POR ADELA TARIFA, CRONISTA OFICIAL DE CARBONEROS (JAÉN)
Siendo yo chica el curso escolar empezaba en octubre, creo. Más o menos coincidía mi vuelta al internado almeriense, cuando empezaban las ferias de Santo Cristo en mi pueblo. Lo cual era una faena, pues las amigas que no estudiaban fuera tenían más vacaciones que yo y nunca se perdían la feria. Entonces los padres no protestaban porque los maestros tuvieran varios meses de vacaciones. Yo creo que eso pasaba porque todos sabían lo poco que ganaba un maestro. Porque los niños no daban tanta lata como ahora, impensable entonces la dictadura de un crio sobre los adultos, y porque las mujeres, la mayoría, no trabajaban fuera de casa. Pero, sobre todo, porque no hacía falta ser un superdotado para darse cuenta que los niños aprendían mucho en los nueve meses del curso escolar; y que en la infancia tan importante es lo que se aprende en la escuela como lo que se enseña en casa, y en la plaza del pueblo, jugando.
Me viene todo esto a la cabeza cada vez que arranca un nuevo curso y recuerdo los nervios de mis hijos en los primeros días de vuelta al cole. Y las inquietudes de los padres imaginando cómo se adaptarían al nuevo maestro, a los compañeros, a la rutina escolar. Entonces siento en mi interior el deseo de reencontrarme con aquellos maestros que enseñaron a mis hijos las primeras letras, que despertaron en ellos deseos de aprender, para decirles gracias. Porque una, que sin ser maestra, porque eso es muy difícil, sí ha sido profesora de adolescentes casi cuarenta años, sabe lo hermoso, pero también lo duro y difícil que puede llegar a ser el trabajo docente, seguramente uno de los oficios mas agotadores que existen, si se hace bien. Eso muchas veces no lo valoran los padres, ni la sociedad. Porque no saben lo que un profesor siente cuando un día de otoño se encuentra frente a tantos niños desconocidos, que te traspasan con su mirada en el primer segundo, y te examinan mucho antes de que tú les examines a ellos. Tantas miradas diferentes, pues hay quien mira con desgana, quien lo hace con curiosidad, quien más que mirar, reta, y quien te mira pidiendo ayuda o comprensión. Tampoco nadie puede entender la complicidad que en poco tiempo llega a establecerse entre profesor y alumno, ni hasta que punto un buen maestro puede llegar a cambiar la vida de un ser humano, o viceversa. Porque en mi caso he aprendido mucho de mis alumnos, y ellos me han convertido en una persona más fuerte y sensible. O sea, que hoy mi papelera va por ellos, por los Maestros, incomprendidos tantas veces por quien mira pero no ve; y por los alumnos, que son nuestro reto. Sin retos la vida no tiene sentido.
No hace mucho me invitaron a colaborar en una magnifica revista infantil de León- “Revista de literatura infantil y juvenil Charin, nª 7, pp.42-44-.“ Elegí como tema algunos recuerdos de infancia en aquellas escuelas rurales de la posguerra; cuando la pobreza era casi normal Cuando la radio era el único nexo de unión con el mundo exterior, cuando el periódico que recibía mi padre, el Ideal de Granada, pasaba de mano en mano, primero entre la familia. Luego entre los vecinos, y de él se recortaban las noticas más interesantes antes de regalar las hojas a los tenderos, para envolver. Sí, entonces se reciclaba todo, y se valoraba mucho la cultura. Por eso respetábamos tanto a los maestros. Escribí entonces, y ahora ratifico, que de no haber sido por los maestros la mayoría de los niños no hubieran aprendido a leer, y muchos adultos de hoy seríamos menos libres. Porque quien mucho lee, algo piensa. Por eso creo que nunca agradeceremos bastante lo que hicieron por nosotros aquellos Maestros de escuelas comunitarias que tenían hasta cuarenta niños en el aula, de diferentes edades. Maestros a los que habría que dedicar un monumento en cada pueblo.
Hoy los Maestros tienen un sueldo digno, pero han perdido parte de su autoridad. Hay incluso quien les tilda de vagos, o padres que achacan a ellos la mala educación de sus rapaces. Pocos se atreven a defenderlos. Yo sí, aunque pienso que acaso ellos tuvieron una parte de culpa cuando aceptaron que les robaran su nombre, Maestros, convertidos por un tiempo en profesores de EGB. El error se subsanó, pero el daño queda. Para mí siempre serán Maestros, unos sabios que me enseñaron el placer de leer, el lujo de soñar y el privilegio de pensar. Gracias Maestros. Os debo tanto que solo puedo corresponder con esta cuartilla, y defendiendo vuestro derecho a unas vacaciones reparadoras, aunque eso hoy sea políticamente incorrecto. No importa, dice mi papelera, siembre debe uno acostarse al menos con la sensación del deber cumplido.
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