mes más tarde. Del otro infante, Antonio Pascual de Borbón, como diría el Maestro Benito Pérez Galdós, líbreme el Señor de su aparente bondad. Simpático y afable, escondía en su interior la furia del absolutista, enemigo de todo cambio y defensor de un régimen que agostaba el país y lo abocaba al colapso. No por ello ha de extrañar la furibunda defensa que hizo a lo largo de su vida de la persona de su sobrino, Fernando VII, escondiendo en su campechanía la preeminencia de los privilegios aristocráticos sobre la justicia social.
Aún así, como le comentaba a mi querido amigo entre expreso y sillón, no son esos los fantasmas que uno quisiera recordar en lugar tan especial. Por supuesto, nada quiero saber de las oficinas de Falange Española durante la Guerra Civil, ni del comedor de auxilio social donde tantos niños del Real Sitio, hoy abuelos, sobrellevaron la hambruna de guerra y posguerra, cuando los Paraísos de este Santo País se hallaban sólo en el interior de algunas personas. Esos fantasmas, sin duda, quedaron anclados en el pasado abandonado del edificio, sucio, destartalado, sin vida en el interior y con mi buen amigo Alfonso Martín García en su patio central dando el pego como enajenado en el rodaje de la serie “Los desastres de la Guerra”.
Un servidor, sin duda, a quiénes desearía encontrar en aquel edificio remozado y convertido en hermoso hotel barroco, sería al ejército de músicos que recorrieron sus estancias educando infantes en el transcurrir de aquellos últimos años del siglo XVIII. Aunque me hubiera gustado empezar por Sebastián Durón, desafortunadamente para él, falleció antes de que el Palacio Real de San Ildefonso fuera una realidad. La primera aparición, por tanto, debería ser del violinista italiano, Jayme Facco. Compositor y asiduo en la corte de Felipe V, su estrella decayó a partir de 1737 con la llegada de Carlo Broschi, Il Farinelli. Este famoso castrato, uno de los más importantes del siglo XVIII, si no el que más, acaparó el espectro musical, al menos en el Real Sitio, hasta la llegada de otro de los grandes compositores, Doménico Scarlatti. Maestro de clave de la reina Bárbara de Braganza, se le suele asociar con el Real Sitio de Aranjuez más que con el Paraíso, pero sabemos que ocupó con frecuencia el piso principal de la Casa de los Oficios. Lo mismo podría decirse del arancetano Luigi Boccherini, aunque, en nuestra defensa, habría que recordar que, como Carlos IV, eligió el Paraíso para sus esponsales.
Claro que, de todos esos fantasmas, un servidor querría encontrarse en la Casa de los Infantes al Padre Antonio Soler, compositor referente del barroco y el clasicismo musical español, maestro que fuera de aquel infante Gabriel tan amado de su padre. En el ala sur del edificio, en alguna de las grandes salas del piso principal o en el patio que hoy ocupa el balneario, el que suscribe hubiera gustado de asistir a una de las lecciones de tan eminente Maestro, perdido su recuerdo en el pasado de la ignorancia. Quién sabe si la bondad de aquel joven que encandiló tanto a su padre hubo de estar relacionada con la educación musical al más alto nivel. Seguro que mi querida amiga Viki Castillo, madre de un sinfín de jóvenes músicos, casada con Juan Carlos de Miguel, docente experto en este olvidado y básico campo del conocimiento humano, entenderá la bondad innata del pobre infante Gabriel.
Y es que la música, queridos lectores, desplazada y sometida en nuestro proceso educativo a poco más que un conocimiento auxiliar, condenada al campo de las aficiones, ha sido el modo esencial y básico para formar el carácter de los individuos, así como sustrato primordial sobre el que construir la arquitectura del conocimiento humano. En sociedades cercanas como en Alemania, el estudio de la música y el dominio de algún instrumento son esenciales para poder acceder al ciclo superior educativo. Así me lo recordaba el gran experto nacional en Historia de la Ópera, Gabriel Menéndez, escuchando la gran voz de la segoviana María del Barrio en el Pabellón Dorado del Jardín del Rey.
Disfrutando de las arias escritas para Farinelli en la voz de María, sentado con aquel singular Maestro en un viejo banco de la plazuela de las Tres Gracias, aún puedo sentir la cacofonía de la frustración que mi indigencia musical me devolvía. Así supongo que se sentirán la mayoría de los que estas líneas lean viendo a cualquier joven maestro arrancando la perfección de una cuerda, de un pedazo de piel, de un tubo dorado. Recuerden al infante Gabriel en la Casa de los Infantes atendiendo las enseñanzas del Padre Antonio Soler y recen para que esos fantasmas se les remanezcan la próxima vez que visiten el Parador de Turismo del Real Sitio. Por ello, no me cabe la menor duda, debemos luchar para que la música forme parte de nuestra vida y nos forme como individuos. Al menos, seamos conscientes de que, en el reconocimiento de tamaña frustración, queridos amigos, está el inicio de la salvación.
Fuente: https://www.eladelantado.com/