POR ANTONIO LUIS GALIANO, CRONISTA OFICIAL DE ORIHUELA
En ocasiones, para acercarnos a algún pequeño detalle, intentamos rebuscar en temas que nos auxilien. ¡Qué decir de la madre! Pues, sin ser pretencioso consideramos que tal vez esté todo dicho. Pero, es conveniente recordar aquello que sentenciaba nuestro Sabio Caralampio, cuando en el cristal de su barbería el día de la Festividad de la Madre, escribía el pensamiento: “¿Qué es el mundo?; hijo, tú y yo”, en el que se intuía la pregunta del niño, que interrogaba a su progenitora: “Madre, ¿qué es el mundo? Y, de la fusión de ambos, madre e hijo, en el amor de este último, en el bolero “Madrecita”, que prosigue “…del alma querida/que mi pecho yo tengo una flor”, del cubano afincado muchos años en España, Antonio Machín. Al que por cierto, en dos ocasiones lo vi actuar en el Teatro Circo, y que en la última vez, se le cayó de las manos una de las maracas, con el consabido disgusto para el cantante. Pero, a una madre no se la encuentra, tal como dice la copla del sevillano aristócrata de la Generación del 27, Rafael León: “Desde la cuna…/ a mi mare de mi alma/ la quiero desde la cuna,/ ¡por Dios! No me la avasalles/ que mare no hay más que una/ y a ti te encontré en la calle”.
Así, que el personaje del que vamos a tratar, fue responsable y coherente con todo lo anterior, tal vez no como ocurre ahora, que todo se arregla con una residencia de la tercera edad, quitándose a la “maere” de en medio. El citado personaje, no era otro que un platero, hijo y padre de plateros, que vivía en “la bajada de la calle de la Feria”, que probablemente sea la que hoy está rotulada como la del Capitán Grifol. En la calle de la Feria, un año después del que nos centramos, estaban establecidos cinco plateros y, en 1754, en Orihuela trabajaban seis, de los que cinco tenían su taller en dicha calle (entre ellos, Martín Farises) y uno, en la calle del Ángel (hoy, Pío López Pozas), concretamente, Vicente Rovira Ygual, autor del Oriol (1732) que corona nuestra Gloriosa Enseña y del Collar del Canciller de la Universidad de Orihuela (1753).
Pero, regresemos a Martín Ferises Lozano, del que ya nos dieron noticia José María Penalva Martínez y Manuel Sierras Alonso, en “Plateros en la Orihuela del siglo XVIII”; el cual hizo gala de su amor filial cuando recibió de su madre la herencia que le había dejado su progenitor, la cual aprobaba la donación y legado de las herramientas del taller que, en su testamento le fueron otorgadas por su padre, al igual que la casa en que vivían. Las condiciones que se establecían como contraprestación para la donación, nos hacen recordar la letra de Antonio Machín. De tal manera que Martín Farises, debía alimentar y vestir a su madre mientras viviera, así como pagar desde el 16 de junio de 1745 hasta el fallecimiento de ésta, la pensión anual que sobre la casa tenía a su favor la Cofradía de Nuestra Señora del Rosario de la catedral. Por otro lado, debía mantener la casa y la tienda abierta en vida de su madre, Rosa Lozano, quedando para él las ganancias que le reportara su trabajo. A fin de poderlo realizar era necesario disponer de las herramientas para ejercer el oficio de platero, y en el convenio que se estableció en la fecha citada, entre madre e hijo ante el notario Bautista Alemán, siendo testigos el profesor de Leyes Gabriel Soler Guijarro, el maestro platero Gabriel Martínez y el arriero Alonso López; se relacionaba dichas herramientas, las cuales pasamos a describir y a intentar identificarlas. Así, aparecían dos clases de tenazas, para tirar y para vaciar. Las primeras se utilizaban para alargar o estirar el metal en frío o en caliente, y las segundas para sujetar la cajas de bronce para vaciar dicho metal. Heredó prensas, moldes de plomo, una caldera de cobre para blanquear con ácido y agua, tres coronas que servían para engastar, un almirez para hacer mezclas, y un candil que era utilizado para soldar.
Dentro de dichas herramientas encontramos dos clases de “thas” que dan respuesta a la pregunta de los crucigramas cuando se dice “yunque del platero”. Así recibía un tas de forrar que servía para hacer huecos golpeando el metal caliente, que estaba montado sobre un pilón, y otro que se empleaba para aplanar. Disponía de un banco de estirar en el que se emplazaba la hilera, que era una pieza con agujeros de diferentes tamaños y formas que quedaba sujeta a un “macho”. Por dicha hilera se pasaba el metal en caliente y se estiraba para dejarlo en la dimensión que se precisaba. Pero, para ello, era necesario hacer lingotes de pequeño tamaño en las villeras, conocidas también como chapones. También recibió como herencia una embutidera, en la que se depositaba el metal en frío o en caliente para ahuecarlo y darle forma con los embutidores que solían ser de madera. En el legado aparecía también un chambrote o compás pequeño y una vigornica o vigorneta (yunque con dos puntas diferentes).
Todas estas herramientas nos ponen en antecedentes de cuáles eran los útiles que utilizaban los plateros en el siglo XVIII, los cuales hasta hace unas décadas eran empleados por este oficio, y que hoy están en desuso. Sin embargo, al bueno de Martín le ayudaron a mantener su taller, haciendo que la vida, parafraseando al Sabio Caralampio, fuera como un mundo con su madrecita, que no era más que una y no se la encontró en la calle.
Fuente: http://www.laverdad.es/