POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA)
El 18 de agosto de 1876 decidió Alfonso XII o, mejor aún, Antonio Cánovas del Castillo, que ya era hora de retomar la normalidad monárquica de las jornadas en el Real Sitio de San Ildefonso después de más de ocho años sin Borbón alguno que alegrara con su presencia la vida del Paraíso.
Desde que la reina Isabel II se marchara en julio de 1868 para descansar unos días disfrutando de las playas en Lequeito y la escapada se convirtiera en derrocamiento, expulsión y exilio, el Palacio del Real Sitio había quedado en una especie de limbo político, escenario de ese teatro tragicómico que padeció este Santo País durante los largos años del siglo XIX. Si bien es cierto que Francisco Serrano, como regente del Reino, y Amadeo I de España, que no de Saboya, más tarde, intentaron que la presencia del poder continuara hasta la contingencia en el Paraíso, lo cierto fue que la indiferencia impostada de la aristocracia y la oposición de gran parte de la sociedad al experimento de una monarquía parlamentaria vació los salones del antaño repleto Palacio de San Ildefonso. Ni qué decir tiene que ninguno de los cuatro presidentes de la Primera República puso un pie como tal en salón o parterre alguno de este Real Sitio. Desde Estanislao Figueras, que se fue a pasear al Retiro y apareció en Francia, pasando por Pi y Margall escondiéndose en el País Vasco tras desatar el cantonalismo, Salmerón negándose a firmar sentencias de muerte y Castelar incapaz de dar con el modelo de Estado que uniera a todos los españoles, el silencio se adueñó de los otrora bulliciosos salones del Palacio Real.
Quizás por ello, para que el ruido y las risas diletantes volvieran a resonar en las bóvedas del piso bajo, programó el presidente del Consejo de Ministros una velada espectacular que fuera ampliamente recordada en sintonía con lo que ellos esperaban de una nueva vieja monarquía, recuperada para alivio de no pocos españoles, ya estuvieran al lado o frente a ella. Ya saben, queridos lectores, que tan necesario es un capitán como un enemigo para sobrevivir en la política patria.
De modo que, ya a las nueve y media de la tarde, los salones del citado piso estuvieron repletos de invitados, todos perfectamente engalanados para el baile. Acondicionadas las estancias palaciegas con una iluminación cuasi diurna, la celebración de la nueva monarquía española duró hasta las cuatro de la madrugada, momento en que, terminado el cotillón, se produjo la retirada de Alfonso XII y la princesa de Asturias, su hermana María Isabel, seguido del desfile de invitados.
Y, a pesar de la presencia de un Borbón y su corte después de más de nueve años, lo más interesante de aquella velada fue la actuación que Mademoiselle Anguinete regaló a los invitados en el salón de la Fuente, el más grande de los existentes en la planta baja del Palacio Real de San Ildefonso. Para facilitar la actuación de esta interesantísima mujer, el intendente de palacio había dispuesto una serie de bancos de terciopelo a modo de teatro, dejando el espacio libre suficiente para que Mademoiselle Anguinete abarrotara el resto con su magia.
Famosa por su arte para el ilusionismo, Benita Anguinete se anunciaba como prestidigitadora de París. De familia marsellesa, esta misteriosa maga había recorrido la mayoría de las capitales europeas sumando a su maestría en el dominio de la sorpresa la singularidad de ser una mujer en un trabajo donde éstas solían ser testimoniales o parte del engaño. Desde Lisboa a París, Benita había logrado hacerse con un nombre tan atractivo que había desbancado de la corte española a otros magos, ilusionistas y prestidigitadores, como el famoso Macallister, señor del madrileño teatro de la Cruz, en las cercanías de la Plaza del Ángel.
Así que Mademoiselle Anguinete liberó su repertorio de ilusión y magia, regalando sorprendentes números en los que empleaba los pañuelos de los asistentes e incluso alguna que otra transformación o, como ella decía, metamorfosis. Para terminar su actuación, hizo uso de un impactante truco con uno de los guantes de la Princesa de Asturias, dando paso a los rigodones reglamentarios donde el rey hubo de bailar con cuantas damas salieron a su encuentro.
Y este humilde Cronista se pregunta si Alfonso XII, mientras pasaba de las manos de su tía, la infanta María Cristina, a las de Antonia Domínguez y Borrell, duquesa de La Torrey las de la señora esposa del ministro de Estado, Fernando Calderón Collantes, sintió una premonición funesta en aquel espectáculo singular de Mademoiselle Anguinete. A nadie hubiera extrañado que se hubiese planteado pedir a la maga que usara sus nobles artes para domeñar aquella España embravecida, peleada con la paz, la justicia y la igualdad; presa de regionalismos, localismos y todo tipo de sentimiento territorial calzado con boina; enferma de espadones irredentos, burgueses amarrados al presupuesto nacional y misérrimos obreros empujados hacia la insurrección y la violencia. A todos ellos se los habrían despachado el joven Alfonso XII y el viejo Cánovas con un poco de mano rápida y purpurina salidos del baúl de Benita Anguinete. Cuánto habríamos ganado los españoles con algo más de magia, de ilusión y un poco menos de falsa realidad.
Y es que, como bien sabe mi querido amigo y mejor mago, Miguel de Lucas, en la magia está el principio y el final de todo, especialmente en esta España nuestra de falso truco y mal pase.
Fuente: https://www.eladelantado.com/