POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA).
No hay mayor felicidad que recuperar la libertad pérdida, decía Cervantes; aunque, comerse un pastel recién hecho creo yo que va a la zaga. Y ser mujer, libre y pastelera en el Real Sitio roza ya la perfección absoluta, ¿verdad Kela Farnese y La Pastelería Del Real?
ARTÍCULO:
Contaba Ramón Mesoneros Romanos hace ya siglo y medio cómo las mujeres de este país empezaron a entrar en bares y cafeterías, rompiendo esa exclusión social a la que eran sometidas. Empeñadas en deleitarse como cualquier hijo de vecina de los placeres que la sociabilización regalaba a los paisanos privilegiados del Madrid que nacía al liberalismo falaz, comenzaron a llevar coche y cochero hasta la puerta de casa L’Hardy para, sentadas en la intimidad del carruaje, regalarse una copita de jerez acompañada de unos dulces mantecados en compañía de las amigas que se atrevieran a cumplir con semejante desvergüenza. Acostumbrados los vecinos al escándalo de ver mujeres solazándose entre vinos y pasteles, empezaron aquellas burguesas a bajar el pescante y tomar el pomo de la recargada puerta de acceso. Reunidas dentro de aquel famoso local madrileño, consiguieron cambiar el reducto escaso y oscuro del landó por la soledad acompañada del mostrador de L`Hardy, en la carrera de San Jerónimo, bien cerca del Congreso de los señores diputados. Sin nadie que se dignara a servir a mujer alguna, aquellas pioneras del privilegio sacaban el mantecado de un pequeño armario para acompañar la copita de sedoso moscatel de Chipiona extraído por un estrecho grifo dorado. Divertido con la trasgresión, relataba Mesoneros Romanos aquellas efímeras y escasas osadías femeninas como el signo de los tiempos, dada la muy frecuente desfachatez con que la entonces ya reina Isabel II gustaba de incomodar a todo quisque; muy del gusto todo aquello de una parte fémina de la sociedad que veía cómo los placeres de la vida eran exclusivos de esa mitad del país que nunca pensaba en si lo correcto era lo apropiado y si aquello correspondía a la decencia supuesta a una mujer, por más que la indecencia de lo incorrecto rigiera el orden de las cosas masculinas en esa España anquilosada.
No sé si aquella trasgresión quedó engarzada a la espuma de los merengues, lo quebradizo de la pasta manoseada de mantequilla o dentro del chocolate ahumado y un poco salado que solía acompañar los petisúes que tanto gustaban a mi madre, especialmente si eran de la viuda de Casimiro. Seguro estoy, sin embargo, de que la pastelería, entiendo que desde entonces e incluso mucho antes, ha tenido un punto de reivindicación femenina más que reseñable. Ya recordé hace algunos artículos la existencia de aquella cocinera de regalo paisana, Francisca Sánchez, que recibió la reina María Luisa de Parma, sucesora de Mariana Silna o Ana de Santillán a la cabeza de los fogones de los últimos Austria de ascendencia Trastámara olvidada. Agarradas al dulce como expresión de delicadeza, de sutil enamoramiento con los placeres inconfesables de la vida, aquellas mujeres, reinas o pastorcillas, tendieron a buscar en lo crujiente de un azúcar glaseado, en lo terso de un sabayón inmaculado y en ese puro e imperfecto reflejo que devuelve la salsa española esparcida en el grueso lomo de un mojicón cualquiera una salida a las imposiciones de una sociedad dominada por la creencia de que el bendito hedonismo no es más que una herejía nacida de la molicie propia de una inteligencia femenina instalada en el disfrute sin fin.
No sé si, en realidad, todo aquello que se nos predica contra los placeres gloriosos que dan sentido a la vida significa algo en el momento en que el merengue se deshace en divina frugalidad dentro de nuestra boca siempre virgen para el goce que corresponda. Quizás éste que suscribe, descendiente de panaderos o, lo que es lo mismo, pasteleros frustrados, entiende lo que de verdad se esconde en cada capa de un hojaldre siempre perseguido por el condenado estoicismo con que se atemoriza a los jóvenes ávidos de cremoso praliné y guianduja metida en nuez y almendra tostada.
Desde luego, en este Paraíso supimos darles alegría a esos placeres, quién sabe si empujados por la molicie y holganza que acompaña tradicionalmente a las mujeres en la monarquía allá por donde acaba asentada. Desde las viejas cocinas ya perdidas del palacio real hasta las actuales pasteleras de fino embroque, los del Real Sitio nos hemos acostumbrado a pensar con un pastel en la mano, sin dar importancia a la consistencia del bizcocho, una vez la prístina nata ha entrado en nuestro sistema digestivo. Atrás quedan las pastelerías de José Gómez y Felipe Vázquez donde el viejo tío de mi Compadre, el Sr. Bellette, se las gastaba con glaseados transparentes, hojaldres crujientes y borrachos melindres acompasados con dulcísimos ponches, bambas abiertas en sonrisa dolosa, ensaimadas preñadas de felicidad, galletas de oscuro corazón y torteles de escandalosas manzanas derretidas en esos hornos de purificación pecaminosa. Aquellos torteles cubiertos de manzana prendaban hasta el desconcierto a unas jovencísimas Pilar y Mariángeles Escudero Marcos, mucho antes de que un servidor arruinara sus vidas y de que la Cometa del pastelero Santana volara hasta lo más alto del risco de los Claveles para nunca volver.
Pasadas las pastelerías clásicas que sólo nos devuelven un dulce ansia de nostalgia afrutada, las santas mujeres amantes del sirope acaramelado han seguido ocupando el espacio en el obrador Del Real con dulces judiones envueltos en negra perversión, justo en la Mala Bajada donde Felipe González, ese que no sabía mentir, tuviera su panadería y la Farnese de luisetes inmortales de corona perecedera allí donde una vez viviera el embajador del reino napolitano. Ya sea en el Barrio Alto de cacao recogido o en el Bajo de suizo con cobertura azucarada requemada, el maravilloso y purificador bollo de fruslería infinita sigue tentando a cometer el delito que más ansía nuestra esperanza. Envueltos en chocolate y crema de huevo blanqueado, repleto el morral de azúcar triturado y jarabe cristalizado en bellísima alhaja con diabólica cidra de natilla crujiente y caramelizada, los torteles y ensaimadas, pasteles rusos, bizcochos, rosquillas, hojuelas, mantecados y bombones siguen mostrando la obligación que de caer en la tentación tenemos. Gordos y flacas con el azúcar solidificando la sangre hasta convertirnos en monas de pascua vivientes, deberíamos mirarnos en ese espejo que nos devuelve felicidad en lugar de clichés edadistas y canónicos de mala baba. Si se trata de elegir entre el apolíneo perfil de una estatua muerta en el museo greco-cretino que sea y la efímera gordura de un chocolate tan negro como el futuro que nos espera, den un paseo hasta la pastelera más cercana y déjense tentar por un escaparate prohibido por la inquisición del momento y desanden todo ese trecho ya caminado hacia una muerte segura en vida. Recuerden a Epicuro, quien hace más de dos milenios encontró en la felicidad el placer racional la única motivación para seguir viviendo, y corran como hacía Pilar hasta las puertas de caramelo dorado en una Cometa inolvidable.