POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA).
Que la naturaleza es un regalo nadie lo duda. Más allá de poéticas visiones, de construcciones simbólicas y filosofías etéreas, amar las cosan que crecen lentamente, que diría Tolkien, da al ser humano una visión natural de la vida, de la espera y del premio que esto conlleva. Deberíamos aprender del agua que rebrota en roquedales inhóspitos para precipitarse al valle por cauces atronadores en auxilio del verdor que todo lo ocupa. Cada gota que estalla en mil destellos, cada raíz que alimenta, cada hoja que respira y cada fruto que nos nutre tienen en el todo vivo la razón de su existencia y emanan una sabiduría eterna, fuente del conocimiento que nunca hemos de desatender.
Quizás por todo ello, por ese equilibrio maravilloso que todo lo posterga y, al mismo tiempo, lo hace efímero, la especie humana ha adorado los jardines desde aquellos tiempos remotos que tanto amé en mis años bárbaros. De los míticos jardines colgantes de Babilonia a los vergeles donde enseñaban Epicuro y Platón, pasando por huertos medievales, deleites florales renacentistas e intrincadas urbanizaciones vegetales barrocas, la humanidad ha pretendido domeñar la belleza innata de la naturaleza para nunca perder la unión que con ese principio universal se debe mantener.
Un servidor, vecino como es de este Paraíso, que ha crecido entre el parque y el jardín que regalaron René Carlier y Esteban Boutelou a Felipe V siguiendo la estela del gran André Le Nôtre y el manual de Antoine Joseph Dezallier d’Argenville que tanto amaba Juan Fernando Carrascal, es consciente de la necesidad que de esa naturaleza omnipresente precisa nuestro espíritu para progresar. Ya fuera como infante aventurero, perdido pasajero diletante, curioso caminante o estudioso del ayer comprometido con el mañana, siempre he tratado de amar cuantos jardines han estado a mi alcance, según me enseñó el gran Guillermo Cuadrado.
Y es que no hay nada tan gratificante, queridos lectores, como perder la noción del espacio entre parterres y del tiempo entre un sinfín abrumador de fragancias desconocidas. Que este humilde Cronista ama los jardines incluso cuando han dejado de existir, transformadas sus calles en areneros secos y mudos, las flores en fulgores aromáticos de un pasado perdido y sus setos de platabanda en reflejos de un ayer que no volverá. Así me sentí hace unos días recorriendo el esquelético cadáver de lo que una vez fuera la Casa del Cebo, más allá de la Fuente de la Plata, camino de la conjunción entre los arroyos Carneros y Morete. Caídos sus muros despanzurrados y olvidado su interior, pasto de pútridos chopos moribundos, zarzas arremolinadas y yerbajos de toda condición, lo que fuera su jardín descansa en un sueño elíptico propio de aquel edén misterioso al que cantara Santiago Auserón. Nada queda ya de sus cuarteles ajardinados en derredor de la fuente enlosada para limpiar las piezas cobradas en el tránsito al cebo de la puerta alta del jardín, donde aligeraba sus cuitas el rey ilustrado. Ni losa, ni puerta, ni fuente; ni galería de tiro, ni muro terciado acompañan ya al que fuera jardincillo altozano, presumido y arrogante en mitad de un bosque descomunal de orgullosos pinos albares.
Sentados en uno de los sillares derrotados por el olvido institucional, mi Compadre, el Sr. Bellette, y el que suscribe acabamos por guardar un silencio respetuoso, admirando el recuerdo merecido a un jardín que nunca conocimos. En ese callar quedo ante la sombra de algún pino vigilante y conspicuo, vino a mi mente el corolario de jardines perdidos por este Paraíso, vergeles otrora magníficos, hoy sólo vivos en la mirada postrera de este Cronista. Viendo la sima repleta de escoria que ocupa lo que una vez fue la fuente del Cebo, no pude dejar de pensar en el jardín donde la reina Isabel de Valois paseó sus malpartos entre las cercas del magnífico palacio de Valsaín. Cerca de allí, el atribulado príncipe Carlos hubo de deambular por los espacios florales de la Casita que su señor padre, el rey Carlos III, le hizo construir en las cercanías de la ermita de Santa María del Robledo. Esta última, altozana sobre la loma que hay a la sombra del cerro de Matabueyes, vestigio del poblamiento disperso que los caballeros segovianos dispusieron en el valle de San Ildefonso, también disfrutó de su jardincillo para que aquellos pastores y los peones que vigilaban su pastorear encontraran entre verdes y amarillos, rojos y malvas, la paz que la dura vida serrana les arrebataba. Frente a ella, al otro lado del rio Eresma, la ermita de Santa Cecilia seguro que exhibió un verde cantar, lo mismo que San Bartolomé y San Ildefonso.
Para nuestra desgracia, nada queda ya de aquellos paraísos miniados. Las ermitas han ido claudicando, incapaces de hacer prevalecer ni un solo recuerdo de su pasada necesidad. Lo mismo que el palacio de Valsaín, infamante ruina, sólo comparable con el dolor por la pérdida de los jardines de la casa del Duque de Ahumada, de la Marquesa de Miraflores, del huerto frutal de Augusto Arcimís o del claustro de la casa de los Canónigos. Patrimonio Nacional, a pesar del escaso presupuesto y la voluntad huidiza, ha conseguido rescatar el huerto del rey, transformado en jardín del Potosí, la Caja de Estudio, la Partida de la Reina, el jardín de los Frailes y el maravilloso jardín de la Botica, cuidado por un ejército de jóvenes aprendices. Por el camino ha ido perdiendo el jardín del Colmenar, la Faisanera, los Bolandrines y el nuevo plantel, colocado por el rey felón como refuerzo de un sorteo de la lotería nacional.
Sea como fuere, como bien habría dicho mi querido Juan Fernando, siempre nos quedará la escalera de Gazón. Quizás a causa de ello, acabamos allí al lado cada tarde mi Compadre y un servidor, nos respete el tiempo o no; pues en cada matiz ocre, verde o azulado, en cada rasgar del viento en hoja, pétalo o corteza, vive el recuerdo de todo aquello que fue, que creció y que, mientras viva en nuestra memoria, será.
FUENTE: https://www.eladelantado.com/opinion/tribuna/los-jardines-perdidos/