POR JOSÉ-ANTONIO LINAGE CONDE, CRONISTA OFICIAL DE SEPÚLVEDA (SEGOVIA)
Miguel Barral era un niño pobre del Villar de Sobrepeña, el pueblo de la piedra rosada de Sepúlveda, que en su tempranísima lucha por la vida, de cobijo en cobijo en busca de trabajo y sustento, encontró su camino cuando dio con un taller de cantería en la villa. Hay algo de legendario en su ascensión a maestro de obras afamado en un radio de acción algo extenso y a un cierto prestigio social en su residencia, en la cofradía del Corpus por ejemplo. Se casó con una nieta de Policarpo López, nombre que encontramos con profusión en los archivos municipal y parroquial, por sus tareas también de construcción, en ese siglo en que la población estaba renovando bastante su casco. Un hijo del matrimonio y continuador de la cantería paterna fue Isidro, el padre de los cuatro hermanos escultores Emiliano (1896-1936), Martín (1899-1981), Pedro (1902-1982) y Alberto (1906-1969).
Los Hermanos Barral figuran en el callejero de Segovia. En el sepulvedano y el madrileño, solo Emiliano Barral. La última elección se explica por haber muerto el personaje en la defensa de la capital. La opción sepulvedana es defendible por haber sido Emiliano, a pesar de su corta vida, quien más huella ha dejado en la historia del arte. Pero la nomenclatura segoviana es más completa. Hay además que tener en cuenta que los otros tres colaboraron en el taller del mayor de una manera muy eficaz para su promoción. Y me viene a la memoria una confesión de Emma Barral, la custodia cum amore del archivo barraliano, de ser Martín su preferido en una visión de conjunto de las personas, al margen de lo cuantitativo. Aprovecho esta ocasión para rectificar mi libro Emiliano Barral y sus hermanos, donde esta cita la equivocada.
En los críticos de arte fue corriente definir a Emiliano como hombre de Sepúlveda. Ello no se justifica por una mayor estimación de la patria chica, sino por haber acuñado ésta en concreto su vocación definitiva y su personalidad creadora.
Así las cosas, podría pensarse que su entrega adulta a la escultura habría sido muy temprana. Pero un detalle que denota lo inexacto de esta suposición es que, cuando en el servicio militar- etapa decisiva que ha precisado rigurosamente Diego Conte– coincidió con otro escultor, Juan Cristóbal, éste ya se estaba abriendo camino en Madrid y facilitó a su compañero ciertos contactos, y no al revés.
Para explicar este retraso recuerdo lo que me dijo Pedro: que la personalidad de su hermano era superior a su obra. De ahí que a los quince años, dejara atrás sus escarceos con el modelado, para entregarse al ansia de partir, a su conversión en un personaje de la novela parisina de Murger, las Escenas de la vida bohemia que tan buena fortuna tuvieron en la ópera. Es la vida de Emiliano que noveló pintiparadamente Ignacio Carral en las Memorias de Pedro Herráez. Habiendo ya triunfado a nivel nacional, con tentáculos internacionales y avecindado en Madrid, declaró a un periodista: “La aventura. Yo he pasado muchas tardes en el Parque del Oeste oyendo el silbato de los trenes que se marchaban. No sé cómo estoy aquí ahora. Me habría gustado ser capitán pirata en aquellos tiempos en que era posible. Para ser pirata se necesita un alma tan intensa como la de San Francisco de Asís o la de Nietzsche”. Mi madre me contó que oyendo la Danza ritual del fuego de Falla se movía y gesticulaba como si fuese a caer en trance. Y al pintor Eugenio de la Torre Agero le dijo: ”Tengo la preocupación del trabajo (como todos los vagos) y me es imposible gozar de la dulce serenidad del descanso”.
Es reveladora una carta a Antonio Linage Revilla, en la que le confesaba que “después de muchos años, que casi creí que hacer escultura era una profesión enojosa, con enorme regocijo veo que es el verdadero objeto de mi existencia”. ¿No era ni más ni menos, esa llegada a puerto, que los desposorios del ensueño con el cincel? ¡Pero la carta es de 1933!
Emiliano, como los otros tres, no se formó en ninguna escuela de arte, sino enfrentado con la piedra en el taller paterno. Esa circunstancia motivó su falta de adscripción a cualesquiera encasillamientos en curso y su independencia de todo discipulado, y resultó determinante de la trascendencia que en sus obras tiene la materia en sí. De la piedra y el mármol no solo salía la escultura, sino que alcanzaban la categoría de parte de la escultura ellos mismos, tanto que a veces se la ve emergiendo, cual si aún estuviera en la cantera-monumento a Daniel Zuloaga en Segovia– o haciendo de marco generoso a lo labrado, hasta lo imponente- volúmenes y masas en el de Arias de Miranda en Aranda de Duero.
Ahora bien, esto no basta para captar la característica más profunda del arte del sepulvedano, pues ésa radica en su propio impulso a la hora de crear, y con ello se han topado continuamente cuantos de él han escrito. Se trata de una inmersión en la escultura sin más, en la esencia del género, por encima del tiempo y el espacio, de manera que a veces los paralelos que nos suscita están muy lejos de su ambiente, de su época y país.
