POR JOSÉ MARÍA SUÁREZ GALLEGO, CRONISTA OFICIAL DE GUARROMÁN (JAÉN)
Mira, paisano, decía Montesquieu, el mismo que aportó al Liberalismo el principio de separación de los tres poderes del Estado, que la medicina cambia con la cocina. Esto, dicho para que nos entendamos, es que la salud se negocia en la oficina del estómago, ese órgano tan rencoroso que cuando se le atiborra de hambre es capaz de vomitar guerras civiles.
La crisis –no hay mal que por bien no venga, paisano— está sirviendo para que se abran las alacenas de los partidos políticos, de los sindicatos, y de algunas instituciones del Estado, y se perciba el hedor de las corruptelas de algunos que están siendo la causa del hambre y de la desesperación de muchos. Cuando quienes deben buscarles soluciones a la crisis no saben, o no les interesa, aplicar otra medicina que la de “cortar por lo sano”, la cocina popular los estigmatiza sin piedad con sus eufemismos.
De este modo hemos oído que a la política del tongo se le llama pucherazo. Si éste ha sido a iniciativa personal de un sólo individuo se pone como excusa que se le ha ido la olla; y si en el ajo hay más gente, se hablará entonces de olla podrida, que debe su nombre, dicho sea de paso, a la olla poderida, monumento del pensamiento culinario gótico español, llamada así porque sólo la tomaban los que tenían poderío para costearla, por las muchas y costosas viandas que la componían. Para investigar en los pucheros no hay más remedio que meter la cuchara, sin que otros pongan el cazo y sin que algunos metan la gamba, pues ya es sabido que en todos sitios cuecen habas, siendo mejor que éstas hiervan con agua transparente que con mala leche. No nos extrañe por tanto que al lugar donde se conspira corruptamente se le llame cenáculo. Tiempo ha que se sabe en la práctica politiquera lo que ya escribiera Cervantes al respecto: La mejor salsa del mundo es el hambre, y como esta no falta a los pobres, siempre comen con gusto.
Conviene no olvidar, repito a modo de aviso a navegantes, que el estómago es el órgano más rencoroso del cuerpo humano, y que el hambre es el primer motivo de rencor.
Pero también solía decir Montesquieu que para prosperar en el mundo había que tener aire de tonto sin serlo, tal vez porque el pueblo acaba defendiendo más la gramática parda de sus costumbres que la prosapia de sus leyes. Después de Dios, la olla, y lo demás bambolla, decían en el Siglo de Oro, que fue también el siglo del hambre. Lo que pasa es que como siempre, paisano, el oro lo trajinan unos cuantos, precisamente los mismos que reparten el hambre tan generosamente.
Al pueblo lo único que le están dejando últimamente es que administre el rencor de su estómago, y hasta para eso ya se le están poniendo pegas y malas caras.