MAL DE ALTURA EN MALANGOSTO
Feb 17 2019

POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA)

Un invento magnífico, este del ascensor. Nada más práctico que una caja cerrada, como un ataúd, enganchada por una serie de cables a un sistema de poleas y colgando en un hueco sin escapatoria para el que decide meterse dentro. Y me importa poco que fuera inventado por Vitruvio o Al-Muradi. O que el americano Otis creara un sistema para impedir que cayera al vacío y el suizo Schindler lo patentara por todo el mundo desde 1874. Háganme caso: una máquina infernal.

Si no me creen, no tienen más que acercarse al Palacio Real de Madrid y echar un ojo al que instaló allí Alfonso XIII. Pavor es decir poco para describir lo que da acercarse a tan infame artilugio. Supongo que el rey, amante de lo novedoso y divertido, cuando no aterrorizante, le dio por agenciarse uno para su casa. Que de ser el primero era este rey amante. No hay más que darse un paseo por los Reales Sitios para ver el primer campo de golf, el primer campo de polo, las primeras pistas de tenis, el primer rey en aceptar un golpe de estado y el primero en suspender la actividad de la corona y marchar al exilio voluntariamente.

Y es que esto de subir rápido las alturas no es bueno para la cabeza, no se crean. Que trepar a toda prisa te puede llevar a padecer eso que llaman mal de altura, ya saben, perder la consciencia por un ascenso precipitado. Y no solo te puede ocurrir empleando un ascensor. También se puede padecer recorriendo la cuesta pronunciada a pie.

Díganselo, si no fue así, al pobre Juan Ruíz, Arcipreste de Hita. Allá por el siglo XIV, andando en una de sus famosas correrías por la Sierra de Guadarrama antes de que le pusieran subtítulos madrileños, le dio por subir el puerto de Malangosto, que supera los dos mil metros de altitud. Cansado del duro ascenso, buscó el arcipreste el refugio de la serranía que el puerto le brindaba y, como en tantas otras ocasiones relatadas en su famoso Libro del Buen Amor, encontró en el calor de la serrana que allí vivía consuelo a las fatigas de la montaña dentro de la majada hoy perdida. Y mucha fatiga, frío, cansancio y penuria hubo de sufrir Juan Ruíz, para regocijarse con aquella serrana, a la que describió como sarnosa, chata, ruin y fea.

El que les habla, gato, segoviano y casado con una segoviana, no puede entender otra cosa que el mal de altura para explicar las referencias del Arcipreste de Hita. Seguro estoy de que, enfermo y desorientado, Juan Ruiz, puesto a calentarse en el frío de aquel paso, confundió al cabrero con la serrana.

Y nadie en esta tierra me llevará la contraria, pues, como bien recuerda el maravilloso Nuevo Mester de Juglaría, cuando sale una serrana de Segovia sale el sol, sale el salero y sale la gracia del mundo; sale lo que yo más quiero.

Amén.

Fuente: http://www.eladelantado.com/

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