LOS VENTORRILLOS Y SU CLIENTELA
Abr 02 2021

POR CATALINA SÁNCHEZ GARCÍA Y FRANCISCO PINILLA CASTRO, CRONISTA OFICIALES DE VILLA DEL RÍO (CÓRDOBA).

El salón interior

Recuerdo los ventorrillos como casas típicamente campesinas, normalmente de una planta, con pequeñas ventanas y tapiales de piedra rugosos encalados de blanco al que se unía alguna alambrada, que cruzaban los animales por una puerta hecha de tablas,  cuando se dirigían a los corrales. Estaban instalados en lugares abiertos, próximos a los cruces de caminos más transitados y habilitados para la venta de bebidas, servicio de  comidas caseras y para facilitar descanso a los transeúntes. Los  cazadores, los recoveros, los carboneros, etc., los usaban como lugares de encuentro para realizar en ellos el trueque de sus productos y  mover importantes cantidades de dinero.

Con la inestimable ayuda de mi hermano Juan, elaboro el presente artículo.

El Pipa, así apodado, era un  hombre grueso y tranquilo, que tenía el ventorrillo de “Los Razos” próximo a las minas del Vidrio en la carretera C.420 de Córdoba a Extremadura, (trayecto de Villa del Río a Cardeña). Era este muy famoso y frecuentado por los recoveros, al que acudían para hacer las compras de los productos de la sierra: conejos, liebres, palomos, tórtolas, codornices, perdices, zorzales, cochinos, jamones, cabras, ovejas, etc., y a su vez les vendían pan, azúcar, arroz, garbanzos, frutas, aguardiente, vinos, café, tabaco, ropas, etc.

Los recoveros más conocidos del pueblo eran: Rafael Lucena, grueso y tranquilo, usaba gorra de pana y casi siempre llevaba un botón de la camisa abierto por donde salía parte de su velludo pecho.  Ignacio Lara, con un tic nervioso y muy derecho en el andar. Juan Mantas, delgado con los perfiles de su rostro muy pronunciados, y los hermanos Pedrajas “los Panchos”, uno de ellos con gafas de gruesos cristales y el otro muy colorado. Todos transportaban sus productos de reventa en serones cargados en caballerías y burros, y tenían una gran clientela, por la escasez de productos, en la localidad. Paco Pedrajas también era recovero, y se dedicaba más bien a llevar vino, envasado en pellejos cargados en dos mulas, a los cortijos, donde era muy bien recibido por sus moradores, y con ellos hacía trueque por gallinas y huevos.

En la Forestal estaban por entonces de guardas Valera, y Juan Prieto, el de los huertos familiares, alto, delgado y muy beato, y ambas personas eran   buenas y beligerantes con los paisanos que acudían a la falda de la sierra a buscar su medio de vida.

Los recoveros solían celebrar las buenas operaciones de su comercio bebiendo vinos en exceso en los ventorrillos, lo que daba lugar a borracheras acompañadas de tan altas voces que soliviantaban hasta los pájaros; y los arrieros, si les había ido mal, desahogaban su cabreo y mal beber  dándoles palos a los burros, que muchas veces los habían dejado cargados de carbón en la puerta.

Con el desarrollo y el bienestar, la aparición de los supermercados, los congeladores y los frigoríficos, los ventorrillos se han ido transformando en chiringuitos rurales; con terrazas entoldadas al exterior y macetas con flores y terrazas, y donde el moderno mobiliario de mesas y sillones de acero tubular ha sustituido a las mesas, bancos, banquetas de madera y sillas de anea que había debajo de los parrales; los fluorescentes han sustituido a los candiles, y las alarmas a los perros guardianes, que alzaban los brazos con alegría contra el pecho de los conocidos, y daban unos ladridos tan sonoros durante la noche cuando se acercaba un extraño que servían de despertadores a sus dueños; etc.

También la clientela se ha mezclado. Han aparecido nuevas clases de consumidores: grupos de empresa, de amigos, parejas, reuniones de familias los fines de semana, etc., que en coches se desplazan desde el pueblo o la ciudad hasta ellos para solazarse y disfrutar del paisaje del campo, y beber  y gozar de unos bocados deliciosos de la gastronomía campera, donde los gazpachos, los cocidos, las papas con mojo, los potajes en cazuelas de barro y  las tapas tienen una presentación rústica y un sabor serrano.

Cazadores aficionados, que pasan los días laborales mirando al cielo para que un chaparrón de última hora no les fastidie el fin de semana y salen a cazar esa pieza que exhibirán ante sus amigos y que después degustarán entre risas, mezclando la carne asada con un buen plato de aceitunas verdes con sabor a hinojo y un trago de vino blanco, mientras comentan del perro casi pachón que se distrajo con las hierbas del camino mientras buscaba la presa y casi se la arrebata otro mastín más avispado, etc.

El humo que sale por las chimeneas de las cocinas de los ventorrillos huele a jara, a lentisco, a ramón y a carnes asadas, incienso que va penetrando en los sentidos y atrae a los camineros perdidos, a los pajareros serpenteantes, a los esparragueros andariegos, a los domingueros en ocio, y a las familias que esperarán hasta el atardecer para ver la puesta de sol y enseñar a sus hijos las vacas  caminando con paso lento y melancólico de regreso a sus cuadras,  para ser ordeñadas.

Hoy día, llegar a  estos lugares no es para hacer trueque de alimentos ni carbón como antaño, sino para integrarse en la vida de la gente rural y para que los niños vean crecer y secarse la hierba, que sirve de pasto y alimento a los animales ahora y en el invierno. En estos espacios de la sierra, cuando la  vegetación está florida, y recibes en tu rostro la suave brisa cargada de aroma primaveral en una mañana soleada, todo sabe a gloria y muchos lo comparan con el paraíso.

En algunos ventorrillos todavía se puede aprender “historia pasada”. Aún quedan algunos con rastros de su vida anterior: empedrados de guijos, establos, cuadras con pesebreras, cochiqueras, piedras cilíndricas de molienda, cuartos para las herramientas de labor,  la cocina donde se hacían los guisos y migas, etc., y algo, más natural, gallinas sueltas picoteando en la tierra en busca de lombrices seguidas de sus polluelos, y grandes pavos, que ante un inesperado sobresalto encrespan la cresta, sueltan el moco y estirazan sus largas plumas de la cola hasta el suelo describiendo movimientos circulares en plan de desafío lanzando su gorgoreo; todo esto ocurre bajo la atenta mirada de la casera que ha puesto a secar la colada en alambres sujetos a los olivos.

La misión y vida que desempeñaron antaño los ventorrillos, al igual que la silueta de un edificio modificado a pedazos, se va borrando y se olvida; y aunque ya nada volverá a ser como antes, lo cuento para que no se pierdan las señas de identidad  de las  tradiciones centenarias y que el paso del tiempo, extraña frontera entre la memoria y el olvido, no se los lleve del todo.

FUENTE: LOS CRONISTAS

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