POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA).
A la sombra del cerro de Cabeza Gatos hay un muladar. No es un muladar corriente repleto de gusanos e inmundicia donde amontonar restos de reses terminadas. El muladar de las praderas de Navalrey, A la sombra del cerro de Cabeza Gatos, ofrece algo más que un secarral tétrico y fúnebre. Circundado por una cerca protectora, caballos, cabras y ovejas; mulas, asnos y corzos, encuentran en aquella solana un embriagador reposo terrenal. A los pies de las plegadas praderas surcadas de caminos y veredas, pistas y calzadas, los cadáveres quedan prendados del bosque enroscado en el Alto del Pájaro, de las estribaciones que, consumidas por un verde intenso, profundo y esperanzador, impiden al sol plano y fulgurante iluminar los recovecos dejados por un ejército de ancestros enraizados. Éstos, retorcidos y altozanos, raídas sus cortezas por el viento gélido que baja desde la vieja venta de la Fuenfría, aquella donde alumbrara Cervantes a Rinconete y una reina echara un trago al caño para cambiar su frígido nombre; estos pinos, digo, apretado cada uno con el hermano, la madre y su abuela, cierran sus hileras en rama ondulada y retruécano ancestral alimentando la ilusión por una belleza inexistente a todos aquellos ojos cegados para una vida que ya no volverá.
Tumbados en la última de las esperas, los despojos anhelan una correría final, un postrer aliento entre las frescas birujas de las prístinas aguas, en la umbría del camino romano que habría de llevar hasta la olvidada Titulcia. Quizás remontar el repecho más allá de la fuente para rascarse el lomo en el gigantesco pino de tres troncos, ese que presume de prolijidad ante los escasos gajos de sus hermanos, ansiosos aquellos de que un rayo perdido, una chispa justiciera de la tormenta que fuere, acabe por redimir tanta presunción, tanto orgullo impostado. Quien sabe si, pasado el cruce de caminos, podrían huesos y pellejos corretear por la fuente del Vado de los Arrastraderos para descansar al frescor de una primavera sin fin en la Pradera de los Piñones. Entre robles pendencieros, agrupados en tronco escurrido y hoja coriácea, frente a pinos de escasa parentela, azuzados por el frescor de la fuente del Tío Linos, poder engañar a la muerte que, impasible y eterna, contingente e indestructible, espera sobre el peñasco verdoso del muladar.
Es posible que ese frío aterrador que todo lo termina se divierta entre cuero ajado y osamenta blancuzca; que, después de todo, como parte del ciclo que alimenta lo verde y lo negro, lo vivo y la putrefacción, ame como éste que suscribe el sinsentido que contempla, la naturaleza de tamaño dislate, donde hambrientos cadáveres consumidos por una voracidad insaciable ansían ese desperdicio de vida que encierra la cerca del muladar. Abierta la reserva de carne trémula y podrida tan solo a las garras del buitre negro desmochado que cabalga desde la peña donde se acuesta el Chorro Chico, a la blancuzca testuz alopécica de los buitres leonados del Duratón; a los picos ganchudos de cascanueces arrumbados entre los restos infames en que devino el convento de La Hoz. Garras pellejudas y desalmadas, oriundas de la Risca de Valdeprados, del pico del Nevero o de los Poyales sobre el arroyo Morete; cuervos de la grajera, urracas pardas y chovas piquirrojas se atracan a la vista de jabalíes inanes y lobos descarriados en festín de vanidades que oscurece una belleza sin par de nieve enrojecida y prado encharcado por intestinos que una vez alimentaron una pasión ya desconocida.
Ese mensaje de vida más allá de la muerte, de implicación en un ciclo vital, mortal y, en definitiva, esencial, pasa desapercibido entre prisas y sofocos, resoplidos, empujones e indiferencia
Y en tamaña encrucijada, sentado sobre el peñascal que acuna la rendija de la fuente de los Pastores, tomando algún dátil del zurrón que siempre acompaña a mi Compadre, el Sr. Bellette, no paro de imaginar la lección encerrada en semejante pila de huesos lacerados en blanca muerte seca. Capaces de reflejar un sol irredento, consunción de cualquiera que sea la vanidad pasada, ese osario pétreo no para de gritar a cada pastor, leñador, ciclista, setero, caminante que pisotea chinarros, yerbajos y la hojarasca tendida en la cárcava que sea. Ese mensaje de vida más allá de la muerte, de implicación en un ciclo vital, mortal y, en definitiva, esencial, pasa desapercibido entre prisas y sofocos, resoplidos, empujones e indiferencia.
Deleitándonos con las aguas primaverales de un verdor que no ceja en su empeño aleccionador, admiramos en silencio una verdad inconclusa e ignorada. Viendo cómo la mentira se apropia de la razón, cómo la confianza traicionada sin remisión se marcha engullida al pelotón por buitres y grajos ante la frustración impía de lobas, zorros y puercos embravecidos, uno siente que más pronto que tarde acabaré por encontrar un erial de blancuzcos desperdicios demasiado duros para ser aprovechado por la morralla para quien todo vale. Encerrados en un vivir sin razón, de espaldas al papel que debido en una naturaleza que, de sabia, pierde el interés por todo esto, me temo que no habrá más montaña infinita, árboles ancianos de juventud lacerante, trinos ensortijados en vuelos inenarrables. Ya nadie podrá distinguir lo oscuro del enebro de la gracilidad pomposa de la sabina; el agua claro de manantial de la dulzona y pútrida peste empantanada en el albañar. La blanca roca pulida por el viento afilado de la Camorca se transformará en hueso rebañado por la horda de carroñeros acechantes que rodea cada verde majada, cada pradera repleta de sedoso y balsámico cervunal una vez prometidas por la madre de todo, visible incluso entre los ignorados huesos del muladar.