POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA).
Combatir la falsedad constituye la razón de ser del historiador. Luchar contra el misticismo, la creencia y la ausencia de argumento documental que sustente aseveración alguna ha movido durante milenios a todo tipo de individuos en la lucha por el establecimiento del relato histórico. En la mayoría de las ocasiones ha trascendido un discurso central sometido a continua revisión, presa de la furia refutadora de jóvenes buscadores de la verdad, pero que ha permitido comprender a grandes rasgos el transcurrir del pasado humano por las diferentes etapas constructivas y devastadoras llegadas hasta este punto. Es cierto que, en algunos puntos concretos, el debate constante mantiene la historia en un limbo de indefinición que no permite continuar con el análisis consecuente ante la falta de esos ladrillos estructurales cuestionados de forma reiterada en el presente. El caso de las consecuencias de la Guerra Civil Española iniciada en 1936 o la pervivencia de la doctrina resultante, ese mal llamado franquismo sociológico, constituye uno de los ejemplos más claros, además del perenne combate contra la construcción de una identidad nacional o la politización de cuantos aspectos formen parte del proceso social que se tercie en este santo país.
De nada sirve la aportación de argumentos contrastados, datos fidedignos o documentos irrefutables
Acostumbrados a discutir por discutir cuanto parezca cuestionable de nuestra historia, nos hemos habituado a vivir en una insoportable discusión presente de un pasado que nunca parece acabar. De nada sirve la aportación de argumentos contrastados, datos fidedignos o documentos irrefutables. El cuestionamiento de la verdad histórica ha trascendido al debate académico y, para nuestra desgracia, ha entrado en el terreno de la opinión gratuita y alejada de las fuentes primarias del saber. Así, cualquier paisano avezado en esto de discutir y polemizar te habla de tiranías en el siglo XXI, regímenes autoritarios o imperios caducos y sólo válidos para entender la extensión de la cultura y civilización españolas, que no para establecer objetivos reales de un ayer ni siquiera comprendido. Instalados en la mentira más falaz, las dialécticas se transforman en diatribas donde ironía y sarcasmo trufados de cierto ingenio acaban por eliminar el método científico de la ecuación. En ese reino de la falsedad, de la mentira zafia y barata, todo es posible, incluso la irrealidad de que la mentira, travestida de verdad, acabe por empujarnos a la aceptación de la falsedad como contingencia.
Así debían sentirse, sin duda, los trabajadores de la Real Fábrica de Cristales de San Ildefonso hacia 1860 viendo cómo el Candilón vendía miles de vasos de vidrio supuestamente fabricados en aquel Real Sitio a la plétora de visitantes que abarrotaban las calles cada día de verano. Expelidos de la capital del reino y del resto de ciudades provincianas próximas, un ejército transeúnte se llegaba hasta este Paraíso atraídos por la presencia de los monarcas en el Palacio Real de La Granja. Al calor de esta masa de incautos, los comercios hacían, nunca mejor dicho, el agosto. Y entre todos los habidos y por haber, el Candilón era aquel que torturaba a los pobres vidrieros.
Constituido como bazar en la calle del Cuartel Nuevo, frente a los casetones del mercado de la carne en la plazoleta trasera del cuartel de la guardia de corps, el Candilón vendía todo tipo de cachivaches y fruslerías, bártulos y gollerías que llevar de vuelta a casa y presentar a amistades y familiares como excusa de viaje.
Allí, de las muchas bagatelas expuestas en los escaparates del Candilón, destacaban sobremanera los vasitos de vidrio que José Carlos Witch y sus empleados aseguraban haber sido fabricados en la Real Fábrica. Otrora manufactura regia constituida por Carlos III a finales del siglo XVIII, presumía aquella instalación fabril de ser madre de espejos descomunales, etéreas opalinas y lámparas sólidas de vidrio denso e inquietante, pero no de aquellos vasos traicioneros. Estos, incapaces de hablar el idioma materno que desenmascarara su identidad, se hacían pasar por nativos de bajo coste, alimentando las arcas del Candilón a la vez que conducían la vieja fábrica ilustrada hacia un futuro inexistente de ruina y olvido institucional entre burdos vidrios planos que cubrieran las necesidades segovianas.
Lo más sorprendente era que, ahíto el mercado con la ingente remesa de vasitos del Candilón, a nadie le preocupaba su procedencia y las consecuencias de comerciar con aquella basura falaz
Ahora bien, lo más sorprendente era que, ahíto el mercado con la ingente remesa de vasitos del Candilón, a nadie le preocupaba su procedencia y las consecuencias de comerciar con aquella basura falaz. Asumida la mentira como verdad, esta acabó por desaparecer, convirtiéndose la farsa en remedo de realidad. Sin duda, queridos lectores, un ejemplo más del mal que conlleva la despreocupación por el conocimiento y el respeto al argumento contrastado. En estos días en que la mentira ha acaparado todos los planos de la realidad expulsando honestidad y decencia a la oscuridad del desprecio desganado de la soberbia más dañina, es cuando más debemos recordar aquellos vasitos del escaparate del Candilón y el mal que auguraban.
Contra ellos, contra ella, nada más fácil que cerrar los ojos un instante, aguantar un ápice la respiración y volver la mirada hacia el pasado, pues allí se encuentra la respuesta a este presente que presume de futuro, pero que no ofrece nada más que un remedo de realidad inmerso en burdo artificio pasajero.