Juan del Encina le atribuía un concepto más fino y verdadero de lo específicamente escultural, sin ningún carácter nacional. Luis Gil Fillol– por cierto colaborador frecuente de “El Adelantado”-subrayó su sentimiento escultórico. Ángel Sánchez Rivero la visión interior a la que únicamente obedecía, por encima del tiempo. García de Valdeavellano afirmó que dotaba de espíritu a la materia, no desviado por ninguna academia, llegando al verdadero triunfo del escultor.
Para él, así lo declaró, sólo existía la obra de arte mala o buena, y precisamente por la sencillez de su mensaje, llega a evanescente. En el banquete con que le obsequiaron por su exposición de 1919-1929, dijo: “No he querido que mis esculturas hablasen, sino que vivieran su vida sencilla y callada, de piedra, y en su mundo misterioso, en el mundo de la escultura. Mis obras las hemos hecho entre todos y todavía tuvieron que ayudarnos los egipcios de hace cuarenta siglos”.
Por el mismo camino, pero más explícitamente se expresó en 1932, en una encuesta para el gran diario “Ahora”, en la que su director, ese gran periodista que fue Manuel Chaves Nogales, preguntaba a los más famosos de cada ámbito social y cultural, como se imaginaban su oficio en el año 2000. Lo curioso y a primera vista sorprendente es que, a pesar de la compenetración en que vivía con su arte, dijo que la escultura tenía un campo limitadísimo. Pero es que precisamente era ese el panorama y el destino de la escultura esencial, a la que él estaba entregado, a “los valores eternos fundamentales de la misma” que habrían de seguir recogiendo sus sucesores en el siglo siguiente. Nos acordaremos pues de ese estar por encima del tiempo que los críticos de arte veían en el sepulvedano: “La plástica de las formas vivas, siempre que quiere superarse, va a parar a los comienzos de la humanidad. Se quiere hacer surrealismo y se va a parar con frecuencia a las esculturas de los indígenas de las islas Salomón. En la danza, por ejemplo, Josefina Baker busca formas ultramodernas y va a parar a milenarias esculturas de los papúes de Nueva Guinea. Los intentos de transformación dejan intactos el concepto egipcio y la belleza y la gracia interior griegas”.
Ya en concreto, yo recuerdo que pedí a Pedro una nota definitoria de la manera artística de su hermano mayor, y me la resumió en “el vigor dentro de la mayor síntesis de forma”. Pienso que esa característica se puede también extender a Martín y Alberto, estando su diferenciación de Emiliano en una ganancia en delicadeza pagada a costa de la fortaleza.
En cuanto a las diferencias entre estos dos son ante todo biográficas, pero con una repercusión abrumadora en su obra. Martín vivía en el extranjero antes de nuestra guerra civil y no participó en ella. Alberto lo hizo por el mismo camino de Emiliano y Pedro, y una vez terminada se exilió en la Córdoba argentina, donde su tío, Fernando Arranz, tenía su taller de ceramista. Sin embargo, parece que Martín acusó más el alejamiento de la tierra nativa, y acaso ahí estuvo el factor determinante de la escasez de su obra conservada, y nos expresamos en estos términos porque destruyó parte de ella en alguna crisis. Su taller ocupaba planta baja del palacete donde vivía en Río de Janeiro, antes del médico del último emperador del Brasil.
En cambio Alberto, en aquella Córdoba llegó a ser definido como “el escultor de la ciudad”, y sobre todo llevó a cabo una labor fecundísima de profesor universitario en su materia, la plenitud de la paternidad espiritual en las aulas, lo que en España no habría sido posible por depender su posibilidad de títulos burocráticos. Yo lo comprobé allí en el centenario de la otra Córdoba, entre sus antiguos discípulos, que recordaban su sensibilidad estética integral su frase de tener alma todo bloque de piedra, siendo la tarea del escultor alumbrarla.
Tras una sentencia de muerte, Pedro pasó algunos años en la cárcel. Su obra es distinta. Tengamos presente que la de Emiliano implicó una ruptura con la manera escultórica imperante, la de Querol, Beinllure y Marinas. Él era realista, pero viendo con otros ojos la realidad. Hay que recordar su planismo, sus cortes acusados, que le emparentan con el croata Mestrovic. En cambio Pedro se mantuvo en la órbita del realismo tradicional. En el Museo de Segovia podemos verle como el complemento de la aportación de sus tres hermanos, pues su censura de lo precedente por éstos fue circunstancial, exigida por el momento nada más, no una negación que habría estado reñida con su grandeza.
Antes de que cumpliera los cinco años, Emiliano me regaló un toro de cartón al que yo llamaba el Miñano. Me siento feliz de recordarlo cobijado en la hospitalidad de “El Adelantado”, cuando falta muy poco para el centenario de las primeras colaboraciones en él de mi padre.
Fuente: https://www.eladelantado.com/