POR JOAQUÍN CARRILLO ESPINOSA, CRONISTA OFICIAL DE ULEA (MURCIA)
Durante los siglos XVIII y XIX abundaban los señores feudales en los pueblos y, Ulea no iba a ser una excepción. Tenían o, al menos se lo arrogaban, la capacidad más bien sagacidad, de hacer manifiesta su prevalencia económica y, como consecuencia, mantener su poder hegemónico sobre las voluntades de sus ciudadanos.
Corrían las calendas del siglo XVIII, concretamente el día 16 de julio del año 1758, cuando Pedro Bermúdez y Diego López Martínez, como principal y fiador; respectivamente, obtuvieron en pública subasta un molino maquilero en la cabecera de la acequia mayor, por la cantidad de 36 fanegas de trigo al año, obligándose a pagar al Concejo de Justicia y Regimiento de esta Villa o al Mayordomo que fuere de dicha Villa, so pena de ejecución y costas sobre su cobranza y, con la condición de que dos días a la semana les dejarían las aguas de dicha acequia a su disposición, más todas las noches, desde que anochece hasta que sale el sol, teniendo en cuenta que las quiebras que tuviere dicho molino, tendrían que abonarlas los otorgantes; en la debida proporción. Dichos días serían los viernes y domingos.
El contrato de transacción fue firmado ante el notario de la Villa Alonso Quesada, actuando como testigos Pedro Cascales, Antonio Martínez y Joseph Ramírez.
Dicho molino maquilero fue alquilado por varios arrendatarios hasta que pasó a depender del Estado, debido a que su explotación no resultaba rentable.
En estas circunstancias, el día 26 de marzo del año 1861, fue adquirido en propiedad por el fraile dominico Jesualdo María Miñano López, que desempeñaba las funciones de cura, haciendo las veces de cura ecónomo. A la vez ostentaba la tarea de ser asesor del alcalde; su sobrino Joaquín Miñano Pay.
No cabe duda de que durante su estancia en Filipinas, demostró su gran capacidad para las finanzas y, las puso en práctica en el pueblo al conseguir del heredamiento de las aguas y del Consejo de Hombres Buenos la completa seguridad de que los viernes y domingos completos, así como todos los días de la semana; desde que anochece hasta que sale el sol, ningún regante le esquilmaría el agua que de derecho le correspondía.
El dominico justificaba sus desvelos a la hora de explotar el negocio de la molienda, argumentando que serviría para dar trabajo a varias familias, que se verían compensadas con buenos salarios y algún complemento; según la productividad. Sin lugar a dudas se trataba de una persona bien dotada para las finanzas.
Sin embargo, en los mentideros de la comarca, se cernían las dudas sobre el asalto que sufrió, cuando regresaba de Madrid, con los fondos recavados para la iglesia, que ocasionó el robo de todo el dinero que traía. Este asalto, según el clamor popular, no sucedió y el caudal del mismo fue a otras arcas, pero nunca a las del ayuntamiento; ni a las de la iglesia:
Se trataba de un gran negociante; en el amplio sentido de la palabra.
La contabilidad del negocio del molino maquilero, la llevaba personalmente y, además se preocupaba de que el acequiero vigilara de forma escrupulosa, el cumplimiento de las Ordenanzas recogidas en el Reglamento de las Aguas de la Villa. Dicho acequiero tenía la misión de cerrar las hileras, para que dichas aguas no se desperdiciaran y fueran a desembocar al río. Al mismo tiempo le apercibía, de que sería el responsable de que nadie esquilmara el agua que le correspondía, en los días previamente acordados.
El acequiero, vigilará su cumplimiento y sancionará a quien pusiese la rafa en los días prohibidos. Por supuesto, que estaría atento para que nadie abriera las hileras en los días y horas prohibidas. Había un capitulo que no se contemplaba en las Ordenanzas del heredamiento; se trataba del desvío de aguas provenientes de la acequia hacia las balsas de esparto. Su capacidad de gestión era tal que, consiguió un apéndice dentro del Reglamento para regular el cambio de aguas a dichas balsas que servían para cocer el esparto.
Todos los usuarios de las aguas de la acequia, que contravinieran las normas establecidas serían castigados conforme al artículo 495 del Código Penal, en su número 27; que oscilará entre 2,5 y 20 pesetas.
Se vigilará, así mismo, la instalación de cualquier artefacto sobre acequia y brazales, que roben el agua del riego y de los molinos harineros. Solo podrán funcionar, la noria, las aceñas y contra aceñas; que estén debidamente autorizadas.
Es preciso citar la labor encomiable José María Carrillo López, que participó en la confección de las Ordenanzas de la Huerta de la Región de Murcia en el año 1849 exponiendo, ante sus miembros, el irregular uso de las aguas de la acequia y brazales; en especial, los que hacían uso de las rafas y los molineros que, con los poderes que se arrogaban como mandamases del pueblo, utilizaban las aguas a su libre albedrío. Tal era el silencio de las autoridades que parecían tener inmunidad a la hora de delinquir, ya que, a todos estos desmanes se unía la inoperancia del Consejo de Hombres Buenos de la Región de Murcia.
Para que no se desperdiciara el agua, la acequia se limpiaba todos los años durante la última semana de marzo y la primera de abril; por lo que de forma oficial, se le llamaba: La monda de primavera. Ni que decir tiene que, cuando se producía alguna lluvia torrencial que arrastraba lodo y piedras, era preciso efectuar una monda con carácter especial, así como realizar las reparaciones que fueran necesarias.
Los días precedentes a la monda de primavera, el acequiero inspeccionaba las acequias y brazales y anotaba los desperfectos que era preciso subsanar durante los días de la monda. De esta tarea se encargaban, además del acequiero, los procuradores y encargados del mantenimiento de los canales de regadío.