POR MANUEL LÓPEZ FERNÁNDEZ, CRONISTA OFICIAL DE VILLANUEVA DEL ARZOBISPO (JAÉN)
Durante siglos se empleó la palabra “artillería” para designar al conjunto de “ingenios” de guerra, tanto los de tipo neurobalístico -los que empleaban la fuerza de tensión y el contrapeso para lanzar proyectiles de piedra-, como los de carácter pirobalístico -los que utilizaban pólvora para el mismo fin-. Esta última artillería no desplazó inmediatamente a la más antigua, sino que ambas convivieron hasta que el avance en la fabricación de pólvora para cañones y la utilización de proyectiles de hierro permitieron el definitivo triunfo de la nueva arma.
Este tipo de artillería se desarrolló entre los musulmanes y de ellos pasó a los europeos, pero la primera vez que en la Península se empleó la artillería-cañón fue en el cerco de Huéscar en 1324. Los efectos de aquella arma lo compararon entonces los granadinos con los del trueno y el rayo, y, por lo que veremos, un acentuado paralelismo con el sonido del trueno debieron de encontrar sus coetáneos castellanos, aunque todo apunta a que estos no conocían la artillería pirobalítica en 1334, fecha en la que don Juan Manuel terminó de escribir su Libro de los Estados, obra en la que no se mencionan los “truenos” entre los ingenios a utilizar en los asedios.
Desde luego, “trueno” fue la palabra genérica para designar a la artillería-cañón en el siglo XIV y buena parte del XV, y así se hace referencia a ella en la cronística castellana, donde los “truenos” aparecen por primera vez citados por Fernán Sánchez de Valladolid, al escribir sobre el cerco de Algeciras (1342-1344). Se deduce de su relato que los meriníes pusieron “truenos” para defender la llamada puerta del Fonsario y la entrada de las atarazanas, la primera para dificultar los ataques por tierra y la segunda para frenar los que vinieran por mar. Del relato se infiere también que el cronista no conocía la nueva artillería al inicio del cerco, pues de lo contrario no se hubiera sorprendido tanto de sus efectos. En tal sentido, al cronista real le llama la atención el tipo de proyectil empleado por los sitiados -“lanzaban pellas de fierro muy grandes”-, el alcance del arma -“e lanzabanlas tan lexos de la ciubtat, que pasaba allende de la hueste algunas de ellas”-, y no menos el estruendo tan enorme en el momento del disparo. Por añadidura, el cronista resalta los estragos que causaba aquella arma entre los sitiadores.
Sobre esto viene a decir Sánchez de Valladolid que “los omes avian muy grand espanto, ca en cualquier miembro del ome que diesen, levalo a cercen, como si ge lo cortasen con cochiello”.
Añadiendo luego que no había salvación posible para el que fuese alcanzado por un proyectil de los que lanzaban desde las murallas algecireñas porque “no avia cerugia nenguna que le pudiese aprovechar, lo uno porque venia ardiendo como fuego, et lo otro porque los polvos con que la lanzaban eran de tal natura, que cualquier llaga que ficiese, luego era el ome muerto”. Lo que confirma posteriormente al destacar la potencia de la nueva arma, al decir que las “pellas” venían con tanta fuerza “que pasaba un ome con todas sus armas”.
Considerando lo anterior, no puede haber dudas sobre el interés de los castellanos por aquella nueva arma a lo largo de los casi dos años que duró el cerco; aunque de estos progresos solo se sepa que al final del sitio ya se conocía que el nombre de los “polvos” con los que se disparaban aquellos “truenos” se llamaba pólvora. Y en esta línea de adquisición de nuevos conocimientos sobre la nueva artillería, es muy posible que los castellanos supieran mucho más sobre la misma a través de otros Estados amigos, pero hubo de resultar decisiva la información obtenida directamente de los cañones musulmanes instalados en Algeciras cuando se hicieron con el control de la plaza en marzo de 1344. En tal sentido, resulta factible que el estudio de estos materiales lo hicieran los hombres de Íñigo López de Orozco, capitán de los “ingenios” reales.
Si nos atenemos a cuanto relata la Crónica de Alfonso XI, cabe señalar que los castellanos no se quedaron con el armamento de los sitiados, ya que la entrega de Algeciras se hizo con la condición de dejar “salir a toda la gente de los moros que estaban en la ciubdat a salvo, con todo su algo”, y posteriormente se reitera que los musulmanes salieron de Algeciras “so seguranza del rey con todo lo suyo, que no se les perdió ende ninguna cosa”. Después de contrastar las condiciones de la rendición de Algeciras con otras plazas en las que sí se concertó la entrega del armamento, como fueron los casos de Alcalá la Real y Priego, se llega a la conclusión de que el material de guerra quedó en manos de los musulmanes que salieron de la plaza del Estrecho. No obstante lo anterior, no creemos que los triunfantes sitiadores dejaran escapar la oportunidad de estudiar aquellos nuevo materiales antes de que los musulmanes los llevaran a Gibraltar.
Artillería y política entre los años 1344 y 1349
A pesar de haber firmado una tregua de diez años en 1344, el sultán Abu l-Hasan comenzó a fortificar Gibraltar, y no otra cosa hizo Alfonso XI con Algeciras. En esta política de rearme, no sería extraño que el rey castellano potenciara la defensa de la plaza recién ganada reconstruyendo sus murallas y dotándola de armamento que igualara, por lo menos, al que anteriormente habían tenido los musulmanes. Lo que nos lleva a suponer la presencia de “truenos” entre este nuevo armamento castellano para defender Algeciras.
Siendo así, cabe preguntarse dónde se fabricaron las piezas del nuevo material bélico. Lo cierto es que no podemos asegurarlo, pero no creemos andar desencaminados si nos inclinamos a creer que estos primitivos cañones se fabricaron en las fraguas de las atarazanas de Sevilla y en las de Algeciras, instalaciones en las que se armaban conjuntamente los barcos de la flota castellana. De hecho, las atarazanas fueron los lugares donde se comenzó a forjar primero, y depositar después, la primitiva artillería. No por otra razón, Sevilla y Cartagena fueron los primeros parques de artillería en el reino de Castilla, al igual que Barcelona lo fue en el de Aragón.
Dándose estas circunstancias, es muy posible que la construcción de aquellos primeros cañones castellanos fuese obra de hábiles herreros cristianos, después de copiar directamente de los que tenían los moros algecireños. Hoy se sabe que la más antigua técnica que había para fabricar aquellos primitivos cañones de hierro forjado, de escaso calibre por cierto, consistía en disponer estrechas duelas longitudinales alrededor de un cilindro de madera para formar el tubo, llamado caña en aquellos tiempos. Estas duelas se colocaban a tope unas con otras y se reforzaban exteriormente, de trecho en trecho, con unos aros bastante anchos que se colocaban en caliente, a forma de zuncho, rodeando el conjunto de duelas. Posteriormente, sobre aquellos anchos aros de refuerzo se colocaban otros aros con argollas para facilitar el manejo y, sobre todo, para atar con cuerdas la desmontable recámara a la caña de la pieza.
En los seis años que median entre la conquista castellana de Algeciras y el comienzo del cerco a Gibraltar, entre 1344 y 1349, creemos que la Corona de Castilla efectuó una política de desarrollo de la ciudad recién conquistada a base de potenciar su capacidad militar y comercial en la zona del Estrecho, actividades de las que no escaparon las atarazanas algecireñas, según vimos más arriba. En esta dinámica -después que la artillería siguiera desarrollándose en Europa e hiciera acto de presencia en los campos de batalla-, en el mes de marzo de 1348 ordenaba el rey de Castilla que toda la flota del Estrecho se pusiera bajo las órdenes del almirante Egidio Bocanegra. Este movimiento estaba relacionado con las ambiciones imperialistas de Abu l-Hasan, antes que su hijo -Abu Inan Faris- le disputara el trono como consecuencia de la estrepitosa derrota del viejo sultán frente a las tribus árabes en Qayrawán, en abril del mismo año.
En la disputa entre padre e hijo, el gobernador de Gibraltar tomó partido por el más joven de los contendientes. En tales circunstancias, Alfonso XI escribió a Yusf I de Granada exponiéndole que Gibraltar había quedado fuera del acuerdo firmado entre Castilla, Granada y Marruecos -en 1344, con ocasión de la entrega de Algeciras-, a lo que contestó el monarca granadino que la nueva situación no debía afectar a las relaciones políticas entre los firmantes del acuerdo precedente.
Pero conociendo el rey de Granada que el de Castilla pensaba hacerse con Gibraltar, mandó efectivos armados a esta plaza con la orden de mantenerse en ella hasta que se resolviera la cuestión. Casi al mismo tiempo, el nuevo sultán de Marruecos contactaba por vía diplomática con el rey castellano, intentado mantener buenas relaciones políticas mientras tomaba medidas para reforzar la plaza gibraltareña. Aunque el rey de Castilla parecía cada vez más decidido a emprender una campaña militar para hacerse con Gibraltar, prefirió esperar a que mejorara la pandemia que afectaba a su reino, o que los dirigentes meriníes resolvieran la cuestión dinástica que les afectaba.
Decidido a no entrar en guerra en los meses de otoño, Alfonso XI pensó en iniciar su campaña en la primavera de 1349, comenzando por movilizar la flota si nos atenemos a cuanto dice la documentación castellana.
En esta podemos ver que a principios del mes de febrero, desde Majarliza (Toledo), el rey ordenó al concejo de Murcia que enviara a Algeciras veinte ballesteros de monte para el mes de marzo. Según dice don Alfonso en su misiva, la intención que tenía era ir a cazar a los montes algeceriños para esta fecha última, lo que choca frontalmente con los acontecimientos que después se dieron.